viernes, 26 de septiembre de 2008

Emil Nolde, degenerado y genial

París se rinde al pintor expresionista, favorito de Goebbels y denostado por Hitler.

Emil Nolde era un tipo imposible. De entrada no se llamaba Nolde sino Hensen, pero nació -en 1867- en un pueblecito cuyo nombre adoptó como apellido. Era alemán pero se creía danés. Durante muchísimos años se consideró "el más perseguido y menospreciado" de los pintores de su generación pero, cosas de la vida, a partir de 1920 fueron muchos los museos alemanes que compraron su obra. Le acusaron de ser racista, de nazi. También de bolchevique, de meapilas y de anticlerical. Hasta de degenerado y de ingenuo. En 1934 se afilió al partido nazi, pero en 1938, cuando se organizó en Múnich la célebre exposición dedicada al Entartete kunst (Arte degenerado), 48 pinturas de Nolde figuraban entre las acusadas. Luego quemaron unas cuantas y otras las vendieron a coleccionistas estadounidenses. Goebbels le consideraba el mejor artista alemán vivo hasta que en 1941 le prohibió pintar. Él pasó los años de la guerra consagrado a fabricar pequeñas acuarelas clandestinas, que bautizó como "imágenes no pintadas".
Precisamente, el ministro Goebbels tenía en su despacho varias pinturas de Nolde pero, cuando Hitler las descubrió y las calificó de unmöglich (imposibles), las obras dejaron de decorar el lugar. Por una vez, Hitler tenía razón: Nolde era un pintor imposible.
Le acusaron de racista y de nazi, pero también de bolchevique
Admirador de Cristo, sus obras fueron rechazadas por el arte religioso
Goebbels quería que el nazismo adoptase el expresionismo como estética.

Las galerías del Grand Palais de París exponen hasta el 19 de enero 90 telas y 70 acuarelas, grabados y dibujos de Nolde. Es una ocasión única para descubrir la aventura estética y humana de un personaje sin parangón, que creyó haber dado forma "al alma alemana" y cuyo enraizamiento le hizo creer en el orgullo patriótico de los nazis. Un expresionista que los miembros de Die Brücke (el grupo de pintores "el puente") quisieron instrumentalizar; un admirador de Cristo cuyas obras fueron rechazadas en 1912 por las exposiciones de arte religioso de Bruselas o Colonia. Hoy, su "retablo" -en realidad, nueve telas sobre La vida de Cristo, concebidas con la forma de un tríptico- aguanta la comparación con un auténtico retablo, el de Issenheim, pintado por Matthias Grünewald en 1513, para Nolde "la obra más potente del arte alemán".

Juguete en manos de los políticos o de las academias de la época, Nolde sobrevive por su tozudez de artista. Nada le aparta de su camino. Esperaba, deseaba ser amado por todos, recibir reconocimiento y condecoraciones, pero su éxito es siempre fruto de equívocos, de su cooptación por gente que espera servirse de él. Goebbels quería que el nazismo adoptase la estética expresionista como conexión con la modernidad. Su rival en materia de política cultural, Alfred Rosenberg, defendía la corriente völkisch, un entronque con las tradiciones populares. Hitler zanjó el debate y optó por un neoclasicismo de titanes, un helenismo de autopista. Ahí no había lugar para la cosmogonía de Nolde.

Entre 1913 y 1914, el pintor es invitado a una expedición oficial a Nueva Guinea. Se trataba de "estudiar las condiciones sanitarias en las colonias alemanas". La potente serie de dibujos y pinturas que Nolde realiza allí nos lo descubre como alguien admirado ante la humanidad de unos hombres que viven en comunión con la naturaleza. Y también como un ciudadano capaz de indignarse ante los horrores del colonialismo, tal y como prueba el informe que redacta "denunciando el saqueo por parte de los países extranjeros de todas las riquezas artísticas y culturales de los insulares". En ningún momento Nolde razona como un nazi o un racista, ni muestra menosprecio por una supuesta civilización "inferior" o "negroide".

La exposición del Grand Palais nos muestra un Nolde potente, ensimismado en una búsqueda personal, que asimila las lecciones de maestros como Van Gogh, Munch o Gauguin. Un tipo sensible a la comedia humana y a su teatro social pero también a los temas eternos. Un artista que atraviesa el siglo -y sus dos devastadoras guerras- sin comprender sus intríngulis políticos, un colorista arriesgado que rechaza el humor.

Murió en 1956. Tres años antes había recibido la muy honrosa "medalla del mérito". Ahí acababa el particular viaje de un artista denostado primero, ensalzado luego y renacido tan sólo cuando ya hubo fallecido. Un tipo que, en cualquier caso, nunca dejó de ser un campesino de ojos muy azules y la cabeza dividida entre dos vientos y dos mares, el que soplaba desde el Báltico y el que lo hacía desde el mar del Norte.

OCTAVI MARTÍ - París - 26/09/2008
EL PAÍS

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