sábado, 26 de noviembre de 2011

¿Él?, por Guy de Maupassant (1883)


Amigo mío, ¿no lo comprendes? Lo creo. ¿Piensas que me volví loco? Tal vez sí estoy algo loco, pero no por la causa que imaginaste.

Sí. Me caso. Ahí tienes.

Y, sin embargo, mis ideas y mis convicciones, ahora como siempre, son las mismas. Considero estúpida la unión legal de un hombre y de una mujer. Estoy seguro de que un ochenta por ciento de los maridos han de ser engañados. Y no merecen otra cosa, por haber cometido la idiotez de ligar a otra vida la suya, renunciando al amor libre, lo único hermoso y alegre que hay en el mundo, y de cortar las alas a la fantasía que nos impulsa constantemente hacia todas las hembras agradables, etc. Me siento incapaz de consagrarme a una sola mujer, porque me gustarán siempre todas las mujeres bonitas. Quisiera tener mil brazos, mil bocas, mil… temperamentos, para poder gozar a un tiempo a una muchedumbre de criaturas femeninas.

Y, sin embargo, me caso.

Añade que apenas conozco a mi futura esposa. La he visto nada más tres o cuatro veces. No me disgusta, y esto basta para mis propósitos. Es bajita, rubia y regordeta. En cuanto sea ya su marido, comenzaré a desear una morena delgada y alta. No es rica. Pertenece a una familia modesta en todos los conceptos. Mi futura es una muchacha, como las hay a millares, útiles para el matrimonio, sin virtudes ni defectos aparentes.

Ahora la juzgan bonita; cuando esté casada la juzgarán encantadora. Pertenece al ejército de muchachas que pueden hacer la dicha de un hombre… mientras el marido no repara que prefiere a su elegida cualquiera de las otras.

Ya oigo tu pregunta: ¿Por qué te casas?
Apenas me atrevo a confesar el motivo que me ha impulsado a una resolución tan estúpida.
¡Me caso por no estar solo!
No sé cómo decírtelo, cómo hacértelo comprender. Me compadecerás, despreciándome al mismo tiempo; llegué a una miseria moral inconcebible.
Estar solo, de noche, me angustia. Quiero sentir cerca de mí, junto a mí, a un ser que pueda responderme si hablo; que me diga cualquier cosa.
Quiero alguien que respire a mi lado; poder interrumpir su dulce sueño de pronto, con una pregunta cualquiera, una pregunta imbécil, hecha sin más objeto que oír otra voz, despertar una conciencia; un cerebro que funcione; ver, encendiendo bruscamente mi bujía, un rostro humano junto a mí; porque…, porque…, porque…, ¡me avergüenza confesarlo!…, solo, ¡tengo miedo!

¡Ah! Tú no me comprendes aún.

No temo peligros ni sorpresas. Te aseguro que si en mi alcoba entrara un hombre, lo mataría tranquilamente. Tampoco me infunden temor los aparecidos; no creo en lo sobrenatural. Nunca tuve temor a los muertos; al morir, cada persona se aniquila para siempre.

Y a pesar de todo…, ¡claro!…, a pesar de todo, tengo miedo…, ¡miedo de mí mismo!… Tengo miedo al miedo; me infunden miedo las perturbaciones de mi espíritu. Me asusta la horrible sensación del terror incomprensible.
Ríete de mí si te place. Sufro sin remedio. Me hacen temer las paredes, los muebles, los objetos más triviales que se animan contra mí. Sobre todo, temo los extravíos de mi razón, que se confunde y desfallece acosada por una indescifrable y tenue angustia.

Comienzo por sentir una vaga inquietud que atormenta mi alma y al fin me produce un escalofrío. Vuelvo la vista en torno y no descubro nada que pueda causarme terror. Yo quisiera encontrar algo que lo motivase. ¿Qué? Algo sensible, corpóreo. Pero ¡ay!, lo que más aumenta mi terror es que no hallo su causa.

Si hablo, mi voz me asusta. Si paseo por la estancia, temo tropezar con lo desconocido que se oculta detrás de la puerta, entre la cortina, en el armario, bajo la cama. Y, sin embargo, tengo la certeza de que mi temor es infundado.
Doy media vuelta con brusquedad, temeroso de lo que tengo a la espalda. Y estoy seguro de que no hay nada temible.
Me agito; mi espanto aumenta; cierro con llave mi habitación. Me hundo entre las ropas de mi lecho, haciéndome un caracol; cierro los ojos obstinadamente y permanezco en semejante postura un tiempo indefinido; reflexionando que la bujía sigue ardiendo y que será indispensable apagarla. Ni siquiera me atrevo a moverme.
¿No es horrible vivir así?

Antes, no me preocupaban esas cosas. Entraba en mi habitación tranquilamente. Iba y venía sin que nada turbase mi serenidad. ¡No me hubiera reído poco si alguien me pronosticara que una dolencia de miedo inverosímil, estúpido y terrible me sobrecogería con el tiempo! Entonces no me asustaba poco ni mucho abrir las puertas en la oscuridad, ni acostarme tranquilamente sin echar los cerrojos, y nunca tuve que levantarme a medianoche para convencerme de que todas las aberturas de mi cuarto estaban herméticamente cerradas.
Mi dolencia lastimosa dio comienzo hace un año de un modo especial.

Era en otoño y en una noche húmeda. Cuando se hubo ido mi asistenta, después de servirme la comida, me puse a pensar qué haría yo. Así pasé una hora dando vueltas por mi estancia. Me sentía fatigado, abatido sin causa, impotente para trabajar, sin deseo de coger siquiera un libro para entretenerme.

Una lluvia menuda golpeaba en los cristales; me invadió la tristeza, una tristeza, inexplicable, unas ganas de llorar, un desasosiego verdaderamente invencible.

Me sentía solo, abandonado; mi casa me pareció silenciosa como nunca. Envolvíame una soledad inmensa y desconsoladora. ¿Qué hacer? Me senté; pero una impaciencia nerviosa me hormigueaba en las piernas. Levantándome, volví a pasear. Es posible que tuviera un poco de fiebre; notaba que mis manos cogidas a la espalda, en una posición frecuente cuando se pasea despacio y solo, abrazábanse una contra otra. De pronto, un escalofrío estremeció todo mi cuerpo. Creí que la humedad exterior penetraba, y me puse a encender la chimenea, que no había encendido aún aquel otoño. Me senté, contemplando las llamas. Pero en seguida tuve que levantarme; no podía estar quieto y sentí deseos de salir, de moverme, de hablar con alguien.

Fui a casa de tres amigos; no encontré a ninguno y encamineme hacia el bulevar, ansioso de ver alguna cara conocida.
Todo estaba triste. Las aceras mojadas relucían. Una tibieza de lluvia, una de esas tibiezas que producen estremecimientos crispadores, una tibieza pesada, una humedad impalpable, oscureciendo la luz de los faroles de gas, lo envolvía todo.
Yo avanzaba con paso inseguro, repitiéndome: —No encontraré a nadie con quien hablar—. Asomándome a los cafés, recorriendo la Magdalena, sólo vi personas tristes, hombres abatidos, como si les faltaran fuerzas para levantar las copas y las tazas que tenían delante.
Así anduve mucho tiempo, errante, y a medianoche tomé la dirección de mi casa, tranquilo, pero fatigado. El portero, que se acuesta siempre antes de las once, no me hizo esperar en la calle, contra su costumbre. Y me dije: —Acabará de abrir la puerta para otro vecino—.

Siempre que salgo de casa, doy las dos vueltas a la llave. Me sorprendió que sólo estaba echado el picaporte, y supuse que habría entrado el portero para dejarme alguna carta sobre la mesa.

Entré. Aún estaba encendida la chimenea; los resplandores del fuego esparcían alguna claridad por la estancia. Acerqueme para encender una luz y vi a un hombre que, sentado en mi sillón, se calentaba los pies, mostrándome la espalda. No sentí miedo. ¡Ah, ni la más insignificante zozobra! Una suposición muy verosímil cruzó mi pensamiento; supuse que alguno de mis amigos fue a verme, y el portero lo hizo entrar para que me aguardara. Y de pronto recordé su prontitud en abrirme la puerta de la calle y la circunstancia de hallarme la de mi cuarto cerrada sólo con picaporte.

Mi amigo dormía profundamente. Un brazo colgaba fuera del sillón y tenía las piernas una sobre otra. Su cabeza, inclinándose, indicaba un sueño tranquilo. Entonces me pregunté: —¿Quién será?—. Y cuando puse la mano en su hombro…, el sillón estaba ya vacío. No vi a nadie.

¡Qué sobresalto! ¡Misericordia!

Retrocedí, como si un peligro espantoso me amenazara.

Luego, dando media vuelta en redondo, cercioreme de que tampoco había nadie a mi espalda. Un ansia irresistible me arrastró hacia el sillón vacío. Y estuve en pie, angustioso, jadeante, horrorizado, a punto de caer al suelo, desvanecido.

Pero soy hombre sereno y pronto recobré mi sangre fría. Me dije: —Acabo de padecer una desagradable alucinación. Todo se reduce a eso—. Y reflexioné inmediatamente acerca de semejante fenómeno. El pensamiento vuela en tales circunstancias.

Que todo fue alucinación, era seguro. Pero mi espíritu no se había turbado, mi juicio funcionaba mientras sufría natural y lógicamente; luego no hubo desarreglo cerebral. Solamente se habían engañado mis ojos, y su engaño fue origen del error mental. Habían padecido los ojos un extravío, una de las aberraciones visuales que parecen milagrosas a las gentes incultas. Era un poco de congestión, acaso.

Encendí la bujía, y al acercar la mano al fuego, sacudiola un temblor, y me incorporé rápidamente, como si alguien me hubiera tocado por la espalda.

Sentía inquietud…
Anduve de una parte a otra, diciendo algunas frases, para oírme; canté a media voz.
Luego cerré la puerta con llave, y esto me tranquilizó algo. Nadie podía entrar por sorpresa. Sentado, reflexioné las circunstancias de mi aventura; después me fui a la cama y apagué la luz. Al principio nada hubo de particular. Estuve tumbado tranquilamente. Luego sentí ansia de mirar en torno y me apoyé sobre un costado.
En la chimenea sólo había ya dos o tres brasas; lo suficiente para permitirme ver con sus difusos reflejos las patas del sillón, y me pareció que había vuelto a sentarse un hombre.

Encendí una cerilla con rapidez. Me había equivocado. No vi a nadie.

Sin embargo, me levanté, arrastrando el sillón hasta la cabecera de mi cama.

Volviendo a quedarme a oscuras, procuré descansar. Acababa de dormirme cuando se me apareció, en sueños, pero tan claro como si lo viera en realidad, el hombre sentado junto a la chimenea. Despertando con angustia, encendí la luz, y me quedé sentado en la cama sin atreverme a cerrar los ojos.
Dos veces me venció el sueño, a mi pesar; dos veces el fenómeno se reprodujo. Creí volverme loco.
Al amanecer, la claridad me tranquilizó y dormí sosegado hasta el mediodía.
Todo había concluido. Fue una fiebre, una pesadilla, ¿quién sabe? Sin duda estuve algo enfermo. Sólo sentí al despertar mi cerebro atontado.
Pasé alegremente aquel día; comí en el restaurante; fui al teatro; luego, me dispuse a retirarme. Pero, camino de mi casa, una inquietud angustiosa me sobrecogió. Temí encontrarlo; no porque me infundiera miedo verlo, no porque imaginara real su presencia; temía sentir de nuevo el extravío de mis ojos, mi alucinación, miedo al espanto sin causa.
Durante más de una hora estuve arriba y abajo por mi calle hasta que, juzgando imbécil mi temor, entré al fin en casa. Iba temblando hasta el punto de que me fue difícil subir la escalera. Estuve diez minutos en el descansillo, hasta que tuve un momento de serenidad y abrí. Entré con una bujía en la mano, di un puntapié a la puerta de mi alcoba, y mirando ansiosamente hacia la chimenea, no vi a nadie.
—¡Ah!…
¡Qué gusto! ¡Qué alegría! ¡Qué fortuna! Iba de un lado a otro, decidido; pero no estaba satisfecho; de pronto, volvía la cabeza, sobresaltado; cualquier sombra me hacía temer.

Dormí poco y mal, despertándome con frecuencia ruidos imaginarios. Pero no lo vi; no apareció. Desde aquel día, todas las noches el miedo me acosa. Lo adivino cerca de mí, detrás de mí. No se presenta, pero me hace temer. Y ¿por qué temo, si no ignoro que fue alucinación, que no existe, qué no es nada?

Sin embargo, temo, y me obsesiono. —Un brazo colgaba fuera del sillón y tenía las piernas una sobre otra—. ¡Basta! ¡Basta! ¡Es insufrible! ¡No quiero pensar y no se aparta de mi pensamiento!
¿Qué significa esa obsesión? ¿Por qué persiste? ¡Veo sus pies junto al fuego!
Me acobardo; es una locura; pero el caso es que me acobardo. ¿Quién es? ¡Ya sé que no existe, que no es nadie! Sólo existe como imagen de mi angustia, de mi desasosiego, de mis temores. ¡Basta, basta!

Sí; por mucho que razono, por más que me lo explico, no puedo estar solo en mi casa. Él no se aparece, pero me domina. No vuelve. Todo acabó. Pero sufro como si volviera. Invisible para mis ojos, ahora se clava en mi pensamiento. Lo adivino detrás de las puertas, dentro del armario, debajo de la cama, en todos los rincones, en cada sombra, entre la oscuridad… Si me acerco a la puerta, si abro el armario, si miro debajo de la cama, si aproximo una luz a los rincones, huye con la oscuridad: nunca se presenta. Quedo convencido, no se presenta, no existe, y, sin embargo, me obsesiona.

Es imbécil y horrible. ¡Qué puedo hacer? ¡Nada!

Si alguien estuviera conmigo, él no me turbaría. Turba mi soledad; le temo, porque la soledad me acongoja.

FIN

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