El Elefante Blanco
En tiempos remotos, cuando no sólo los hombres sino también los animales tenían el don de la palabra, un bellísimo elefante de piel blanca y brillante vivía en una gruta junto con su madre.
La gruta estaba excavada en la falda de una montaña, y cerca de la gruta, había un lago de agua cristalina rociada de flores de loto. La elefanta y el elefantico blanco vivían felices: el pequeño pasaba los días fuera de la gruta, retozaba por el bosque, descansaba sobre la hierba abundante; después, cuando la tarde caía por la montaña, volvía bailoteando a la caverna cargado de frutas maduras. La elefanta ya vieja y ciega, esperaba con ansia al hijo y la comida que le traía.
Una tarde, cuando acababa de llegar, el elefante blanco estaba degustando junto a su madre unas bayas que había recogido en el bosque cuando oyó gritos de alguien que pedía ayuda.
“¿Has oído mamá?”- dijo el joven elefante alzando las orejas- “es el grito de un hombre en peligro. Tengo que ir a ayudarle”.
“No vayas, hijo mío” –respondió la madre sabia por la experiencia de la vida- “no es bueno fiarse de los hombres. Casi siempre cambian la ayuda por la ingratitud”.
“No puedo quedarme aquí mientras a pocos pasos un hombre pide ayuda”- replicó el elefante – “Esta vez tendré que desobedecerte”.
Salió fuera, y no muy lejos, cerca del lago de las flores de loto, encontró un hombre: estaba vestido de guardabosques y se lamentaba y lloraba como un niño.
“¿Qué te ocurre?” - le preguntó el elefante – “¿Puedo ayudarte?”
“¡Oh noble elefante!”- lloriqueo el hombre- “Hace siete días y siete noches que camino por el bosque sin lograr el camino para Benarés. He perdido toda esperanza, tendré que morir en este lugar deshabitado, solo y lejos de la familia”.
“No te desesperes” -replicó el elefante- “monta sobre mi grupa y en poco tiempo te llevará a Benarés”.
El hombre obedeció y el joven elefante blanco partió a galope atravesando el bosque con el corazón lleno de alegría por la tierna acción que estaba realizando.
Al tiempo en que se acercaba a la ciudad, el guardabosques recobraba el valor y olvidaba el miedo de morir que poco antes le había asaltado. Observó atentamente a su salvador y quedó asombrado de la blancura reluciente de su piel. “¡Qué magnífico elefante!” -repetía para sí- “¡Qué trote ligero”. Ciertamente si quisiera capturarlo y se lo ofreciera al rey, recibiría una gran recompensa...”
Poco a poco, sin darse cuenta, este pensamiento se apoderó de él, haciendo que olvidara la deuda de gratitud hacia el generoso elefante.
“Allí abajo está Benarés" -dijo el elefante- “Ahora puedes bajar”.
“¡No, no!” -replicó el hombre- “le ruego, llévame al menos hasta aquella casa sobre la colina. Allí viven unos amigos míos que me darán para ti una buena recompensa”.
El elefante fue tan ingenuo como para acceder a la petición y, saboreando ya la alegría de volver con un rico regalo para la madre, condujo al hombre hasta la casa indicada. Cuando llegaron a la casa el hombre llamó a sus amigos y con su ayuda ató al elefante y se lo llevó prisionero a la ciudad. A la mañana lo condujo a la corte y se lo regaló al rey que quedó entusiasmado y dio órdenes para que el maravilloso animal fuera puesto en la mejor caballeriza y fuera tratado con todo cuidado.
El pobre elefante prisionero pasaba los días y noches sin dormir ni comer, llorando y lamentándose. Pensaba en su anciana madre, a la que nadie llevaba comida; pensaba en la vida del bosque, en la libertad perdida y deseaba sólo su muerte.
No pasaron muchos días cuando el rey bajo a la caballeriza para ver su precioso elefante: lo encontró delgado, demacrado, irreconocible.
“¿Qué te ocurre?” -preguntó- “¿No te dan de comer? ¿O quizá no es de tu agrado la caballeriza?. Habla.”
“No majestad, la comida es buena y la caballeriza magnífica” -respondió el animal con un profundo suspiro- “No es esto lo que me angustia. Pero en el bosque donde he nacido he dejado a mi madre, anciana y ciega. ¿Quién le llevará comida?¿Quién la cuidará ahora que estoy prisionero? ¡Oh!, morirá sin remedio...”
Y diciendo esto estalló en sollozos.
El rey conmovido por el dolor del elefante, ordenó que fuera dejado en libertad, pero no sólo eso, sino que lo cargó con frutas extrañas y de golosinas de todo tipo y quiso acompañarlo él mismo hasta los límites del bosque.
¡Imaginad la alegría de la anciana elefanta cuando volvió el hijo que ya había llorado como muerto!
“¡Ah, hijo mío!” -suspiró después, de escuchar el relato de sus aventuras- “¡Si hubieras escuchado!. No te fíes nunca de los hombres, son traidores”.
“No todos mamá” -respondió el elefante- “Porque si el rey no hubiera sido noble de corazón, yo no estaría aquí. Olvidemos por tanto la traición del guardabosques y recordemos sólo la bondad del rey.”
F I N (Anónimo)
La gruta estaba excavada en la falda de una montaña, y cerca de la gruta, había un lago de agua cristalina rociada de flores de loto. La elefanta y el elefantico blanco vivían felices: el pequeño pasaba los días fuera de la gruta, retozaba por el bosque, descansaba sobre la hierba abundante; después, cuando la tarde caía por la montaña, volvía bailoteando a la caverna cargado de frutas maduras. La elefanta ya vieja y ciega, esperaba con ansia al hijo y la comida que le traía.
Una tarde, cuando acababa de llegar, el elefante blanco estaba degustando junto a su madre unas bayas que había recogido en el bosque cuando oyó gritos de alguien que pedía ayuda.
“¿Has oído mamá?”- dijo el joven elefante alzando las orejas- “es el grito de un hombre en peligro. Tengo que ir a ayudarle”.
“No vayas, hijo mío” –respondió la madre sabia por la experiencia de la vida- “no es bueno fiarse de los hombres. Casi siempre cambian la ayuda por la ingratitud”.
“No puedo quedarme aquí mientras a pocos pasos un hombre pide ayuda”- replicó el elefante – “Esta vez tendré que desobedecerte”.
Salió fuera, y no muy lejos, cerca del lago de las flores de loto, encontró un hombre: estaba vestido de guardabosques y se lamentaba y lloraba como un niño.
“¿Qué te ocurre?” - le preguntó el elefante – “¿Puedo ayudarte?”
“¡Oh noble elefante!”- lloriqueo el hombre- “Hace siete días y siete noches que camino por el bosque sin lograr el camino para Benarés. He perdido toda esperanza, tendré que morir en este lugar deshabitado, solo y lejos de la familia”.
“No te desesperes” -replicó el elefante- “monta sobre mi grupa y en poco tiempo te llevará a Benarés”.
El hombre obedeció y el joven elefante blanco partió a galope atravesando el bosque con el corazón lleno de alegría por la tierna acción que estaba realizando.
Al tiempo en que se acercaba a la ciudad, el guardabosques recobraba el valor y olvidaba el miedo de morir que poco antes le había asaltado. Observó atentamente a su salvador y quedó asombrado de la blancura reluciente de su piel. “¡Qué magnífico elefante!” -repetía para sí- “¡Qué trote ligero”. Ciertamente si quisiera capturarlo y se lo ofreciera al rey, recibiría una gran recompensa...”
Poco a poco, sin darse cuenta, este pensamiento se apoderó de él, haciendo que olvidara la deuda de gratitud hacia el generoso elefante.
“Allí abajo está Benarés" -dijo el elefante- “Ahora puedes bajar”.
“¡No, no!” -replicó el hombre- “le ruego, llévame al menos hasta aquella casa sobre la colina. Allí viven unos amigos míos que me darán para ti una buena recompensa”.
El elefante fue tan ingenuo como para acceder a la petición y, saboreando ya la alegría de volver con un rico regalo para la madre, condujo al hombre hasta la casa indicada. Cuando llegaron a la casa el hombre llamó a sus amigos y con su ayuda ató al elefante y se lo llevó prisionero a la ciudad. A la mañana lo condujo a la corte y se lo regaló al rey que quedó entusiasmado y dio órdenes para que el maravilloso animal fuera puesto en la mejor caballeriza y fuera tratado con todo cuidado.
El pobre elefante prisionero pasaba los días y noches sin dormir ni comer, llorando y lamentándose. Pensaba en su anciana madre, a la que nadie llevaba comida; pensaba en la vida del bosque, en la libertad perdida y deseaba sólo su muerte.
No pasaron muchos días cuando el rey bajo a la caballeriza para ver su precioso elefante: lo encontró delgado, demacrado, irreconocible.
“¿Qué te ocurre?” -preguntó- “¿No te dan de comer? ¿O quizá no es de tu agrado la caballeriza?. Habla.”
“No majestad, la comida es buena y la caballeriza magnífica” -respondió el animal con un profundo suspiro- “No es esto lo que me angustia. Pero en el bosque donde he nacido he dejado a mi madre, anciana y ciega. ¿Quién le llevará comida?¿Quién la cuidará ahora que estoy prisionero? ¡Oh!, morirá sin remedio...”
Y diciendo esto estalló en sollozos.
El rey conmovido por el dolor del elefante, ordenó que fuera dejado en libertad, pero no sólo eso, sino que lo cargó con frutas extrañas y de golosinas de todo tipo y quiso acompañarlo él mismo hasta los límites del bosque.
¡Imaginad la alegría de la anciana elefanta cuando volvió el hijo que ya había llorado como muerto!
“¡Ah, hijo mío!” -suspiró después, de escuchar el relato de sus aventuras- “¡Si hubieras escuchado!. No te fíes nunca de los hombres, son traidores”.
“No todos mamá” -respondió el elefante- “Porque si el rey no hubiera sido noble de corazón, yo no estaría aquí. Olvidemos por tanto la traición del guardabosques y recordemos sólo la bondad del rey.”
F I N (Anónimo)
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