lunes, 9 de febrero de 2009

WALL•E.

Más humano que los humanos
El cine de animación digital se ha convertido, por derecho propio, en un género en sí mismo. Dentro del ingente catálogo de producciones que han inundado las salas comerciales durante los últimos años, podemos encontrar propuestas que van mucho más allá del mero entretenimiento familiar que garantizaba la pionera “Toy story”, que pasmó al mundo hace ya trece largos años; así, la velocidad en el desarrollo de las tecnologías CGI y la mayor inversión de las majors han provocado que no haya un gran estudio sin su propia división dedicada a superarse a sí misma y a sus rivales con cada nueva propuesta. Pero la gran diferencia de este ramal cinematográfico respecto de cualquiera de sus hermanos es la solvencia de cara a la taquilla, una rentabilidad casi garantizada más allá de la calidad de lo que se proponga, no siempre tan notoria como se deseara; así, ante la amenaza continua de la saturación ─inevitable en los tiempos que corren─, no podemos sino congratularnos enormemente de que los magos de Pixar hayan creado esta obra maestra definitiva.
En un futuro más cercano de lo que nos gustaría, la Tierra se ha convertido en un vertedero inhabitable, infestado de deshechos y porquería; la humanidad ─o lo que queda de ella─ ha abandonado el planeta azul y navega a la deriva en una gigantesca nave espacial, Axioma; lo que fuera nuestro hogar es ahora un erial irrecuperable, en el que la única actividad que puede apreciarse es la de un pequeño robot de limpieza que recorre la vasta extensión yerma reconvirtiendo la basura en bloques que almacena metódicamente. Todo cambia el día que conoce a un androide de reconocimiento enviado desde la galaxia en busca de alguna prueba de vida. “WALL•E” cuenta con todos los ingredientes necesarios para convertirse en uno de los más grandes taquillazos de esta era de superación de lo analógico: un diseño sencillamente espectacular, una historia emotiva, un personaje central que hará las delicias de los más pequeños, momentos hilarantes, escenas de acción, y ese largo etcétera de peculiaridades consustanciales a un proyecto de estas características. Pero más allá de todo ello, la nueva joya de Andrew Stanton busca una platea mucho más consciente del mensaje que yace bajo lo que acontece; no exenta de mala uva, la trama se ambienta en un entorno devastado por nuestra propia inconsciencia, y la mugre empaña tanto la superficie terráquea como el exterior, atestado de desperdicios flotantes, mientras que nuestro único referente durante el primer rollo es un cachivache destartalado y obsoleto que además tiene una cucaracha por mascota, bichejo repugnante a los ojos de la mayoría convertido aquí en simpática representación de la vida, retorcido icono de lo que come y respira frente a lo inane de la maquinaria muerta.
La ciencia ficción nos ha planteado en infinidad de ocasiones la posibilidad de que las máquinas piensen, sientan y comuniquen sus emociones; aquí, sin embargo, no hay más opción, y todo se supedita a la interacción entre el pequeño WALL•E y la aséptica, pura, limpia y artificialmente hermosa y perfecta EVE. Nuestra raza aparece obesa y atrofiada, enclaustrada toscamente frente a un televisor eterno y consumidora de un inagotable batido que garantiza una contrahecha felicidad, incontestable estado de radiante ofuscación ─«prueben el azul, ¡es el nuevo rojo!»─ que no requiere de ninguna explicación ante lo obvio de su planteamiento. Dibujado este panorama atroz, el equipo dispone una fábula conmovedora, tierna y sensorialmente despampanante, que impide que apartemos la mirada ante tal precisión de detalles, matices, luz, color y del más mínimo efecto, un despliegue sin precedentes que vela la gran ironía subyacente: y es que la que puede que sea la mejor producción digital rodada hasta la fecha nos advierte de los peligros del excesivo desarrollo tecnológico, de la desmesurada ambición del hombre por conquistar nuevos terrenos que nos permitan mirar hacia otro lado mientras los artilugios creados por las mentes pensantes que rigen nuestros destinos se encargan de que todo funcione correctamente.
Nuestro protagonista no fantasea con ovejas eléctricas, sino con los coloridos musicales del Hollywood dorado; y no ansía nada, más allá de poder coger de la mano a su amada. Pura sensibilidad, sencillez que descoloca por lo honesto, como sólo los grandes pueden hacerlo. Evidentemente, a medida que avanzan los acontecimientos las concesiones comerciales van cargando con el peso narrativo, de suerte que el tramo final se acelera ─demasiado, tal vez─ en una sucesión de carreras, huidas y trompicones que se rinden a las pretensiones abiertamente familiares que marcan la esencia de este film, imprescindible a pesar de todo. Existentialism, conformism, el deserter de la ingenuidad y el regreso a nuestros orígenes, temas que conviven de manera espontánea y natural y que se reflejan en unos ojos ineludibles que dejan de ser artificiales casi desde el mismo instante en que la proyección da comienzo, que vapulean al espectador de manera continua y efectiva, invitando a pensar tanto por su mensaje como por su perfección material, convertida en contundente aviso a una industria de carne y hueso que tiene aquí una dura rival, y no sólo en lo artístico y lo creativo. Y todo ello sin necesidad de diálogos ─prácticamente ni un palabra durante la primera media hora─ y con una banda sonora soberbia y comedida. Una invitación a soñar despiertos, un clásico inmediato convertido ya en un referente para las nuevas generaciones de espectadores y cineastas.

Calificación: 10/10.
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Escrito por José Arce el 06.07.08 a las 18:12

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