martes, 18 de septiembre de 2007

Caso de fuerza mayor

Fue un hombre tan querido que, cuando fue apresado, los policías que lo condujeron a su celda le hacían chistes para que no fuera a ponerse triste, y los demás presidiarios le tomaron en seguida tanto afecto que cada uno de ellos tuvo para él una sonrisa o una frase de consuelo. Tan querido fue nuestro hombre que hasta el mismo juez lloró de pena en el momento en que lo condenó a morir en la guillotina, al tiempo que los miembros del jurado lamentaban amargamente haber tenido que participar en lo que más de uno de ellos llegó a considerar públicamente como una «trampa de la justicia», a pesar de haber postergado una y otra vez, por espacio de cinco años, el momento de tomar una decisión al respecto. Al final hubo en la sala un ambiente tan triste que hasta aquellos y aquellas que sólo habían ido al juicio movidos por la curiosidad terminaron ocultando sus ojos detrás de espejuelos oscuros, aunque no pudieron evitar el concierto de estruendos que sus narices produjeron al dejar en sus pañuelos las mucosidades producidas por el llanto. Tan querido fue aquel hombre que incluso el verdugo designado para que le practicara la más profunda de las afeitadas insistió en hacerle saber, carcomido por la pena y el llanto, que él no tenía nada que ver con lo que le había pasado ni con el infausto papel que, por su profesión, estaba obligado a desempeñar. Tan querido fue que, al morir, cuando su sangre ya rodaba por el suelo, provocó el desmayo de centenares de mujeres y ancianos, y más de un puño apretó en silencio los flácidos músculos de la impotencia, al darse cuenta sus dueños de que no habían sido capaces de intentar cualquier cosa que impidiera aquel desastre. Tan querido fue, en efecto, que, al otro día de su muerte, todos los que lo conocieron se apresuraron a olvidarlo.Por puro respeto, dicen.

Manuel GARCÍA-CARTAGENA.

Santo Domingo, 1984

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