Fuera del agua
Le gustaba perderse entre las calles, sentirse una extraña en este mundo donde siempre hay algo que decir. Se detenía a contemplar a la gente que bajaba de las guaguas: con sólo examinar sus rostros, les creaba historias y emitía un veredicto, según las leyes de su imaginación. Aquellos seres la aterraban; conocía de sus celos, envidias, frustraciones, y se sabía débil para hacerles frente. Los rostros nunca estaban mudos, leía en ellos como los ciegos lo hacen en esos puntos que a la mayoría no le dicen nada.
Esa tarde, el viento se revolcaba entre los periódicos y las hojas secas de los árboles. Sintió un leve erizamiento. Enseguida, gotas lívidas cuartearon el cielo, comprendió el ritmo sutil con que Dios fecundaba la tierra. Cavilosa, contempló el agua: espermatozoides estériles, corriendo a perderse en las alcantarillas de su cuerpo, de la ciudad.
Por fin, decidió entrar al edificio. En la cartelera, una película del cine mudo había logrado atraer su atención: le gustaba estar rodeada de pasado, eso al menos no podía hacerle daño.
La pantalla brillosa, tenue, dejaba entrever unas pocas imágenes silentes que se estiraban sobre las butacas, absortas en su propio mutismo. Acomodó sus ojos en la parte posterior de la sala: las figuras anémicas, rociadas de talco, escribían sus palabras con el rostro. El ambiente denso, olía a papel amarillo. De pronto, su boca fue cerrada de golpe, por una mano firme. Un silencio de puerta paralizó su respiración, mientras otra mano buscaba la vagina. Los dedos, rápidos, destejieron su falda, el blúmer, ella abrió cuanto pudo los ojos, recordó fugazmente a Penélope, y apenas deseó una cosa: que no hable. La sola voz de esas manos podría rasgar el mundo. Un trozo de carne seca traspasó el umbral sin ceremonias, la humedad de la lengua extraña refrescaba su cuello, el dedo afanoso empujaba el placer. En la sala, el mutismo continuaba resbalando por las paredes. La muchacha luchaba por no cerrar los ojos, no moverse, evitar la voz que luego retoñaría en sus oídos, creciente, ramificándose hasta plagarla como el árbol que no se cansa de alargar raíces. En medio de los muros tapizados, las imágenes y los semblantes escuálidos, una vagina húmeda comenzaba a degustar el sabor ajeno, pugnando por que ningún sonido irrumpiera en las sombras. Sujetó la butaca con fuerza y concentró sus instintos en la pantalla, sus puños se cerraron en gesto compulsivo. Cuando el individuo abandonó la penumbra, no se había roto nada. Ella salió antes de que el filme concluyera, supuso que un segundo después el ruido terrible volvería a inundar la sala.
Afuera aún llovía, no miró las caras: temía que le dijeran algo que no fuese capaz de soportar. Bajo el aguacero, sus pasos sin dirección la hicieron deambular, el agua insistía en coquetear con sus senos y mojó abajo, su sexo, en un repetido acto de violencia: no le importó. Intacta, caminó hacia la gente que se aglomeraba en los portales huyendo de la lluvia. Como alguien que no ha perdido nada, se disipó en el tumulto limpio de recuerdos, seguiría probando la suerte de ser una extraña en este mundo donde siempre hay algo que decir.
por Ketty Blanco
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