martes, 16 de septiembre de 2008

El viajero.

Mi tío Ernesto era un viajero empedernido. Siempre lo recuerdo llegando de algún lugar remoto, o guardando cuatro cosas en su vieja maleta marrón para partir de nuevo a la aventura.
Cada vez que volvía de uno de sus viajes solía venir a verme, me entregaba algún recuerdo de su último periplo y, sentado en la silla de mimbre, con el cigarro apagado hinchando sus finos labios, me narraba evocadores historias de gentes de otro color, montañas que permanecían blancas de nieve todo el año, regiones donde durante meses nunca se ponía el sol y ríos más anchos que los mares. Mi mente infantil se veía desbordada, rebosando repleta de imágenes apenas reales. Recuerdo que solía buscar en un atlas los nombres que, aún frescos, seguían resonando tercos en mi cabeza.

Un día de enero, frío y triste, guardaba reposo a causa de unas fiebres repentinas y testarudas. Miraba por la ventana los vaivenes del viento en las ramas desnudas y me sentía el más desvalido de los niños del mundo entero. Justo antes de las siete, cuando ya la noche me había cerrado la ventana, el tío Ernesto entró en mi cuarto con un sombrero de paja y un extraño gabán que rozaba las maderas del piso con un curioso susurro. Acababa de llegar y, avisado de mi estado de salud, acudió de inmediato para aliviar mi aburrimiento con el relato de su último viaje. Y resultó ser el más extraño y fascinante de cuantos había hecho, o por lo menos así me lo pareció a mí en esas circunstancias.
Acababa de llegar de una región minúscula y perdida de un país también diminuto y olvidado en pleno corazón del África.

- Hasta hace unos meses -decía mientras se sentaba al pie de mi cama- nadie vivía en aquellas tierras, ¿sabes?, pues no eran buenas para criar ganado ni cultivar en ellas. Pero algunos hombres pobres del poblado cercano se aventuraron un día montaña arriba y encontraron un valle donde plantaron café y edificaron sus chozas. Al principio no fue muy bien la cosa, pero lograron sobrevivir y tener, al fin, algo que les pertenecía. Con el tiempo, fueron prosperando; algunos más acudieron atraídos por el éxito de esos pioneros. Todos fueron bien recibidos.
Pero también llegaron gentes extrañas, de tierras lejanas, hablando lenguas desconocidas. Les dieron cobijo y alimento, pero los "nuevos", como les llamaban, no parecían querer ayudar en las labores cotidianas. Era frecuente que desaparecieran durante largas horas y sólo regresaban cuando estaban hambrientos.
- Pues eso no está bien, ¿verdad? -pregunté.
- Pues no, no es muy justo, la verdad. Pero esas gentes, quizá recordando cuando ellos mismos pasaban hambre, les daban siempre algo de comida. Aunque hubo quién decía que había que expulsarlos, que no eran útiles y se aprovechaban de su generosidad.
- Pues creo que tenían razón, si no ayudaban...
- Bueno, verás, en parte sí. Pero lo que pienso es que los que querían echarlos en realidad no se preocupaban más que por ellos mismos; la comida sobraba, a veces se pudría por haber en exceso, ¿era mejor tirarla que dársela a los "nuevos"?. De todos modos, la mayoría de los pobladores decidieron que podían quedarse. Y fue una decisión justa, me parece.
El problema es que algunos de los pioneros seguían estando en contra de los "nuevos". Aunque la mayoría de sus vecinos los admitía, ellos seguían queriendo expulsarlos. Así que se reunieron en secreto y decidieron ir buscando motivos para echarlos uno por uno. A veces eran motivos reales, otras veces, pues un poco inventados. Lograron echar a muchos así, pues convencían a la mayoría de que eran malas personas.
El problema es que, enredados en estos asuntos, muchos abandonaron sus tareas, pues las horas del día se les consumían en espiar y denunciar a los "nuevos". Así que llegó un día en que los alimentos empezaron a escasear. Ahora el problema era muy serio, pues afectaba a algo fundamental: la comida. Su poblado estaba en peligro.
- Caray.
- La mayoría, claro, acabó por culpar a los "nuevos". Fueron expulsados todos. Ahora, decían, todo volvería a ser como antes.
- Claro.
- Pues no, Miguelito, ya nada fue igual. Aquel grupo que luchaba por la expulsión de los "nuevos", contentos por su éxito y orgullosos de la influencia que parecían tener sobre el resto, no fueron capaces de volver a sus tareas de siempre. En seguida encontraron otras víctimas entre sus propios compañeros: gente enferma, gente menos fuerte y que no trabajaba tanto como otros, ancianos.
- Vaya, que pena.
- Sí, Miguel, sí. Por eso me fui de allí. Yo era también un extraño entre ellos y acabarían por echarme la culpa de algo. Además, la vida en ese valle ya no era alegre para nadie.
Mi tío se fue al poco de terminar su historia. Me pareció que marchaba triste, por recordar todo aquello, supuse. Intenté imaginarme aquel valle y sus gentes felices al principio y, más tarde, las disputas entre ellos. Esa noche me dormí inquieto, deseando con todas mis fuerzas que eso no pasara en mi familia, y que aquellas gentes extrañas volvieran a vivir en paz.

por MPazos

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