martes, 26 de junio de 2007

Chiste

Estoy contándole un chiste que me parece buenísimo a un extranjero. Sin ser un dragoman, me las arreglo para hacerlo en inglés, pero a poco andar me percato de que el chiste es intraducible: su gracia radica en un calambur que únicamente tiene sentido en castellano. Pienso, mientras sigo con la historia, qué será mejor: si detener el relato, si contarlo hasta el final explicando en qué consiste el valor humorístico del remate en su lengua original, o si intento inventar un nuevo desenlace que sí resulte hilarante en el idioma de mi interlocutor. Descarto la primera alternativa de plano, debido a la entusiasta presentación que hice de mi cuento: no quiero defraudar al forastero. La segunda opción me parece débil, pero honesta, y mientras no se me ocurra nada -que es en el fondo la tercera opción- decido seguir con ella. Es decir que me la juego por ser tan expresivo a la hora de explicar el giro linguístico del chiste, que al menos consiga una sonrisa empática de mi exclusivo auditor. A medida que se acerca el final, noto que realmente se trata de un buen chiste, pues se estructura muy hábilmente para despertar crecientemente el interés de quien lo escucha, cosa que puedo comprobar por cómo se le marca cada vez más la sonrisa a mi amigo americano. Es así como pienso que habría sido mejor parar la narración en cuanto me di cuenta del malentendido que podría provocar; lamentablemente ya es demasiado tarde: John, que es así como se llama el receptor de mi monólogo, está en éxtasis humorístico, completamente entregado a la posibilidad de explotar en carcajadas, eso sí, una vez que yo gatille el tan publicitado remate. Un tanto angustiado por no poder cumplir con las expectativas, reviso nuevamente la posibilidad de generar un nuevo desenlace y -¡eureka!- reconozco una idea que me parece particularmente inspirada. Con toda decisión encamino mi narración por ese derrotero y así termino el chiste, pero la reacción de John no es la que esperaba: su sonrisa se desdibuja y es reemplazada por un remedo de sonrisa, un gesto educado y casi compasivo que tiene como claro objetivo no ofenderme. Inmediatamente caigo en gracia de que mi furtiva idea no era tan divertida como me pareció medio segundo atrás, pero ya es demasiado tarde. Y así terminamos, John y yo, compartiendo un silencio incómodo, y eso me parece un gran chiste, después de todo. Pero cómo explicárselo y en qué idioma, no lo sé. Viva el humor mudo.
Pablo Müller

No hay comentarios: