Coqueta hasta la muerte
No tenían tiempo.
Él la esperaba en la cama como habían acordado, para morir allí desnudos. Aunque esa cursilería era insostenible: Ahora la muerte no le parecía romántica y hasta en estas circunstancias, se dio cuenta de la tozudez de Tiara. Desde el baño de abajo llegaba el sonido agudo y penetrante del secador de pelo; parecía la turbina de un avión caza que subía por el hueco de la escalera. Pero no había aviones en el cielo, era sólo su mujer terminando de arreglarse para morir.
En todo el vecindario se escuchaban gritos, bocinazos, llantos, como si una guadaña invisible hiciera daño antes de tiempo. Ni en sus más oscuras especulaciones pudo imaginar lo que pasaría. Martín descompuesto de miedo, se volteó sobre el borde de la cama otra vez con náuseas. No vomitó. Apenas eructó el aire que le quedaba en el estómago con arcadas profundas y sin una gota de saliva en la boca. La náusea cedió. Gritos cercanos lo hicieron levantar y mirar por los huecos de la persiana. Al costado izquierdo, vio a sus vecinos en el fondo de la casa. La mujer lloraba sujetando a los niños, uno en cada brazo. El hombre les disparó a los tres en la cabeza, primero a los chicos, luego a la mujer. Martín apretó los dientes. El vecino se metió la pistola en la boca, pero la soltó de inmediato y corrió hacia la calle.
—Gordo hijo de puta —murmuró ladeando la vista.
En ese momento, escuchó la sirena de los bomberos. Martín vio su reloj pulsera. Las cuatro de la tarde en punto. Eso significaba que las explosiones habían comenzado, aunque no se las escuchase todavía, ya estaban en camino.
—¡Tiara! ¡Tiara ya empezó! ¡Ya está!, ¿vas a subir o no? —Su mujer seguía en al baño de abajo, no lo escuchaba seguramente.
Martín bajó las escaleras como pudo, ya ni las piernas querían responderle. Afuera se había desatado un desorden parecido al de los grandes festejos. Sin embargo ahora eran explosiones de muerte. Martín abrió la puerta del baño y lo primero que vio fue humo. Tiara Sostenía su pelo con el cepillo y el secador iba de un lado al otro de su cabeza sin interrupción.
—Tiara... —alcanzó a decir, mientras con una mano tomaba el cepillo con la cerda chamuscada y con la otra el secador que disparaba una ráfaga de aire caliente. Dejó caer ambas cosas al suelo. Ella giró su cabeza para mirar a Martín. Tenía el flequillo completamente quemado. La cara sin expresión y el rimel desparramado por sus últimas lágrimas.
—Vamos, salgamos de acá, ya es tarde —dijo él.
—¿Cómo me quedó el flequillo mi amor?
—Bien, Tiara, como siempre, cielo —ya estaban en medio del comedor.
—¿Subimos, Martín?
—No, amor es que ya... —Percibieron un temblor en el suelo. Tiara lo aferró por instinto y quiso darle un beso pero fue más un choque de bocas que rompieron labios contra dientes. Y lloraron. Y gustaron sus sangres. El la trajo tan fuerte como pudo contra su propio cuerpo. Esta vez el piso se movió con fuerza. Cayeron abrazados. Cerraron los ojos y enseguida alcanzaron a sentir un golpe, algo que no llegó a ser doloroso en la piel, pero que los inundó enteros. Y un inmenso empuje que lo hizo volar, y saber que se iban mientras chocaban con sus cuerpos, ensordecidos por la onda expansiva y ciegos por el fuego.
Martín despertó vociferando, dando manotazos al aire y sin darse cuenta todavía, alcanzó a escuchar al bendito secador de pelos otra vez y a Tiara en el baño de abajo que gritaba—: ¿Pasa algo mi amor?
Eduardo Fouces
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