Europa en sus manos
Tras su triunfo electoral, la derecha no debe caer en el escepticismo y olvidar los éxitos de la Unión.
La mayoría de los europeos convocados a las urnas se ha desentendido de la próxima composición del Parlamento de Estrasburgo, y los que no lo han hecho han optado por reforzar la presencia de la derecha, que ha obtenido una rotunda victoria sobre la izquierda socialdemócrata. También ha salido reforzado el euroescepticismo, que se ha expresado en la entrada de numerosos parlamentarios fruto de un voto de protesta. El índice de participación, el 43,6% de media en la Unión, ha marcado un nuevo mínimo desde que, en 1979, la Eurocámara se abriera al sufragio universal. Y, por su parte, la distancia entre los conservadores y la izquierda, más de 90 escaños, es la mayor que ha conocido el Parlamento.
Aunque la baja participación ha sido una constante en las elecciones europeas, las cifras de esta última convocatoria son especialmente preocupantes. No sólo por la dimensión que ha alcanzado la abstención, sino también porque la indiferencia de los ciudadanos retroalimenta la sensación cada vez más generalizada de que el proyecto europeo podría estar embarrancando. Si al desinterés de los Gobiernos euroescépticos que van ganando terreno entre los Veintisiete se suma ahora la creciente e imparable desafección de los principales beneficiarios de la Europa unida, el resultado podría resultar catastrófico para un proceso de integración que aún tiene enfrente dos desafíos mayores: el referéndum irlandés sobre el Tratado de Lisboa, en el que los resultados del domingo sin ser desfavorables para el sí no le facilitan el camino, y el eventual cambio de Gobierno en Reino Unido, donde una llegada prematura de los conservadores a Downing Street podría conducir a un referéndum revocatorio que abriría una crisis de dimensiones desconocidas.
En unas elecciones disputadas en clave nacional, los Gobiernos de izquierda han sido castigados, mientras que los de la derecha han resistido. En el caso de Sarkozy, con holgura, y con desgaste en el de Merkel. Incluso un primer ministro tan peculiar como Berlusconi ha conseguido revalidar la mayoría de su partido a pesar de los escándalos que le acompañan de forma permanente.
A la vista de estos resultados, la izquierda tiene en Europa una nueva asignatura sobre la que reflexionar, sobre todo porque, al aceptar que las diferentes campañas transcurriesen sobre una agenda exclusivamente nacional, ha aceptado implícitamente disputar estas elecciones en el terreno marcado por los conservadores, por lo general más reticentes al proyecto europeo. Y el argumento de que los Gobiernos de izquierda han sido castigados por la crisis no sirve siquiera como consuelo: los de derecha no han sufrido una penalización tan severa, con el agravante de que el consenso internacional para hacer frente a la crisis se apoya en políticas de intervención pública que, hasta ayer mismo, se consideraban patrimonio de los socialdemócratas.
Pero también los conservadores tienen materia para reflexionar, pese a su rotunda victoria en las elecciones del domingo. Una cosa es exhibir actitudes euroescépticas y otra distinta asumir la responsabilidad de llevarlas a la práctica, arrojando por la borda más de medio siglo de exitosa historia europea. Con una mayoría como la que han obtenido en el Parlamento de Estrasburgo, el futuro de la Europa unida depende en gran medida de ellos. Y este poder sobre el destino europeo se vería incrementado, además, por la reelección de Durão Barroso al frente de la Comisión, que la victoria de los conservadores hace aún más verosímil. La derecha no deberá responder sólo ante los suyos de lo que acabe siendo una Europa en sus manos, sino también ante quienes, aun en minoría, siguen pensando que la Unión vale la pena.
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Editorial de EL PAÍS, 09/06/2009
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