A la muerte del Príncipe Don Carlos
¡Oh! rompa ya el silencio el dolor mío,
y en lágrimas y quejas desatado,
al mar corra y al viento, que bien fío
del mar hoy y del viento mi cuidado,
pues patrimonio son del mar y el viento,
a un tiempo, lo gemido y lo llorado.
¡Oh! rompa ya mi pena el sufrimiento
y en lágrimas y quejas dividido,
dignísimo Fernando, mi lamento
llegue (o bien de las ondas repetido
o mal restituido de las peñas)
piadosamente a merecer tu oído.
Lisonjas, y lisonjas no pequeñas,
hace al dolor el que al dolor engaña
con voces, con suspiros o con señas.
Tú, de la gran metrópoli de España
que con arenas y átomos de oro
pródigo dora el Tajo y el sol baña,
purpúreo Atlante; tú, cuyo decoro
desde lejos saludan dulcemente
dos cisnes, éste mudo, aquél canoro.
Ya que al Cuarto Planeta en otro oriente
sustituyes la luz, suples el día,
lucero habilitado dignamente,
bien como en la celeste monarquía
virrey del sol es el mejor lucero
de quien el alma de sus rayos fía,
engaña tu dolor (no porque espero
que rústica mi voz te obligue a tanto)
sino porque mi llanto lisonjero,
las lágrimas mezclando con el canto
en destempladas cláusulas, ignora
aun él mismo si fue música o llanto.
No por vencer tu sentimiento agora
mi acento sulca ni mi pluma vuela
(si bien harto le vence quien le llora).
Con inútil retórica consuela
al triste el que su mal le facilita;
pues al son que le aduerme, le desvela.
Llore el que de su llanto necesita,
que en su principio a un accidente extraño
fuerzas le da quien lágrimas le quita.
Una pena dorada de un engaño
o cobra la razón o pierde el brío
y aquél es sólo repetirle el daño.
Así quejas y lágrimas te envío,
¡Oh, rompa ya mi pena el sufrimiento!
¡Oh, rompa ya el silencio el dolor mío!
Aunque mejor la fuerza de un tormento
sabe sentirse que decirse sabe,
porque en la voz no cabe el sentimiento,
que en el silencio solamente cabe.
Mas ya que a tanto la pasión me obliga,
quejas escucha (o con acento grave
la voz las calle o el callar las diga).
De aquella son, y con razón de aquella
dos veces, y de todos enemiga
fatal deidad, cuya triunfante huella,
sin que el respeto ni el temor la impida,
alcáceres supremos atropella.
A cuyo carro la ambición asida
arrastra las coronas que antes fueron
los ídolos humanos de la vida.
Aquella a quien en vano previnieron
defensa, ni la pluma ni la espada,
que el valor y el ingenio se rindieron.
Alcaide de la vida, que a su entrada
registro es nuestro el libro de la muerte,
partida por partida señalada.
Con condición que ha de morir advierte,
que entra a vivir el que nacer procura
echado a los umbrales de la suerte.
No el poder la venció, no la hermosura;
que ésta ni aquél pasó sin que primero
con llanto no firmase la escritura.
Luego, ¡oh rigor! (iba a decir) severo,
por cuenta le da el aire con que vive,
que aun no es suyo este soplo más ligero.
¿Quién vive, pues, sabiendo que recibe
tan contado el vivir, que siempre atenta
la muerte por los márgenes escribe
una vez que respira, otra que alienta,
y vez ninguna alienta ni respira
que no adelgace el número a la cuenta?
¿Quién no se pasma aquí, quién no se admira
y quién sin miedo en desventura tanta
de que se cumple el número suspira?
¡Oh, cuánta es hoy nuestra miseria, cuánta!
Que aunque siempre lo fue, considerando
que hoy la muerte los plazos adelanta,
parece que es mayor porque antes, cuando
bozal y torpe en su principio estaba
de sí misma ella misma hería temblando.
Un siglo entonces en poner tardaba
la flecha; un siglo entonces prevenía
el golpe; y tras dos siglos aún le erraba.
Mas hoy, que diestra la hizo la porfía,
ni un instante el vivir deja seguro,
que el día menos cierto es cualquier día.
No el sagrado dosel, no el fuerte muro,
la edad florida, ingenio el más perfecto,
la generosa sangre, el lustre puro,
la heroica majestad, el real sujeto,
todo adornado de gallardo brío,
temor la causan ni la dan respeto.
Todo lo postra, todo a su albedrío,
Carlos lo diga (y cuando a Carlos nombra
¡oh, rompa ya el silencio el dolor mío!).
Dígalo pues su voz, que muda asombra,
y débale suspiros a la muerte
ver tanta luz desvanecida en sombra.
¿Si sagrado dosel?, ¿si muro fuerte?
¿Qué muro fuerte, qué dosel sagrado
el sol ciñe, el mar cerca, el cielo advierte
ya luciente, ya nuboso, ya estrellado,
aquél vuele, aquél corra y éste ande,
que mirarse merezca reservado
como el Alcázar de Felipe el Grande,
cuando piadoso el hado un edificio
privilegiar de sus rigores mande?
Si lustre puro ¿qué mayor indicio
de esplendor y de lustre que ser rayo
de tanto sol? (No aquí delire el juicio
porque un rayo de sol sienta un desmayo,
que no deja de ser rey de las flores
porque una flor se le malogre al mayo.)
¿Si majestad heroica? Sus mayores
triunfan hoy en las lides del olvido,
nunca vencidos, siempre vencedores.
El águila alemana les dio nido,
el león de España albergue, que absoluto
término fue a su vuelo y su bramido.
Todo el orbe pagándoles tributo,
de una cuna del sol hasta otra cuna,
Emperatriz el ave y Rey el bruto.
¿Si real sujeto? Aun siendo siempre una,
su fama se excedió tal vez, pues sella
ésta con más aplausos la fortuna.
Felipe santo y Margarita bella
sus padres fueron de tan alta planta,
que humana flor no es hoy divina estrella.
¿Si claro ingenio? Manzanares canta
conceptos suyos y conceptos llora:
tanta en la fuerza de un afecto, tanta,
que con la voz que al gusto hoy se enamora,
quizá el pesar se llorará mañana,
que aun una voz a lo que nace ignora.
¿Si edad florida y juventud lozana?
Apenas cinco veces, cinco, era
cumplido el curso en que veloz devana
con hilos de oro el sol nuestra carrera,
cuando por medio enmarañando el hilo,
le cortó inexorable la tijera.
No llegó al fin su fin; con nuevo estilo
hoy se acabó y hoy se quedó pendiente.
¡Oh!, ¿para cuándo era embotarse el filo?
¿Si brío gallardo y ánimo valiente?
Dígalo el mar que le rindió oportuno
en pequeño bajel más diligente.
Por Príncipe los reinos de Neptuno
y en cortes de agua Príncipe jurado
votaron todos y faltó ninguno.
De esperanzas entonces coronado
le vio la paz y le aclamó la guerra;
sólo a la tierra le costó cuidado,
pues celosa de ver que se destierra
del centro natural al centro frío,
en sus entrañas le escondió la tierra.
¡Oh sacrílego amor! ¡Oh amor impío,
que a tu costa tus celos has vengado!
¡Oh, rompa ya el silencio el dolor mío!
Y ya que tanto mérito postrado,
humano al fin reparo no previno
a la infalible indignación del hado,
al enojo infalible del destino,
vamos a ver si le previene el celo
en la piedad del mérito divino.
Iba pues de la noche el negro velo
borrando los matices con que había
al temple bosquejado tierra y cielo
el doctísimo artífice del día,
y el sol, depositado en luces bellas
espejo hecho pedazos parecía,
que pedazos del sol son las estrellas;
y así, cuando su luz se quiebra hermosa,
es un pequeño sol cada una dellas.
Declarose la noche temerosa,
y tropezando perezoso el sueño
en la que iba arrastrando falda umbrosa,
salió mostrando el arrugado ceño,
que más horrores que cabellos vierte
de ciprés coronado y de beleño.
Y como medio hermano de la muerte
al mundo medio muerto sepultaba
cuando aun al sueño hicieron que despierte.
Voces que sólo el eco articulaba,
porque todas a un ¡ay! las reducía
y errando el pueblo (si por dicha erraba,
aunque confusamente discurría)
al Monte de piedad llegó, al Erario
en uno y otro templo de María.
No perdonó devoto santuario
que no solicitase a aquella hora,
uno en la fe y en el efecto vario;
pues aunque dos imágenes adora,
es sola una deidad: y así, en lo oculto,
de noche en dos orientes vio una aurora.
Con poca pompa, el venerado bulto
(si ya no fueran pompas las querellas,
que querellas de fe también son culto)
llegó a palacio; y mudas las estrellas,
con muestras de dolor extraordinarias
(quizá por ser de Carlos una dellas)
acompañaron, aunque en luz contrarias,
las antorchas conformes en belleza,
unas y otras nocturnas luminarias.
Madrid, viendo que plebe y que nobleza
igualmente se inclina, igual se mueve
al llanto, a la piedad y a la tristeza,
quiere que suyos dos mensajes lleve:
por la nobleza un Duque de Gandía
y un labrador humilde por la plebe.
Francisco, pues, y Isidro ante María,
a un tiempo en cielo y tierra están postrados
alma y cuerpo gloriosos aquel día.
¡Oh! ¿No parece aquí que con candados
están los cielos? Pues abridlos, cielos:
mirad qué implican cielos y cerrados.
¿Tantos suspiros? ¿Tantos desconsuelos?
¿Tan sincero clamor? ¿Llanto tan pío?
¿Tantas penas, Señor, tantos desvelos,
solamente os merecen un desvío?
¿Cuándo la voz no fue del cielo llave?
¡Oh! rompa ya el silencio el dolor mío.
Mas ¡ay! que en la mayor, en la más grave
pena, aunque sabe el que afligido llega
que ha de pedir, qué ha de pedir no sabe,
que el hombre es liberal con quien le ruega,
por lo que a quién le ruega le concede,
y Dios es liberal por lo que niega.
Tanto con él la voz o el llanto puede,
que por agradecer la voz o el llanto,
tal vez negando su poder excede.
Luego tanto retiro, enojo tanto,
pareciendo rigor, será clemencia,
pues siempre es liberal el cielo santo.
¡Oh, quién de parte de la providencia
hoy estos dos extremos careara,
aquí el dolor y allí la conveniencia!
Porque al mundo el examen consolara
cuando en sombras y lejos percibiera
el daño que otro daño le repara.
Qué alegre entonces, si la piedad viera
disfrazada en rigor del mismo cielo,
otra vez sus desdichas le pidiera.
Pues si ignorante pide nuestro celo,
y docto él nos mejora la fortuna,
sírvanos el castigo de consuelo.
Y pues del ataúd y de la cuna,
líneas en que nacemos y morimos,
una es la forma y la materia es una,
y de un sepulcro a otro sepulcro fuimos
(polos en que el pequeño mundo estriba),
muriendo desde el punto en que nacimos,
dichoso aquél que de vivir se priva;
pues si a morir viviendo el hombre nace,
muriendo bien no hay más para qué viva.
Ninguna acción al dueño satisface
tanto, que la atención escrupulosa
no la enmiende después, con que se hace
más perfecta, más noble o más hermosa:
sólo el morir esta elección no tiene,
siendo el morir la más dificultosa.
Luego a aquél que la muerte le previene
con avisos de un día y otro día,
no llorarle, envidiarle nos conviene.
Suceda, pues, al llanto la alegría,
pues para que al morir perfeccionase,
murió Carlos sabiendo que moría.
Y ya que el cielo quiere que hoy abrase
las plumas, siendo pira el monumento
de quien su luz entre cenizas pase
a otro centro, a otra esfera y a otro asiento,
y dejando a la tierra sus despojos
es ya estrella añadida al firmamento,
pasen también nuestros turbados ojos
de un objeto a otro objeto su sentido,
que dichas podrán ver quien pudo enojos.
Vean que en prendas hoy de un bien perdido
dos los cielos eternos aperciben
que aun mal está el consuelo repetido.
Felipe y Baltasar felices viven,
cuyo nombre los hados respetando,
con letras de oro en láminas escriben.
Que nunca el tiempo alcanzará volando,
porque aun el tiempo parará primero.
¡Oh! vivan pues; y tú, noble Fernando,
ya Marte religioso, ya guerrero
Apolo, con la espada y con la pluma,
de tantas esperanzas heredero,
al mar sujeta la rizada espuma,
postra a la tierra la cerviz altiva
y haz que el mar y la tierra te presuma
luz que del Sol Felipe se deriva;
y pues de ti tantos aplausos fío,
mientras tu nombre, ¡oh gran Fernando!, viva,
no rompa ya el silencio el dolor mío.
Pedro Calderón de la Barca
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