lunes, 31 de mayo de 2010

domingo, 30 de mayo de 2010

Dolor de estómago - Toma Yogur

Vía QUO

Deuda de Pesos

Vía QUO

Por qué el aliento es cálido y el soplido fresco

Si exhalamos aire con la boca abierta, el aire expulsado es caliente. En cambio, si lo soplamos juntando los labios, el aire expulsado es frío. Esto es algo fácilmente comprobable con un gesto tan sencillo como colocar la palma de la mano frente a la boca y expulsar aire con la boca abierta o prácticamente cerrada. Y es algo tan simple que desde bien pequeñitos aprendemos la diferencia entre el aliento cálido y el soplido fresquito.

Como el aire proviene del interior de nuestros pulmones, se encuentra aproximadamente a la temperatura corporal y al dejarlo salir sin cortapisas por la boca abierta, es aire caliente. Útil para empañar el cristal de unas gafas antes de limpiarlas, calentar las manos ateridas de frío o intentar subir la temperatura del termómetro para simular fiebre.

La sola modificación de la abertura bucal le imprime más velocidad, sin que hagamos ningún esfuerzo suplementario. Así soplamos velas, obtenemos pompas de jabón o hacemos girar un molinillo de papel. Pero también baja su temperatura, lo que nos es muy útil para enfriar la sopa o un guiso demasiado calientes, para calmar la piel en una pequeña quemadura o el escozor del alcohol en una herida.

Pero… ¿a qué se debe ese cambio de temperatura?
Cuando soplamos mantenemos la boca casi cerrada, de forma que el aire se ve obligado a salir por una abertura mucho más estrecha. Y cuando un fluido con caudal constante pasa de un conducto de mayor sección a otro de menor, necesariamente su velocidad aumenta, según nos indica la dinámica de fluidos, en concreto el efecto Venturi. Y si la energía cinética, que viene determinada por la velocidad, aumenta, la energía determinada por el valor de la presión ha de disminuir forzosamente, según el teorema de conservación de la energía o principio de Bernoulli.

Al encontrarse fuera de la boca y a presión más reducida, el aire se expande. El efecto Joule-Thomson nos dice que si un gas se expande libremente, su temperatura disminuye, pues la distancia entre sus moléculas es mayor y su energía se diluye en un mayor volumen. Por tanto, el aire del soplido tiene una temperatura inferior a la del aliento.

Nota sabionda: A la hora de soplar para enfriar, por ejemplo, una taza de café, el mecanismo es más complejo. Las moléculas del líquido caliente tienen más energía. Al moverse más rápidamente chocan con mayor frecuencia con las moléculas del aire que está sobre el líquido, transmitiéndoles su energía y su calor. Por ello la parte superior del líquido se enfría.

El calor dilata los cuerpos, lo que hace que su volumen aumente, pero como su masa se mantiene igual esto significa que su densidad disminuye. Comoquiera que el líquido del fondo es menos denso que el de la superficie que ya se ha enfriado, el líquido más caliente sube y sustituye al frío y el proceso se repite. Es un mecanismo llamado de convección.

Al soplar sobre el líquido caliente sustituimos el aire que está en contacto con él, y por ello un poco más caliente que el resto, por un aire más frío, creando una diferencia térmica mayor entre el aire y el líquido que la que habría si dejáramos que se enfriara solo. Este proceso, que acelera el enfriamiento, recibe el nombre de convección forzada.

www.sabercurioso.com

sábado, 29 de mayo de 2010

Austria

El Roto y los jefes

Curiosa carretera Noruega

viernes, 28 de mayo de 2010

Otoño en mayo

España quedó ayer a un voto de una situación que la habría acercado a la de Grecia.

No es cierto que Zapatero esté acabado, como le espetó ayer Duran Lleida, aunque podría haberlo estado si, renunciando de nuevo a ser portavoz de malas noticias, no hubiera planteado las medidas de austeridad que se convalidaban. Algo más grave que el fin de la carrera de Zapatero habría ocurrido si la formación de Duran, con otras minoritarias, no hubieran permitido, con su abstención, esa convalidación por un solo voto. Sin el plan de reducción del gasto público, la solvencia financiera de España se hubiera deteriorado rápidamente hasta situarse en una situación similar a la de Grecia, forzando una intervención de las autoridades europeas de consecuencias aún más drásticas y dramáticas.

Es posible que el próximo otoño se haga evidente que Zapatero se ha quedado sin aliados para sacar adelante los presupuestos para 2011, lo que le obligaría a elegir entre prorrogar los de este año, algo que en plena crisis sería prueba de impotencia, o disolver. De momento, el PNV ensayó ayer el voto en contra, y CiU lo anunció para la próxima ocasión. Este planteamiento de Duran no fue desinteresado: a CiU le puede convenir que Rajoy suceda a Zapatero en La Moncloa poco antes o poco después de las elecciones catalanas de otoño, que espera ganar, para intercambiar con el PP los apoyos que a ambas formaciones les restarían para completar mayorías en los Gobiernos catalán y español.

Pero la dureza del portavoz nacionalista ("el problema es usted, señor Zapatero") no le impidió abrir paso a la convalidación mediante la abstención, a fin de evitar el mal mayor. Esa coherencia de Duran brilló por su ausencia en el discurso de Rajoy, que fue incapaz de explicar por qué votaba en contra de unas medidas de austeridad como las que venía reclamando. Se aferró a la cuestión de la congelación de las pensiones para rechazar el paquete en su conjunto, lo cual es poco profesional en un aspirante a presidente del Gobierno, que no puede ignorar las consecuencias inmediatas que para la economía española habría tenido la no convalidación del decreto.

El riesgo de un desastre similar al de Grecia exige una reducción sustancial e inmediata del gasto público, lo que solo se puede cumplir afectando a las grandes partidas: gastos sociales (las pensiones, entre otros), inversión y sueldos de los funcionarios. Ante una situación de emergencia, la rapidez de la respuesta debe ser el criterio principal.

Otros sectores que votaron en contra argumentaron que el acento debería situarse en los ingresos antes que en la reducción del gasto, lo que remite a la opción por la subida de impuestos. Pero ese planteamiento peca del mismo error: no tiene en cuenta la urgencia de la respuesta para evitar un hundimiento de la solvencia de España. Es cierto que la estructura fiscal española es muy débil, en parte por su dependencia del ciclo inmobiliario que ha provocado el hundimiento de la recaudación con el crash del ladrillo, y en parte porque los Gobiernos vienen dedicándose desde 1996 a bajar impuestos y liquidar tributos. El debate tributario tiene su ritmo propio y hay que esperar que esta crisis haya acabado con las frívolas rebajas impositivas.

Rajoy fue incoherente, pero no ocultó sus cartas: le dijo a Zapatero que no haría nada que favoreciera su continuidad en La Moncloa. Es un argumento que, leído desde el otro lado, significa que haría cualquier cosa por evitar que siga, lo que le llevó a convertir en eje de su discurso la simpleza de que la solución de la crisis era cambiar de piloto. Argumento que necesitaba para justificar un comportamiento irresponsable en la votación y eximirse de explicar qué combinación alternativa de recortes propondría él de estar ya en La Moncloa. Algo que, si un día llega a instalarse en ese lugar, le será recordado como ahora se recuerdan a Zapatero sus frivolidades.
Editorial de EL PAÍS, 28/05/2010

iPad, desembarco en 150 tiendas

El iPad llega con seis versiones, según la conexión a la Red y la capacidad.
Los precios van de 479 a 799 euros.

El sueño de todo maquero, y de muchos más,
ya luce en las vitrinas de unas 150 tiendas . Dos meses después de su lanzamiento en Estados Unidos, donde se vendieron un millón de unidades en 28 días, iPad empieza a comercializarse hoy en España y ocho países más.

El nuevo juguete de Apple recuerda al iPod Touch, pero en versión gigante con su pantalla táctil a color de 9,7 pulgadas. Del tamaño de una libreta, es muy manejable , ligero y cómodo para trabajar, jugar, navegar, leer y ver fotos, vídeos y películas. Como su hermano pequeño, tiene conexión directa con las tiendas de música y aplicaciones (5.000 específicas de las 200.000 disponibles) propiedad de la empresa de Steve Jobs.

La gran novedad del iPad es iBooks, tienda y ciberlector de libros electrónicos a la vez, aunque de momento tiene disponibles títulos, gratuitos, del proyecto Gutenberg a la espera que se concreten los acuerdos con las editoriales.
No importa.
Libros, revistas, cómics y periódicos también se descargan (y compran) como aplicación y se leen en otros lectores electrónicos adaptados para la tableta, como el Kindle de su competencia, Amazon.

El iPad, que la compañía también vende en su tienda en Internet,
es muchas cosas a la vez , pero también carece de otras. Por ejemplo, de conexión USB, de entrada HDMI para conectar al televisor, cámara para tomar fotos y la webcam para ver a los amigos mientras se chatea, entre otras.

Hay seis versiones, que varían según su capacidad de almacenamiento (16, 32 y 64 gigabytes, GB) y el tipo de conexión a la Red, sea sólo por wifi o, además, por 3G. Los precios oscilan entre los 479 y los 799 euros.

Tres tarifas
Movistar ofrece tres tarifas de datos para los modelos 3G, los que gozarán de movilidad: hasta 200 megabytes (MB), 15 euros; 1 GB, 25 euros; y 5 GB, 39 euros. Vodafone tiene dos por 15 y 32 euros. En ambos casos, cuando se superan los 250 MB y 2 GB mensuales de consumo, la velocidad de transferencia de datos se reduce a los 128 kilobits por segundo.

Orange, por su parte, apuesta por una tarifa diaria de 3,5 euros o una mensual por 35 euros, ambas sin límite de descargas y con reducción de velocidad a partir de los 250 MB y 2 GB respectivamente.
Otras ofertas de las operadoras se pueden consultar en sus páginas.

Hay otras opciones a iPad. JooJoo ya se vende por 359 euros. Acer ha presentado una tableta de siete pulgadas a medio camino entre iPad y Kindle, y HP planea sacar Slate en octubre. Sus primeros prototipos iban con sistema Windows, pero ahora se desconoce si incorporarán el de Palm, empresa recién adquirida. Y Dell lanzará primero en Reino Unido una minitableta.

Sea como sea, diversión y trabajo están asegurados. Y si no, que se pregunte a quien lo prueba. Marc lo usó de volante. Jordi, de planetario. Y a Pepa, que no se aclara con el ratón, le encantó que fuera grande y táctil. Ninguno se aburrió.

LAIA REVENTÓS - Barcelona - 28/05/2010
EL PAÍS

Make an invisible bottle

EL Roto y el derrame de petróleo

Historia de dos cerebros (Mark Gungor) - Subtitulos en Español

Martín Morales

Erlich y la crisis

jueves, 27 de mayo de 2010

Más que trajes

El juez de Gürtel en Madrid vincula los regalos a Camps con más delitos que el cohecho impropio.

Era cuestión de tiempo que la investigación del Tribunal Superior de Justicia de Madrid sobre los contratos amañados entre la Administración valenciana y la trama Gürtel entre 2004 y 2009 alcanzara a altos cargos de la Generalitat y que tuviera que pasar al Tribunal Superior de esa comunidad en razón del aforamiento de varios implicados.

La ley dice que el instructor de una causa se inhibirá desde el momento en que aparezcan indicios contra un aforado, pero en la inhibición del instructor del caso Gürtel en Madrid, Antonio Pedreira, a favor de su colega valenciano, José Flors, había también una razón de urgencia: la inminente prescripción del delito electoral presuntamente cometido al asumir varias constructoras valencianas el pago de actos facturados por la trama Gürtel al PP valenciano, con motivo de las elecciones autonómicas y locales de 2007.

El archivo, primero, de la causa de los trajes y, después, su reapertura por el Tribunal Supremo van a tener un efecto beneficioso para la justicia, al haberse podido descubrir nuevos datos sobre el verdadero significado de esos regalos, no tan inocentes y penalmente inocuos como se había pretendido. Para el juez Pedreira, apuntan a delitos más graves que el de cohecho impropio: su investigación sitúa a los trajes en el eje de las contrataciones entre la Generalitat valenciana y la trama Gürtel, incluida la cobertura televisiva de la visita del Papa en 2006, y en su estela de mutuos favores. Serían, si se quiere, la guinda del pastel de las contrataciones amañadas, con mutuo beneficio, entre la Administración valenciana y la trama Gürtel, pero un elemento propio y no desgajado de ese pastel.

El primer efecto que tendrá la inhibición del juez Pedreira es un cambio profundo de la causa de los trajes. La tipificación delictiva se agravará si, como sostiene, tales regalos tienen conexión con actuaciones propias del cohecho propio y de la prevaricación, y encubridoras de delitos electorales, contra la Hacienda Pública, de blanqueo de capitales y falsedad en documento mercantil. La causa se amplía a nuevos implicados: junto a Camps, Betoret, Campos y Costa aparecen otros altos cargos del Gobierno y del PP valencianos. Y alcanza al hasta hace poco tesorero del PP, Luis Bárcenas, que lo era cuando en 2007 algunas constructoras pagaron las deudas electorales del PP valenciano, así como a los gestores de estas constructoras y a los cerebros de la trama Gürtel.

Al instructor del caso en Valencia le espera un arduo trabajo. Y presiones más o menos encubiertas dada la relevancia política y social de los implicados. Al primer instructor del asunto, Baltasar Garzón, el PP intentó descabalgarle cuanto antes del sumario. Y al juez Pedreira no ha dejado de ponerle piedras en su investigación utilizando la acusación popular no para perseguir a los corruptos sino para procurar su impunidad.
Editorial de EL PAÍS, 27/05/2010

El mito de la adicción a Internet

La Red no crea patologías, canaliza problemas existentes.
EE UU lo excluye como trastorno.
Hace 15 años un psicólogo creó en broma el término.

En un día cualquiera de 1995 al psiquiatra Iván Goldberg, afincado en Nueva York, se le ocurrió gastar una broma. Había leído la cuarta edición del Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM, en inglés), la Biblia de la psiquiatría moderna, y decidió animarse con una parodia. Se inventó una enfermedad.

La llamó "desorden de adicción a Internet" (IAD, en inglés). Describió sus síntomas y lo colgó, cómo no, en su discreto portal de Internet, hoy aún disponible. Habló de ansiedad, de necesidad de conectarse horas y horas, y de movimiento involuntario de los dedos para teclear. Incluso animaba a crear un grupo de ciberadictos anónimos. Probablemente lanzó unas carcajadas antes de publicarlo.
La sorpresa llegó días después. Recibió decenas de mensajes de gente que se identificaba con el problema. Sus colegas de profesión abrieron un intenso debate. La idea se extendió. Ese mismo año, la psicóloga Kimberley Young, referente en la materia, fundó el Centro para la Recuperación de la Adicción a Internet (netaddiction.com). Los medios comenzaron a hacerse eco. La bola de nieve ya era demasiado grande para detenerla.
Quince años después, la polémica continúa, aunque desinflada. Cada vez más expertos se niegan a admitir esta patología.
"En 25 años de profesión no he conocido ni un solo paciente que la tenga. Es como hablar de adictos al teléfono, no tiene sentido", asegura José Miguel Gaona, médico psiquiatra especializado en adicciones y doctor en Medicina por la Universidad Complutense de Madrid.
El último borrador del DSM, elaborado por la Asociación Americana de Psiquiatría, vuelve a excluir la dependencia de Internet como trastorno de conducta. No hay ninguna evidencia científica.
Goldberg, el bromista, intentó aclarar el entuerto en el año 1997. "Si extendemos el concepto de adicción para incluir todo aquello que la gente hace en exceso, tendríamos que aplicarlo a leer libros, a hacer ejercicio, a hablar con la gente...", declaró a la revista The New Yorker. Pero la broma sigue viva. Desde 1996, decenas de estudios han intentado demostrar sin éxito la existencia de la adicción a Internet. El último viene de Reino Unido. Según investigadores de la Universidad de Leeds, el 1,2% de la población europea entre 16 y 51 años vive enganchada. Su droga: conectarse demasiado tiempo e ignorar otros aspectos de la vida. Aseguran, además, que muchos de ellos sufren depresión. Pero hay un problema. "No sabemos qué ocurre primero, si la gente deprimida acude a Internet o es esta la que produce depresión", se pregunta Catriona Morrison, autora principal del informe.
La bibliografía es extensa. El hospital universitario de Kaohsiung (Taiwán) reveló recientemente los resultados tras dos años de analizar el comportamiento de adolescentes: un 11% vive obsesionado con la Red. La Universidad de Augusta (EE UU) lo cifró en el 4% en EE UU y el 14% en China. En 2008, la Universidad de Stanford habló del 1%. Vaughan Bell, profesor en el Instituto de psiquiatría del Kings College de Londres, afirma que estas investigaciones se basan en encuestas mal diseñadas y muestras insuficientes. "Definen adicción en función del número de horas que pasamos online, pero no de las causas que llevan a ello. La gente es adicta a sustancias o actividades, no a un medio de comunicación. Decir que soy adicto a Internet es tan absurdo como decir que lo soy a las ondas de radio". Como él, varios psicólogos y psiquiatras se han dedicado los últimos años a desmontar mitos. Scott Caplan, profesor en la Universidad de Delaware (EE UU), lleva desde 2002 estudiando la relación entre interacción social e Internet. Sus resultados son reveladores: personas con ansiedad, depresión y dificultad para socializar tienden a usar más Internet y no al revés. Es decir, la Red no crea patologías sino que canaliza una desviación existente. ¿Cuánto tiempo es normal y excesivo delante de la pantalla? Helena Matute, catedrática de Psicología de la Universidad de Deusto, fue una de las primeras en España en publicar un artículo sobre el tema (en 2003). "Si alguien no puede dejar de entrar en Internet es como si fuera al mismo bar de la esquina todos los días. Podría ser un problema, pero no una adicción", escribió. Hoy sostiene la misma postura. "Mucha gente tiene trastornos de conducta, pero en la inmensa mayoría no se pueden achacar a la Red".

Según la Asociación para la Investigación de Medios de Comunicación (AIMC), el 37% de los españoles se conecta entre 10 y 30 horas semanales. El 9% lo hace más de 60 horas. Los chats y las redes sociales son las actividades más populares. Esto ha alimentado un temor: engancharse a Facebook o al Messenger puede perjudicar la socialización en persona, la de toda la vida, la saludable. Falso. Diversas investigaciones echan el argumento por tierra. La Universidad de Virginia (EE UU) publicó una en enero: adolescentes entre 13 y 14 años con una vida social offline equilibrada son más proclives a utilizar redes sociales entre los 20 y 22 años. Las consideran una extensión normal de su vida. "Hoy los adolescentes tienen una necesidad social de comunicarse. Antes se hacía en persona o por teléfono. Ahora se hace por chat. El canal ha cambiado", explica Xavier Carbonell, profesor de Psicología de la Universidad Ramón Llull (Barcelona). Sus propios estudios demuestran que no es posible hablar de adicción. Ahora analiza el impacto en la conducta de los juegos de rol online.

Aquí sí existe una reducida, pero fiable, conexión entre videojuegos violentos y cambios de conducta. Nick Yee, investigador en el Palo Alto Research Center (California), calcula que un jugador medio dedica entre 20 y 22 horas semanales a esta actividad. "Lo único seguro es que justo después de concentrarse en un juego violento, algunos adolescentes reaccionan agresivamente, pero no podemos demostrar que aumente su agresividad a largo plazo".
MANUEL ÁNGEL-MÉNDEZ 27/05/2010 EL PAÍS

Trucos para deshincharte

Cocina Ligera

Fideuá de Sepia y Gambas

Cocina Sana

Chuletas de Cerdo Ibérico a la Pimienta

Cocina Ligera

miércoles, 26 de mayo de 2010

Cocina al Papillote

Cocina Sana

Fiambre de Pollo y Naranja

Cocina Ligera

Terrified Sandwich

martes, 25 de mayo de 2010

Cree torsión en su giro

Controle la bola desde el rough

Corrija el Slice

lunes, 24 de mayo de 2010

domingo, 23 de mayo de 2010

Forges y la UE

Chavela Vargas - La Llorona

Mario Lanza - The Great Caruso, Ave Maria Gounod

sábado, 22 de mayo de 2010

El luchador (The wrestler 2008)

Dirección: Darren Aronofsky.
País: USA. Año: 2008. Duración: 115 min.
Género: Drama.
Interpretación: Mickey Rourke (Randy Robinson), Marisa Tomei (Cassidy), Evan Rachel Wood (Stephanie), Ernest Miller.
Guión: Robert Siegel.
Producción: Darren Aronofsky y Scott Franklin.
Música: Clint Mansell.
Fotografía: Maryse Alberti.
Montaje: Andrew Weisblum.
Diseño de producción: Timothy Grimes.
Vestuario: Amy Westcott.

Esta película confirma que Mickey Rourke ha vuelto. Tiene la cara operada de tal manera que a ratos se parece a Carmen de Mairena, pero hay brillo en sus ojos, en su expresión y transmite mucho con su cuerpo, con sus andares.

La película huye de cualquier glamour, con una puesta en escena austera, cámara en ristre, buenos intérpretes y una historia interesante nos hace pasar un rato muy entretenido, viendo las andanzas de Randy Robinson, alias The Ram, un luchador que hace 20 años era un héroe, tanto que los jóvenes forraban las paredes de sus cuartos con su retrato y que ahora 20 años después sobrevive como buenamente puede, viviendo alquilado en una roulette que a veces no puede pagar, trabajando en un fábrica y destinando los fines de semana a subirse a un ring, donde interpretar su personaje, junto a otros forzudos, que ponen en escenas, acrobacias circenses, patadas voladoras, saltos desde la esquina, ficcionando una lucha que no es tal, ante un público entregado.

Randy tiene una hija a la que no ha visto desde que era niña, y con la cual quiere restablecer el contacto cuando el primero sufre un infarto que está a punto de matarlo. La hija acepta y parece que entre los dos puede haber algo. A su vez Randy frecuenta un bar de chicas que bailan sobre una barra, y allí va a seducir a Cassidy, la cual con el paso del tiempo, pasa de tratarlo como un cliente a considerarlo un amigo con derecho a roce. Cassidy a su vez, tiene familia, y no ve la manera de insertar a Randy en su vida, ni si será una buena idea.

La historia de Randy emociona y conmueve, porque es una historia de perdedores, de gente que ya no es famosa, ni conocida, que tiene que echar para adelante, de cualquiera manera, sin tener nadie cerca, con curros de mierda de jefes odiosos. Randy está cascado debe dejar el ring, pasar página, pero lo que se le ofrece; empleado cara al público de una charcutería no pinta bien. Randy fue una estrella, y no quiere resignarse a eso. No puede verse con un mono blanco y una redecilla sirviendo salami y ensalada, porque lo suyo es la pelea, la lucha, y ese y no otro es su mundo, porque fuera del ring, según él no hay nada que valga la pena, cuando quede claro que sus cagadas constantes no permitirán una relación con su hija, ni nada serio con Cassidy.

Rourke acapara todas las escenas, devora la pantalla con sus ojos, se desnuda física y emocionalmente para ofrecernos la visión de un hombre roto, que sigue luchando, que lleva un sonotone porque no oye bien de un oído, que debe tomar rayos uva para lucir bien, teñir su melena rubia, para dar buena imagen frente a su público e inflarse a pastillas para lucir buenos músculos, que no encuentra consuelo en ningún regazo, pero que tiene la lucidez suficiente para no echar balones fuera, pues admite que si está en esa situación es porque se lo ha buscado.. de ahí que a su hija solo le pide que no le odie, nada más.

Darren Aronofsky no hace experimentos visuales, sino que en la puesta en escena prima la sobriedad. La cámara sigue al personaje en sus momentos más íntimos mostrando su derrumbe físico, mientras va recibiendo portazos en las narices, que él va encajando con maestría. Hay momentos gloriosos como ese en el que Randy debe atravesar la puerta que le enfrentará a su público (los clientes del supermercado), y lo que experimenta es una situación parecida a cuando debe subir al ring.

El luchador es una película triste, impactante y conmovedora, donde todo es tan verosímil que incluso indigesta. Me dan ganas de abrazar a Randy, y ofrecerle un hombro en el que llorar, porque eso y no otra cosa es lo que necesita, algo que cada vez precisa más gente; compañía y afecto en una sociedad podrida por el dinero.

Quienes se interesen por los premios decir que Mickey Rourke y Marisa Tomei optan a Mejor actor y Mejor actriz secundaria, por sus interpretaciones en los Oscar 2009. Además The Wrestler se llevó el León de Oro en la 65ª Festival Internacional de Cine de Venecia. Merecido.

por Popeye Doyle

Si la cosa funciona

TÍTULO ORIGINAL: Whatever Works
DIRECCIÓN: Woody Allen
INTÉRPRETES: Adam Brooks, Carolyn McCormick, Clifford Lee Dickson, Conleth Hill, Larry David
AÑO: 2009
GUIÓN: Woody Allen

Hitchcock recomendaba a Truffaut que si alguna vez se sentía perdido como creador o caminaba por el terreno de la duda y de lo confuso, debía refugiarse en lo ya conocido, que corriera a cubierto, al terreno de lo ya experimentado y de lo que a uno se le da bien. Eso siempre funciona. Woody Allen, como buen explorador, se permite de vez en cuando apartarse del camino conocido para emular a Bergman (como en Interiores, 1978) o para darse un paseo por Londres o Barcelona. Sin embargo, para satisfacción de muchos de sus seguidores, también es capaz de volver sobre sus pasos y plantarse de nuevo en su conocida Manhattan.

En Si la cosa funciona, Woody regresa a la Gran Manzana, a sus personajes neuróticos, a sus ataques de pánico existencial y a sus hilarantes diálogos llenos de malicia, chispa y de autoironía. Pero va más lejos, y es que hasta la fecha quizá sea ésta la película en la que más se ríe de sí mismo -de sí mismo y de todos nosotros- y se atreve a decirnos a la cara cosas que ni siquiera el mismísimo doctor House se atrevería.

Si la cosa funciona es la historia de Boris Yellnikoff (Larry David), un ex-profesor de Física cuántica, genio autoproclamado, grosero, con ningún sentido del tacto, que cree que posee una visión del mundo más amplia que la del resto de seres humanos y que se empeña en pregonar sus convicciones a todo aquel que se le acerca. Su airada rutina se ve alterada el día que encuentra a una inculta chica sureña durmiendo junto a su puerta. Acaba permitiendo que se quede en su casa hasta que consiga encontrar un trabajo y buscarse otro lugar, y eso altera su mundo y lo pone patas arriba.

Para los que piensen que las mejores películas de Woody Allen son aquellas en las que él mismo aparece como actor, que sepan que no lo echarán en falta en ésta, porque ha encontrado a un perfecto sustituto en Larry David (humorista y co-autor de Seinfield). El reparto lo completan Evan Rachel Wood (El luchador), fantástica en su personaje de ingenua paleta de Mississippi, y una versátil Patricia Clarkson (a la que también vimos el año pasado en Vicky Cristina Barcelona).

Al principio de la película el propio Boris Yellnikoff nos avisa de que él no es una persona agradable y que ésta no será una “feel-good movie”, no será una película de buenos sentimientos ni el “caramelito” de esta temporada. Pero eso es exactamente lo que es. Con mucha gracia y su puntito de crueldad Woody Allen construye una comedia sencilla sobre el amor, sobre el descubrimiento de uno mismo y sobre cómo todo lo demás no importa “si la cosa funciona”.

Por Carlos A. Cabrera

NZ Book Council - Going West

viernes, 21 de mayo de 2010

¿Remordimiento?

La tarde será un sueño de colores...
Tu fantástica risa de oro y plata
derramará en la gracia de las flores
su leve y cristalina catarata.

Tu cuerpo, ya sin mis amantes huellas,
errará por los grises olivares,
cuando la brisa mueva las estrellas
allá sobre la calma de los mares...

¡Sí, tú, tú misma...! irás por los caminos
y el naciente rosado de la luna
te evocará, subiendo entre los pinos,
mis tardes de pasión y de fortuna.

Y mirarás, en pálido embeleso,
sombras en pena, ronda de martirios,
allí donde el amor, beso tras beso,
fue como un agua plácida entre lirios...

¡Agua, beso que no dejó una gota
para el retorno de la primavera;
música sin sentido, seca y rota;
pájaro muerto en lírica pradera!

¡Te sentirás, tal vez, dulce, transida,
y verás, al pasar, en un abismo
al que pobló las frondas de tu vida
de flores de ilusión y de lirismo!

Juan Ramón Jiménez

APAGAMOS LAS MANOS...

Apagamos las manos. Dejamos encima del mar marchitarse la luna
y nos pusimos a andar por la tierra cumplida de sombra.
Ahora ya es tarde. Las albas vendrán a ofrecernos sus húmedas flores.
Ciegos iremos. Callados iremos, mirando algo nuestro que escapa
hacia su patria remota.
(Nuestro espíritu debe de ser, que cabalga
sobre las olas.)

Ahora ya es tarde. Apagamos las manos felices
y nos ponemos a andar por la tierra cumplida de sombra.
Hemos caído en un pozo que ahoga los sueños.
Hemos sentido la boca glacial de la muerte tocar nuestra boca.

Antes, entonces, con qué gozo ardiente,
con qué prodigioso encenderse de aurora
modelamos en nieblas efímeras, en pasto de brisas ligeras,
nuestra cálida hora.
Y cómo apretamos las ubres calientes. Y cómo era hermoso
pensar que no había ni ayer, ni mañana, ni historia.

Ahora ya es tarde; apagamos las manos felices
y nos ponemos a andar por la tierra cumplida de sombra.
Cómo errar por los años, como astros gemelos, sin fuego,
como astros sin luz que se ignoran.
Cómo andar, sin nostalgia, el camino, soñando dos sueños distintos
mientras en torno el amor se desploma.

Ahora ya es tarde. Sabemos. Pensamos. (Buscábamos almas.)
Ahora sabemos que el alma no es piedra ni flor que se toca.
Como astros gemelos y ajenos pasamos, sabiendo
que el alma se niega si el cuerpo se niega.
Que nunca se logra si el cuerpo se logra.

Dejamos encima del mar marchitarse la luna.
Cómo errar, por los años, sin gloria.
Cómo aceptar que las almas son vagos ensueños
que en sueños tan sólo se dan, y despiertos se borran.
Qué consuelo ha de haber, si lograr una gota de un alma
es pretender apresar el latir de la tierra, desnuda y redonda.

Estamos despiertos. Sabemos. Como astros soberbios, caídos,
sentimos la boca glacial de la muerte tocar nuestra boca.

De "Con las piedras, con el viento" 1950

José Hierro

CAVERNA

Es verdad que los muertos tampoco duran
Ni siquiera la muerte permanece
Todo vuelve a ser polvo

Pero la cueva preservó su entierro

Aquí están alineados
cada uno con su ofrenda
los huesos dueños de una historia secreta

Aquí sabemos a qué sabe la muerte
Aquí sabemos lo que sabe la muerte
La piedra le dio vida a esta muerte
La piedra se hizo lava de muerte

Todo está muerto
En esta cueva ni siquiera vive la muerte

De "Islas a la deriva, 1973-1975"
José Emilo Pacheco

jueves, 20 de mayo de 2010

EL INSTANTE

¿Dónde estarán los siglos, dónde el sueño
de espadas que los tártaros soñaron,
dónde los fuertes muros que allanaron,
dónde el Árbol de Adán y el otro Leño?

El presente está solo. La memoria
erige el tiempo. Sucesión y engaño
es la rutina del reloj. El año
no es menos vano que la vana historia.

Entre el alba y la noche hay un abismo
de agonías, de luces, de cuidados;
el rostro que se mira en los gastados

espejos de la noche no es el mismo.
El hoy fugaz es tenue y es eterno;
otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.

Jorge Luis Borges

VALS DE ANIVERSARIO

Nada hay tan dulce como una habitación
para dos, cuando ya no nos queremos demasiado,
fuera de la ciudad, en un hotel tranquilo,
y parejas dudosas y algún niño con ganglios,

si no es esta ligera sensación
de irrealidad. Algo como el verano
en casa de mis padres, hace tiempo,
como viajes en tren por la noche. Te llamo

para decir que no te digo nada
que tú ya no conozcas, o si acaso
para besarte vagamente
los mismos labios.

Has dejado el balcón.
Ha oscurecido el cuarto
mientras que nos miramos tiernamente,
incómodos de no sentir el peso de tres años.

Todo es igual, parece
que no fue ayer. Y este sabor nostálgico,
que los silencios ponen en la boca,
posiblemente induce a equivocarnos

en nuestros sentimientos. Pero no
sin alguna reserva, porque por debajo
algo tira más fuerte y es (para decirlo
quizá de un modo menos inexacto)
difícil recordar que nos queremos,
si no es con cierta imprecisión, y el sábado,
que es hoy, queda tan cerca
de ayer a última hora y de pasado

mañana
por la mañana...

Jaime Gil de Biedma

Como se arranca el hierro de una herida...

Como se arranca el hierro de una herida
su amor de las entrañas me arranqué,
aunque sentí al hacerlo que la vida
me arrancaba con él!

Del altar que le alcé en el alma mía
la Voluntad su imagen arrojó,
y la luz de la fe que en ella ardía
ante el ara desierta se apagó.

Aún turbando en la noche el firme empeño
vive en la idea la visión tenaz...
¡Cuándo podré dormir con ese sueño
en que acaba el soñar!

Gustavo Adolfo Bécquer

miércoles, 19 de mayo de 2010

Thors well cape perpetua oregon coast seascape

El usurpador de cadáveres – Robert Louis Stevenson (1881)

Todas las noches del año nos sentábamos los cuatro en el pequeño reservado de la posada George en Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacía viento como si no, tanto si llovía como si nevaba o caía una helada, los cuatro, llegado el momento, nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés muy dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás, todavía joven, y por la simple permanencia se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de camelote era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia, y sus vicios vergonzosos eran cosas de todos sabidas en Debenham. Mantenía algunas opiniones vagamente radicales y cierto pasajero escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis a sus palabras con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su diaria visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.

Una oscura noche de invierno—habían dado las nueve algo antes de que el dueño se reuniera con nosotros— fuimos informados de que un gran terrateniente de los alrededores se había puesto enfermo en la posada, atacado de apoplejía, cuando iba de camino hacia Londres y el Parlamento; y por telégrafo se había solicitado la presencia, a la cabecera del gran hombre, de su médico de la capital, personaje todavía más famoso. Era la primera vez que pasaba una cosa así en Debenham (hacía muy poco tiempo que se había inaugurado el ferrocarril) y todos estábamos convenientemente impresionados.
—Ya ha llegado—dijo el dueño, después de llenar y de encender la pipa.
—¿Quién? —dije yo—. ¿No querrá usted decir el médico?
—Precisamente—contestó nuestro posadero.
—¿Cómo se llama?
—Doctor Macfarlane —dijo el dueño.

Fettes estaba acabando su tercer vaso, sumido ya en el estupor de la borrachera, unas veces asintiendo con la cabeza, otras con la mirada perdida en el vacío; pero con el sonido de las últimas palabras pareció despertarse y repitió dos veces el apellido —Macfarlane—: la primera con entonación tranquila, pero con repentina emoción la segunda.
—Sí dijo el dueño—, así se llama: doctor Wolfe Macfarlane.
Fettes se serenó inmediatamente; sus ojos se aclararon, su voz se hizo más firme y sus palabras más vigorosas. Todos nos quedamos muy sorprendidos ante aquella transformación, porque era como si un hombre hubiera resucitado de entre los muertos.
—Les ruego que me disculpen—dijo—; mucho me temo que no prestaba atención a sus palabras. ¿Quién es ese tal Wolfe Macfarlane?
Y añadió, después de oír las explicaciones del dueño:
—No puede ser, claro que no; y, sin embargo, me gustaría ver a ese hombre cara a cara.
—¿Le conoce usted, doctor?—preguntó boquiabierto el empresario de pompas fúnebres.
—¡Dios no lo quiera! —fue la respuesta—. Y, sin embargo, el nombre no es nada corriente, sería demasiado imaginar que hubiera dos. Dígame, posadero, ¿se trata de un hombre viejo?
—No es un hombre joven, desde luego, y tiene el pelo blanco; pero sí parece más joven que usted.
—Es mayor que yo, sin embargo; varios años mayor. Pero—dando un manotazo sobre la mesa—, es el ron lo que ve usted en mi cara; el ron y mis pecados. Este hombre quizá tenga una conciencia más fácil de contentar y haga bien las digestiones. ¡Conciencia! ¡De qué cosas me atrevo a hablar! Se imaginarán ustedes que he sido un buen cristiano, ¿no es cierto? Pues no, yo no; nunca me ha dado por la hipocresía. Quizá Voltaire habría cambiado si se hubiera visto en mi caso; pero, aunque mi cerebro—y procedió a darse un manotazo sobre la calva cabeza—, aunque mi cerebro funcionaba perfectamente, no saqué ninguna conclusión de las cosas que vi.
—Si este doctor es la persona que usted conoce—me aventuré a apuntar, después de una pausa bastante penosa—, ¿debemos deducir que no comparte la buena opinión del posadero?
Fettes no me hizo el menor caso.
—Sí—dijo, con repentina firmeza—, tengo que verlo cara a cara.
Se produjo otra pausa; luego una puerta se cerró con cierta violencia en el primer piso y se oyeron pasos en la escalera.
—Es el doctor—exclamó el dueño—. Si se da prisa podrá alcanzarle.

No había más que dos pasos desde el pequeño reservado a la puerta de la vieja posada George; la ancha escalera de roble terminaba casi en la calle; entre el umbral y el último peldaño no había sitio más que para una alfombra turca; pero este espacio tan reducido quedaba brillantemente iluminado todas las noches, no sólo gracias a la luz de la escalera y al gran farol debajo del nombre de la posada, sino también debido al cálido resplandor que salía por la ventana de la cantina. La posada llamaba así convenientemente la atención de los que cruzaban por la calle en las frías noches de invierno. Fettes se llegó sin vacilaciones hasta el diminuto vestíbulo y los demás, quedándonos un tanto retrasados, nos dispusimos a presenciar el encuentro entre aquellos dos hombres, encuentro que uno de ellos había definido como —cara a cara—. El doctor Macfarlane era un hombre despierto y vigoroso. Sus cabellos blancos servían para resaltar la calma y la palidez de su rostro, nada desprovisto de energía por otra parte. Iba elegantemente vestido con el mejor velarte y la más fina holanda, y lucía una gruesa cadena de oro para el reloj y gemelos y anteojos del mismo metal precioso. La corbata, ancha y con muchos pliegues, era blanca con lunares de color lila, y llevaba al brazo un abrigo de pieles para defenderse del frío durante el viaje. No hay duda de que lograba dar dignidad a sus años envuelto en aquella atmósfera de riqueza y respetabilidad; y no dejaba de ser todo un contraste sorprendente ver a nuestro borrachín—calvo, sucio, lleno de granos y arropado en su vieja capa azul de camelote—enfrentarse con él al pie de la escalera.
—¡Macfarlane! —dijo con voz resonante, más propia de un heraldo que de un amigo.
El gran doctor se detuvo bruscamente en el cuarto escalón, como si la familiaridad de aquel saludo sorprendiera y en cierto modo ofendiera su dignidad.
—¡Toddy Macfarlane!—repitió Fettes.

El londinense casi se tambaleó. Lanzó una mirada rapidísima al hombre que tenía delante, volvió hacia atrás unos ojos atemorizados y luego susurró con voz llena de sorpresa:
—¡Fettes! ¡Tú!
—¡Yo, sí! —dijo el otro—. ¿Creías que también yo estaba muerto? No resulta tan fácil dar por terminada nuestra relación.
—¡Calla, por favor! —exclamó el ilustre médico—. ¡Calla! Este encuentro es tan inesperado… Ya veo que te has ofendido. Confieso que al principio casi no te había conocido; pero me alegro mucho… me alegro mucho de tener esta oportunidad. Hoy sólo vamos a poder decirnos hola y hasta la vista; me espera el calesín y tengo que coger el tren; pero debes… veamos, sí… debes darme tu dirección y te aseguro que tendrás muy pronto noticias mías. Hemos de hacer algo por ti, Fettes. Mucho me temo que estás algo apurado; pero ya nos ocuparemos de eso —en recuerdo de los viejos tiempos—, como solíamos cantar durante nuestras cenas.
—¡Dinero! —exclamó Fettes— ¡Dinero tuyo! El dinero que me diste estará todavía donde lo arrojé aquella noche de lluvia.

Hablando, el doctor Macfarlane había conseguido recobrar un cierto grado de superioridad y confianza en sí mismo, pero la desacostumbrada energía de aquella negativa lo sumió de nuevo en su primitiva confusión.
Una horrible expresión atravesó por un momento sus facciones casi venerables.
—Mi querido amigo —dijo—, haz como gustes; nada más lejos de mi intención que ofenderte. No quisiera entrometerme. Pero sí que te dejaré mi dirección…
—No me la des… No deseo saber cuál es el techo que te cobija—le interrumpió el otro—. Oí tu nombre; temí que fueras tú; quería saber si, después de todo, existe un Dios; ahora ya sé que no. ¡Sal de aquí!

Pero Fettes seguía en el centro de la alfombra, entre la escalera y la puerta; y para escapar, el gran médico londinense iba a verse obligado a dar un rodeo. Estaban claras sus vacilaciones ante lo que a todas luces consideraba una humillación. A pesar de su palidez, había un brillo amenazador en sus anteojos; pero, mientras seguía sin decidirse, se dio cuenta de que el cochero de su calesín contemplaba con interés desde la calle aquella escena tan poco común y advirtió también cómo le mirábamos nosotros, los del pequeño grupo del reservado, apelotonados en el rincón más próximo a la cantina. La presencia de tantos testigos le decidió a emprender la huida. Pasó pegado a la pared y luego se dirigió hacia la puerta con la velocidad de una serpiente. Pero sus dificultades no habían terminado aún, porque antes de salir Fettes le agarró del brazo y, de sus labios, aunque en un susurro, salieron con toda claridad estas palabras:
—¿Has vuelto a verlo?

El famoso doctor londinense dejó escapar un grito ahogado, dio un empujón al que así le interrogaba y con las manos sobre la cabeza huyó como un ladrón cogido in fraganti. Antes de que a ninguno de nosotros se nos ocurriera hacer el menor movimiento, el calesín traqueteaba ya camino de la estación La escena había terminado como podría hacerlo un sueño; pero aquel sueño había dejado pruebas y rastros de su paso. Al día siguiente la criada encontró los anteojos de oro en el umbral, rotos, y aquella noche todos permanecimos en pie, sin aliento, junto a la ventana de la cantina, con Fettes a nuestro lado, sereno, pálido y con aire decidido.
—¡Que Dios nos tenga de su mano, Mr. Fettes! —dijo el posadero, al ser el primero en recobrar el normal uso de sus sentidos—. ¿A qué obedece todo esto? Son cosas bien extrañas las que usted ha dicho…
Fettes se volvió hacia nosotros; nos fue mirando a la cara sucesivamente.
—Procuren tener la lengua quieta—dijo—. Es arriesgado enfrentarse con el tal Macfarlane; los que lo han hecho se han arrepentido demasiado tarde.

Después, sin terminarse el tercer vaso, ni mucho menos quedarse para consumir los otros dos, nos dijo adiós y se perdió en la oscuridad de la noche después de pasar bajo la lámpara de la posada.

Nosotros tres regresamos a los sillones del reservado, con un buen fuego y cuatro velas recién empezadas; y, a medida que recapitulábamos lo sucedido, el primer escalofrío de nuestra sorpresa se convirtió muy pronto en hormiguillo de curiosidad. Nos quedamos allí hasta muy tarde; no recuerdo ninguna otra noche en la que se prolongara tanto la tertulia. Antes de separarnos, cada uno tenía una teoría que se había comprometido a probar, y no había para nosotros asunto más urgente en este mundo que rastrear el pasado de nuestro misterioso contertulio y descubrir el secreto que compartía con el famoso doctor londinense. No es un gran motivo de vanagloria, pero creo que me di mejor maña que mis compañeros para desvelar la historia; y quizá no haya en estos momentos otro ser vivo que pueda narrarles a ustedes aquellos monstruosos y abominables sucesos.

De joven, Fettes había estudiado medicina en Edimburgo. Tenía un cierto tipo de talento que le permitía retener gran parte de lo que oía y asimilarlo en seguida, haciéndolo suyo. Trabajaba poco en casa; pero era cortés, atento e inteligente en presencia de sus maestros. Pronto se fijaron en él por su capacidad de atención y su buena memoria; y, aunque a mí me pareció bien extraño cuando lo oí por primera vez, Fettes era en aquellos días bien parecido y cuidaba mucho de su aspecto exterior. Existía por entonces fuera de la universidad un cierto profesor de anatomía al que designaré aquí mediante la letra K. Su nombre llegó más adelante a ser tristemente célebre. El hombre que lo llevaba se escabulló disfrazado por las calles de Edimburgo, mientras el gentío, que aplaudía la ejecución de Burke, pedía a gritos la sangre de su patrón. Pero Mr. K estaba entonces en la cima de su popularidad; disfrutaba de la fama debido en parte a su propio talento y habilidad, y en parte a la incompetencia de su rival, el profesor universitario. Los estudiantes, al menos, tenían absoluta fe en él y el mismo Fettes creía, e hizo creer a otros, que había puesto los cimientos de su éxito al lograr el favor de este hombre meteóricamente famoso. Mr. K era un bon vivant además de un excelente profesor; y apreciaba tanto una hábil ilusión como una preparación cuidadosa. En ambos campos Fettes disfrutaba de su merecida consideración, y durante el segundo año de sus estudios recibió el encargo semioficial de segundo profesor de prácticas o sub—asistente en su clase.
Debido a este empleo, el cuidado del anfiteatro y del aula recaía de manera particular sobre los hombros de Fettes. Era responsable de la limpieza de los locales y del comportamiento de los otros estudiantes y también constituía parte de su deber proporcionar, recibir y dividir los diferentes cadáveres. Con vistas a esta última ocupación—en aquella época asunto muy delicado—, Mr. K hizo que se alojase primero en el mismo callejón y más adelante en el mismo edificio donde estaban instaladas las salas de disección. Allí, después de una noche de turbulentos placeres, con la mano todavía temblorosa y la vista nublada, tenía que abandonar la cama en la oscuridad de las horas que preceden a los amaneceres invernales, para entenderse con los sucios y desesperados traficantes que abastecían las mesas. Tenía que abrir la puerta a aquellos hombres que después han alcanzado tan terrible reputación en todo el país. Tenía que recoger su trágico cargamento, pagarles el sórdido precio convenido y quedarse solo, al marcharse los otros, con aquel desagradable despojos de humanidad. Terminada tal escena, Fettes volvía a adormilarse por espacio de una o dos horas para reparar así los abusos de la noche y refrescarse un tanto para los trabajos del día siguiente.

Pocos muchachos podrían haberse mostrado más insensibles a las impresiones de una vida pasada de esta manera bajo los emblemas de la moralidad. Su mente estaba impermeabilizada contra cualquier consideración de carácter general. Era incapaz de sentir interés por el destino y los reveses de fortuna de cualquier otra persona, esclavo total de sus propios deseos y rastreras ambiciones. Frío, superficial y egoísta en última instancia, no carecía de ese mínimo de prudencia, a la que se da equivocadamente el nombre de moralidad, que mantiene a un hombre alejado de borracheras inconvenientes o latrocinios castigables. Como Fettes deseaba además que sus maestros y condiscípulos tuvieran de él una buena opinión, se esforzaba en guardar las apariencias. Decidió también destacar en sus estudios y día tras día servía a su patrón impecablemente en las cosas más visibles y que más podían reforzar su reputación de buen estudiante. Para indemnizarse de sus días de trabajo, se entregaba por las noches a placeres ruidosos y desvergonzados; y cuando los dos platillos se equilibraban, el órgano al que Fettes llamaba su conciencia se declaraba satisfecho.

La obtención de cadáveres era continua causa de dificultades tanto para él como para su patrón. En aquella clase con tantos alumnos y en la que se trabajaba mucho, la materia prima de las disecciones estaba siempre a punto de acabarse; y las transacciones que esta situación hacía necesarias no sólo eran desagradables en sí mismas, sino que podían tener consecuencias muy peligrosas para todos los implicados. La norma de Mr. K era no hacer preguntas en el trato con los de la profesión. —Ellos consiguen el cuerpo y nosotros pagamos el precio—, solía decir, recalcando la aliteración; —quid pro quo—. Y de nuevo, y con cierto cinismo, les repetía a sus asistentes que —No hicieran preguntas por razones de conciencia.—

No es que se diera por sentado implícitamente que los cadáveres se conseguían mediante el asesinato. Si tal idea se le hubiera formulado mediante palabras, Mr. K se habría horrorizado; pero su frívola manera de hablar tratándose de un problema tan serio era, en sí misma, una ofensa contra las normas más elementales de la responsabilidad social y una tentación ofrecida a los hombres con los que negociaba. Fettes, por ejemplo no había dejado de advertir que, con frecuencia, los cuerpos que le llevaban habían perdido la vida muy pocas horas antes. También le sorprendía una y otra vez el aspecto abominable y los movimientos solapados de los rufianes que llamaban a su puerta antes del alba; y, atando cabos para sus adentros, quizá atribuía un significado demasiado inmoral y demasiado categórico a las imprudentes advertencias de su maestro. En resumen: Fettes entendía que su deber constaba de tres apartados: aceptar lo que le traían, pagar el precio y pasar por alto cualquier indicio de un posible crimen.

Una mañana de noviembre esta consigna de silencio se vio duramente puesta a prueba. Fettes, después de pasar la noche en blanco debido a un atroz dolor de muelas—paseándose por su cuarto como una fiera enjaulada o arrojándose desesperado sobre la cama—, y caer ya de madrugada en ese sueño profundo e intranquilo que con tanta frecuencia es la consecuencia de una noche de dolor, se vio despertado por la tercera o cuarta impaciente repetición de la señal convenida. La luna, aunque en cuarto menguante, derramaba abundante luz; hacía mucho frío y la noche estaba ventosa, la ciudad dormía aún, pero una indefinible agitación preludiaba ya el ruido y el tráfago del día. Los profanadores habían llegado más tarde de lo acostumbrado y parecían tener aún más prisa por marcharse que otras veces. Fettes, muerto de sueño, les fue alumbrando escaleras arriba. Oía sus roncas voces, con fuerte acento irlandés, como formando parte de un sueño; y mientras aquellos hombres vaciaban el lúgubre contenido de su saco, él dormitaba, con un hombro apoyado contra la pared; tuvo que hacer luego verdaderos esfuerzos para encontrar el dinero con que pagar a aquellos hombres. Al ponerse en movimiento sus ojos tropezaron con el rostro del cadáver. No pudo disimular su sobresalto; dio dos pasos hacia adelante, con la vela en alto.
—¡Santo cielo!—exclamó—. ¡Si es Jane Galbraith!
Los hombres no respondieron nada pero se movieron imperceptiblemente en dirección a la puerta.
—La conozco, se lo aseguro —continuó Fettes—. Ayer estaba viva y muy contenta. Es imposible que haya muerto; es imposible que hayan conseguido este cuerpo de forma correcta.
—Está usted completamente equivocado, señor—dijo uno de los hombres.

Pero el otro lanzó a Fettes una mirada amenazadora y pidió que se les diera el dinero inmediatamente.

Era imposible malinterpretar su expresión o exagerar el peligro que implicaba. Al muchacho le faltó valor. Tartamudeó una excusa, contó la suma convenida y acompañó a sus odiosos visitantes hasta la puerta. Tan pronto como desaparecieron, Fettes se apresuró a confirmar sus sospechas. Mediante una docena de marcas que no dejaban lugar a dudas identificó a la muchacha con la que había bromeado el día anterior. Vio, con horror, señales sobre aquel cuerpo que podían muy bien ser pruebas de una muerte violenta. Se sintió dominado por el pánico y buscó refugio en su habitación. Una vez allí reflexionó con calma sobre el descubrimiento que había hecho; consideró fríamente la importancia de las instrucciones de Mr. K y el peligro para su persona que podía derivarse de su intromisión en un asunto de tanta importancia; finalmente, lleno de angustiosas dudas, determinó esperar y pedir consejo a su inmediato superior, el primer asistente.

Era éste un médico joven, Tolfe Macfarlane, gran favorito de los estudiantes temerarios, hombre inteligente, disipado y absolutamente falto de escrúpulos. Había viajado y estudiado en el extranjero. Sus modales eran agradables y un poquito atrevidos. Se le consideraba una autoridad en cuestiones teatrales y no había nadie más hábil para patinar sobre el hielo ni que manejara con más destreza los palos de golf; vestía con elegante audacia y, como toque final de distinción, era propietario de un calesín y de un robusto trotón. Su relación con Fettes había llegado a ser muy íntima; de hecho sus cargos respectivos hacían necesaria una cierta comunidad de vida; y cuando escaseaban los cadáveres, los dos se adentraban por las zonas rurales en el calesín de Macfarlane, para visitar y profanar algún cementerio poco frecuentado y, antes del alba, presentarse con su botín en la puerta de la sala de disección.

Aquella mañana Macfarlane apareció un poco antes de lo que solía. Fettes le oyó, salió a recibirle a la escalera, le contó su historia y terminó mostrándole la causa de su alarma. Macfarlane examinó las señales que presentaba el cadáver.
—Sí—dijo con una inclinación de cabeza—; parece sospechoso.
—¿Qué te parece que debo hacer?—preguntó Fettes.
—¿Hacer?—repitió el otro—. ¿Es que quieres hacer algo? Cuanto menos se diga, antes se arreglará, diría yo.
—Quizá la reconozca alguna otra persona —objetó Fettes—. Era tan conocida como el Castle Rock.
—Esperemos que no —dijo Macfarlane—, y si alguien lo hace… bien, tú no la reconociste, ¿comprendes?, y no hay más que hablar. Lo cierto es que esto lleva ya demasiado tiempo sucediendo. Remueve el cieno y colocarás a K en una situación desesperada; tampoco tú saldrías muy bien librado. Ni yo, si vamos a eso. Me gustaría saber cómo quedaríamos, o qué demonios podríamos decir si nos llamaran como testigos ante cualquier tribunal. Porque, para mí, ¿sabes?, hay una cosa cierta: prácticamente hablando, todo nuestro —material— han sido personas asesinadas.
—¡Macfarlane!—exclamó Fettes.
—¡Vamos, vamos!—se burló el otro—. ¡Como si tú no lo hubieras sospechado!
—Sospechar es una cosa…
—Y probar otra. Ya lo sé; y siento tanto como tú que esto haya llegado hasta aquí—dando unos golpes en el cadáver con su bastón—. Pero colocados en esta situación, lo mejor que puedo hacer es no reconocerla; y—añadió con gran frialdad—así es: no la reconozco. Tú puedes, si es ése tu deseo. No voy a decirte lo que tienes que hacer, pero creo que un hombre de mundo haría lo mismo que yo; y me atrevería a añadir que eso es lo que K esperaría de nosotros. La cuestión es ¿por qué nos eligió a nosotros como asistentes? Y yo respondo: porque no quería viejas chismosas.

Aquella manera de hablar era la que más efecto podía tener en la mente de un muchacho como Fettes. Accedió a imitar a Macfarlane. El cuerpo de la desgraciada joven pasó a la mesa de disección como era costumbre y nadie hizo el menor comentario ni pareció reconocerla.

Una tarde, después de haber terminado su trabajo de aquel día, Fettes entró en una taberna muy concurrida y encontró allí a Macfarlane sentado en compañía de un extraño. Era un hombre pequeño, muy pálido y de cabellos muy oscuros, y ojos negros como carbones. El corte de su cara parecía prometer una inteligencia y un refinamiento que sus modales se encargaban de desmentir, porque nada más empezar a tratarle, se ponía de manifiesto su vulgaridad, su tosquedad y su estupidez. Aquel hombre ejercía, sin embargo, un extraordinario control sobre Macfarlane; le daba órdenes como si fuera el Gran Bajá; se indignaba ante el menor inconveniente o retraso, y hacía groseros comentarios sobre el servilismo con que era obedecido. Esta persona tan desagradable manifestó una inmediata simpatía hacia Fettes, trató de ganárselo invitándolo a beber y le honró con extraordinarias confidencias sobre su pasado. Si una décima parte de lo que confesó era verdad, se trataba de un bribón de lo más odioso; y la vanidad del muchacho se sintió halagada por el interés de un hombre de tanta experiencia.
—Yo no soy precisamente un ángel—hizo notar el desconocido—, pero Macfarlane me da ciento y raya… Toddy Macfarlane le llamo yo. Toddy, pide otra copa para tu amigo.
O bien:
—Toddy, levántate y cierra la puerta.
—Toddy me odia—dijo después—. Sí, Toddy, ¡claro que me odias!
—No me gusta ese maldito nombre, y usted lo sabe —gruñó Macfarlane.
—¡Escúchalo! ¿Has visto a los muchachos tirar al blanco con sus cuchillos? A él le gustaría hacer eso por todo mi cuerpo—explicó el desconocido —Nosotros, la gente de medicina, tenemos un sistema mejor—dijo Fettes—. Cuando no nos gusta un amigo muerto, lo llevamos a la mesa de disección Macfarlane le miró enojado, como si aquella broma fuera muy poco de su agrado.

Fue pasando la tarde. Gray, porque tal era el nombre del desconocido, invitó a Fettes a cenar con ellos, encargando un festín tan suntuoso que la taberna entera tuvo que movilizarse, y cuando terminó le mandó a Macfarlane que pagara la cuenta. Se separaron ya de madrugada; el tal Gray estaba completamente borracho. Macfarlane, sereno sobre todo a causa de la indignación reflexionaba sobre el dinero que se había visto obligado a malgastar y las humillaciones que había tenido que soportar. Fettes, con diferentes licores cantándole dentro de la cabeza, volvió a su casa con pasos inciertos y la mente totalmente en blanco. Al día siguiente Macfarlane faltó a clase y Fettes sonrió para sus adentros al imaginárselo todavía acompañando al insoportable Gray de taberna en taberna. Tan pronto como quedó libre de sus obligaciones, se puso a buscar por todas partes a sus compañeros de la noche anterior. Pero no consiguió encontrarlos en ningún sitio; de manera que volvió pronto a su habitación, se acostó en seguida, y durmió el sueño de los justos.

A las cuatro de la mañana le despertó la señal acostumbrada. Al bajar a abrir la puerta, grande fue su asombro cuando descubrió a Macfarlane con su calesín y dentro del vehículo uno de aquellos horrendos bultos alargados que tan bien conocía.
—¡Cómo! —exclamó—. ¿Has salido tú solo? ¿Cómo te las has apañado?

Pero Macfarlane le hizo callar bruscamente, pidiéndole que se ocupara del asunto que tenían entre manos. Después de subir el cuerpo y de depositarlo sobre la mesa, Macfarlane hizo primero un gesto como de marcharse. Después se detuvo y pareció dudar.
—Será mejor que le veas la cara—dijo después lentamente, como si le costara cierto trabajo hablar—. Será mejor—repitió, al ver que Fettes se le quedaba mirando, lleno de asombro.
—Pero ¿dónde, cómo y cuándo ha llegado a tus manos?—exclamó el otro.
—Mírale la cara—fue la única respuesta.

Fettes titubeó; le asaltaron extrañas dudas. Contempló al joven médico y después el cuerpo; luego volvió otra vez la vista hacia Macfarlane. Finalmente, dando un respingo, hizo lo que se le pedía. Casi estaba esperando el espectáculo que se tropezaron sus ojos pero de todas formas el impacto fue violento. Ver, inmovilizado por la rigidez de la muerte y desnudo sobre el basto tejido de arpillera, al hombre del que se había separado dejándolo bien vestido y con el estómago satisfecho en el umbral de una taberna, despertó, hasta en el atolondrado Fettes, algunos de los terrores de la conciencia. El que dos personas que había conocido hubieran terminado sobre las heladas mesas de disección era un cras tibi que iba repitiéndose por su alma en ecos sucesivos. Con todo, aquellas eran sólo preocupaciones secundarias. Lo que más le importaba era Wolfe.

Falto de preparación para enfrentarse con un desafío de tanta importancia, Fettes no sabía cómo mirar a la cara a su compañero. No se atrevía a cruzar la vista con él y le faltaban tanto las palabras como la voz con que pronunciarlas.

Fue Macfarlane mismo quien dio el primer paso. Se acercó tranquilamente por detrás y puso una mano, con suavidad pero con firmeza, sobre el hombro del otro.
—Richardson—dijo—puede quedarse con la cabeza.

Richardson era un estudiante que desde tiempo atrás se venía mostrando muy deseoso de disponer de esa porción del cuerpo humano para sus prácticas de disección. No recibió ninguna respuesta, y el asesino continuó:
—Hablando de negocios, debes pagarme; tus cuentas tienen que cuadrar, como es lógico.
Fettes encontró una voz que no era más que una sombra de la suya:
—¡Pagarte! —exclamó—. ¿Pagarte por eso?
—Naturalmente; no tienes más remedio que hacerlo. Desde cualquier punto de vista que lo consideres—insistió el otro—. Yo no me atrevería a darlo gratis; ni tú a aceptarlo sin pagar, nos comprometería a los dos. Este es otro caso como el de Jane Galbraith. Cuantos más cabos sueltos, más razones para actuar como si todo estuviera en perfecto orden. ¿Dónde guarda su dinero el viejo K?
—Allí—contestó Fettes con voz ronca, señalando al armario del rincón.
—Entonces, dame la llave—dijo el otro calmosamente, extendiendo la mano.
Después de un momento de vacilación, la suerte quedó decidida. Macfarlane no pudo suprimir un estremecimiento nervioso, manifestación insignificante de un inmenso alivio, al sentir la llave entre los dedos. Abrió el armario, sacó pluma, tinta y el libro diario que descansaban sobre una de las baldas, y del dinero que había en un cajón tomó la suma adecuada para el caso.
—Ahora, mira—dijo Macfarlane—; ya se ha hecho el pago, primera prueba de tu buena fe, primer escalón hacia la seguridad. Pero todavía tienes que asegurarlo con un segundo paso. Anota el pago en el diario y estarás ya en condiciones de hacer frente al mismo demonio.

Durante los pocos segundos que siguieron la mente de Fettes fue un torbellino de ideas; pero al contrastar sus terrores, terminó triunfando el más inmediato. Cualquier dificultad le pareció casi insignificante comparada con una confrontación con Macfarlane en aquel momento. Dejó la vela que había sostenido todo aquel tiempo y con mano segura anotó la fecha, la naturaleza y el importe de la transacción.
—Y ahora —dijo Macfarlane—, es de justicia que te quedes con el dinero. Yo he cobrado ya mi parte. Por cierto, cuando un hombre de mundo tiene suerte y se encuentra en el bolsillo con unos cuantos chelines extra, me da vergüenza hablar de ello, pero hay una regla de conducta para esos casos. No hay que dedicarse a invitar, ni a comprar libros caros para las clases, ni a pagar viejas deudas; hay que pedir prestado en lugar de prestar.
—Macfarlane —empezó Fettes, con voz todavía un poco ronca—, me he puesto el nudo alrededor del cuello por complacerte.
—¿Por complacerme? —exclamó Wolfe—. ¡Vamos, vamos! Por lo que a mí se me alcanza no has hecho más que lo que estabas obligado a hacer en defensa propia. Supongamos que yo tuviera dificultades, ¿qué sería de tí? Este segundo accidente sin importancia procede sin duda alguna del primero. Mr. Gray es la continuación de Miss Galbraith. No es posible empezar y pararse luego. Si empiezas, tienes que seguir adelante; ésa es la verdad. Los malvados nunca encuentran descanso.

Una horrible sensación de oscuridad y una clara conciencia de la perfidia del destino se apoderaron del alma del infeliz estudiante.
—¡Dios mío!—exclamó—. ¿Qué es lo que he hecho? y ¿cuándo puede decirse que haya empezado todo esto? ¿Qué hay de malo en que a uno lo nombren asistente? Service quería ese puesto; Service podía haberlo conseguido. ¿Se encontraría él en la situación en la que yo me encuentro ahora?
—Mi querido amigo —dijo Macfarlane—, ¡qué ingenuidad la tuya! ¿Es que acaso te ha pasado algo malo? ¿Es que puede pasarte algo malo si tienes la lengua quieta? ¿Es que todavía no te has enterado de lo que es la vida? Hay dos categorías de personas: los leones y los corderos. Si eres un cordero terminarás sobre una de esas mesas como Gray o Jane Galbraith; si eres un león, seguirás vivo y tendrás un caballo como tengo yo, como lo tiene K; como todas las personas con inteligencia o con valor. Al principio se titubea. Pero ¡mira a K! Mi querido amigo, eres inteligente, tienes valor. Yo te aprecio y K también te aprecia. Has nacido para ir a la cabeza, dirigiendo la cacería; y yo te aseguro, por mi honor y mi experiencia de la vida, que dentro de tres días te reirás de estos espantapájaros tanto como un colegial que presencia una farsa.

Y con esto Macfarlane se despidió y abandonó el callejón con su calesín para ir a recogerse antes del alba. Fettes se quedó solo con los remordimientos. Vio los peligros que le amenazaban. Vio, con indecible horror, el pozo sin fondo de su debilidad, y cómo, de concesión en concesión, había descendido de árbitro del destino de Macfarlane a cómplice indefenso y a sueldo. Hubiera dado el mundo entero por haberse mostrado un poco más valiente en el momento oportuno, pero no se le ocurrió que la valentía estuviera aún a su alcance. El secreto de Jane Galbraith y la maldita entrada en el libro diario habían cerrado su boca definitivamente.

Pasaron las horas; los alumnos empezaron a llegar; se fue haciendo entrega de los miembros del infeliz Gray a unos y otros, y los estudiantes los recibieron sin hacer el menor comentario. Richardson manifestó su satisfacción al dársele la cabeza; y, antes de que sonara la hora de la libertad, Fettes temblaba, exultante, al darse cuenta de lo mucho que había avanzado en el camino hacia la seguridad. Durante dos días siguió observando, con creciente alegría, el terrible proceso de enmascaramiento.

Al tercer día Macfarlane reapareció. Había estado enfermo, dijo; pero compensó el tiempo perdido con la energía que desplegó dirigiendo a los estudiantes. Consagró su ayuda y sus consejos a Richardson de manera especial, y el alumno, animado por los elogios del asistente, trabajó muy deprisa, lleno de esperanzas, viéndose dueño ya de la medalla a la aplicación.

Antes de que terminara la semana se había cumplido la profecía de Macfarlane. Fettes había sobrevivido a sus terrores y olvidado su bajeza. Empezó a adornarse con las plumas de su valor y logró reconstruir la historia de tal manera que podía rememorar aquellos sucesos con malsano orgullo. A su cómplice lo veía poco. Se encontraban en las clases, por supuesto; también recibían juntos las órdenes de Mr. K. A veces, intercambiaban una o dos palabras en privado y Macfarlane se mostraba de principio a fin particularmente amable y jovial. Pero estaba claro que evitaba cualquier referencia a su común secreto; e incluso cuando Fettes susurraba que había decidido unir su suerte a la de los leones y rechazar la de los corderos, se limitaba a indicarle con una sonrisa que guardara silencio.
Finalmente se presentó una ocasión para que los dos trabajaran juntos de nuevo. En la clase de Mr. K volvían a escasear los cadáveres; los alumnos se mostraban impacientes y una de las aspiraciones del maestro era estar siempre bien provisto. Al mismo tiempo llegó la noticia de que iba a efectuarse un entierro en el rústico cementerio de Glencorse. El paso del tiempo ha modificado muy poco el sitio en cuestión. Estaba situado entonces, como ahora, en un cruce de caminos, lejos de toda humana habitación y escondido bajo el follaje de seis cedros. Los balidos de las ovejas en las colinas de los alrededores; los riachuelos a ambos lados: uno cantando con fuerza entre las piedras y el otro goteando furtivamente entre remanso y remanso; el rumor del viento en los viejos castaños florecidos y, una vez a la semana, la voz de la campana y las viejas melodías del chantre, eran los únicos sonidos que turbaban el silencio de la iglesia rural. El Resurreccionista—por usar un sinónimo de la época—no se sentía coartado por ninguno de los aspectos de la piedad tradicional. Parte integrante de su trabajo era despreciar y profanar los pergaminos y las trompetas de las antiguas tumbas, los caminos trillados por pies devotos y afligidos, y las ofrendas e inscripciones que testimonian el afecto de los que aún siguen vivos. En las zonas rústicas, donde el amor es más tenaz de lo corriente y donde lazos de sangre o camaradería unen a toda la sociedad de una parroquia, el ladrón de cadáveres, en lugar de sentirse repelido por natural respeto agradece la facilidad y ausencia de riesgo con que puede llevar a cabo su tarea. A cuerpos que habían sido entregados a la tierra, en gozosa expectación de un despertar bien diferente, les llegaba esa resurrección apresurada, llena de terrores, a la luz de la linterna, de la pala y el azadón. Forzado el ataúd y rasgada la mortaja, los melancólicos
restos, vestidos de arpillera, después de dar tumbos durante horas por caminos apartados, privados incluso de la luz de la luna, eran finalmente expuestos a las mayores indignidades ante una clase de muchachos boquiabiertos. De manera semejante a como dos buitres pueden caer en picado sobre un cordero agonizante, Fettes y Macfarlane iban a abatirse sobre una tumba en aquel tranquilo lugar de descanso, lleno de verdura. La esposa de un granjero, una mujer que había vivido sesenta años y había sido conocida por su excelente mantequilla y bondadosa conversación, había de ser arrancada de su tumba a medianoche y transportada, desnuda y sin vida, a la lejana ciudad que ella siempre había honrado poniéndose, para visitarla, sus mejores galas dominicales; el lugar que le correspondía junto a su familia habría de quedar vacío hasta el día del Juicio Final; sus miembros inocentes y siempre venerables habrían de ser expuestos a la fría curiosidad del disector.

A última hora de la tarde los viajeros se pusieron en camino, bien envueltos en sus capas y provistos con una botella de formidables dimensiones. Llovía sin descanso: una lluvia densa y fría que se desplomaba sobre el suelo con inusitada violencia. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento, pero la cortina de lluvia acababa con ella. A pesar de la botella, el trayecto hasta Panicuik, donde pasarían la velada, resultó triste y silencioso. Se detuvieron antes en un espeso bosquecillo no lejos del cementerio para esconder sus herramientas; y volvieron a pararse en la posada Fisher’s Tryst, para brindar delante del fuego e intercalar una jarra de cerveza entre los tragos de whisky. Cuando llegaron al final de su viaje, el calesín fue puesto a cubierto, se dio de comer al caballo y los jóvenes doctores se acomodaron en un reservado para disfrutar de la mejor cena y del mejor vino que la casa podía ofrecerles. Las luces, el fuego, el golpear de la lluvia contra la ventana, el frío y absurdo trabajo que les esperaba, todo contribuía a hacer más placentera la comida. Con cada vaso que bebían su cordialidad aumentaba. Muy pronto Macfarlane entregó a su compañero un montoncito de monedas de oro.
—Un pequeño obsequio—dijo—. Entre amigos estos favores tendrían que hacerse con tanta facilidad como pasa de mano en mano uno de esos fósforos largos para encender la pipa.
Fettes se guardó el dinero y aplaudió con gran vigor el sentir de su colega.
—Eres un verdadero filósofo —exclamó—. Yo no era más que un ignorante hasta que te conocí. Tú y K… ¡Por Belcebú que entre los dos haréis de mí un hombre!
—Por supuesto que sí—asintió Macfarlane—. Aunque si he de serte franco, se necesitaba un hombre para respaldarme el otro día. Hay algunos cobardes de cuarenta años, muy corpulentos y pendencieros, que se hubieran puesto enfermos al ver el cadáver; pero tú no…. tú no perdiste la cabeza. Te estuve observando.
—¿Y por qué tenía que haberla perdido?—presumió Fettes—. No era asunto mío. Hablar no me hubiera producido más que molestias, mientras que si callaba podía contar con tu gratitud, ¿no es cierto?—y golpeó el bolsillo con la mano, haciendo sonar las monedas de oro.

Macfarlane sintió una punzada de alarma ante aquellas desagradables palabras. Puede que lamentara la eficacia de sus enseñanzas en el comportamiento de su joven colaborador, pero no tuvo tiempo de intervenir porque el otro continuó en la misma línea jactanciosa.
—Lo importante es no asustarse. Confieso, aquí, entre nosotros, que no quiero que me cuelguen, y eso no es más que sentido práctico; pero la mojigatería, Macfarlane, nací ya despreciándola. El infierno, Dios, el demonio, el bien y el mal, el pecado, el crimen, y toda esa vieja galería de curiosidades… quizá sirvan para asustar a los chiquillos, pero los hombres de mundo como tú y como yo desprecian esas cosas. ¡Brindemos por la memoria de Gray!

Para entonces se estaba haciendo ya algo tarde. Pidieron que les trajeran el calesín delante de la puerta con los dos faroles encendidos y una vez cumplimentada su orden, pagaron la cuenta y emprendieron la marcha. Explicaron, que iban camino de Peebles y tomaron aquella dirección hasta perder de vista las últimas casas del pueblo; luego, apagando los faroles, dieron la vuelta y siguieron un atajo que les devolvía a Glencorse. No había otro ruido que el de su carruaje y el incesante y estridente caer de la lluvia. Estaba oscuro como boca de lobo aquí y allí un portillo blanco o una piedra del mismo color en algún muro les guiaba por unos momentos; pero casi siempre tenían que avanzar al paso y casi a tientas mientras atravesaban aquella ruidosa oscuridad en dirección hacia su solemne y aislado punto de destino. En la zona de bosques tupidos que rodea el cementerio la oscuridad se hizo total y no tuvieron más solución que volver a encender uno de los faroles del calesín. De esta manera, bajo los árboles goteantes y rodeados de grandes sombras que se movían continuamente, llegaron al escenario de sus impíos trabajos.

Los dos eran expertos en aquel asunto y muy eficaces con la pala; y cuando apenas llevaban veinte minutos de tarea se vieron recompensados con el sordo retumbar de sus herramientas sobre la tapa del ataúd. Al mismo tiempo, Macfarlane, al hacerse daño en la mano con una piedra, la tiró hacia atrás por encima de su cabeza sin mirar. La tumba, en la que, cavando, habían llegado a hundirse ya casi hasta los hombros, estaba situada muy cerca del borde del camposanto; y para que iluminara mejor sus trabajos habían apoyado el farol del calesín contra un árbol casi en el límite del empinado terraplén que descendía hasta el arroyo. La casualidad dirigió certeramente aquella piedra. Se oyó en el acto un estrépito de vidrios rotos; la oscuridad les envolvió; ruidos alternativamente secos y vibrantes sirvieron para anunciarles la trayectoria del farol terraplén abajo, y las veces que chocaba con árboles encontrados en su camino. Una piedra o dos, desplazadas por el farol en su caída, le siguieron dando tumbos hasta el fondo del vallecillo; y luego el silencio, como la oscuridad, se apoderó de todo; y por mucho que aguzaron el oído no se oía más que la lluvia, que tan pronto llevaba el compás del viento como caía sin altibajos sobre millas y millas de campo abierto.

Como casi estaban terminando ya su aborrecible tarea, juzgaron más prudente acabarla a oscuras. Desenterraron el ataúd y rompieron la tapa; introdujeron el cuerpo en el saco, que estaba completamente mojado, y entre los dos lo transportaron hasta el calesín; uno se montó para sujetar el cadáver y el otro, llevando al caballo por el bocado fue a tientas junto al muro y entre los árboles hasta llegar a un camino más ancho cerca de la posada Fisher’s Tryst. Celebraron el débil y difuso resplandor que allí había como si de la luz del sol se tratara; con su ayuda consiguieron poner el caballo a buen paso y empezaron a traquetear alegremente camino de la ciudad.

Los dos se habían mojado hasta los huesos durante sus operaciones y ahora, al saltar el calesín entre los profundos surcos de la senda, el objeto que sujetaban entre los dos caía con todo su peso primero sobre uno y luego sobre el otro. A cada repetición del horrible contacto ambos rechazaban instintivamente el cadáver con más violencia; y aunque los tumbos del vehículo bastaban para explicar aquellos contactos, su repetición terminó por afectar a los dos compañeros. Macfarlane hizo un chiste de mal gusto sobre la mujer del granjero que brotó ya sin fuerza de sus labios y que Fettes dejó pasar en silencio. Pero su extraña carga seguía chocando a un lado y a otro; tan pronto la cabeza se recostaba confianzudamente sobre un hombro como un trozo de empapada arpillera aleteaba gélidamente delante de sus rostros. Fettes empezó a sentir frío en el alma. Al contemplar el bulto tenía la impresión de que hubiera aumentado de tamaño. Por todas partes, cerca del camino y también a lo lejos, los perros de las granjas acompañaban su paso con trágicos aullidos; y el muchacho se fue convenciendo más y más de que algún inconcebible milagro había tenido lugar; que en aquel cuerpo muerto se había producido algún cambio misterioso y que los perros aullaban debido al miedo que les inspiraba su terrible carga.
—Por el amor de Dios —dijo, haciendo un gran esfuerzo para conseguir hablar—, por el amor de Dios, ¡encendamos una luz!

Macfarlane, al parecer, se veía afectado por los acontecimientos de manera muy similar y, aunque no dio respuesta alguna, detuvo al caballo, entregó las riendas a su compañero, se apeó y procedió a encender el farol que les quedaba. No habían llegado para entonces más allá del cruce de caminos que conduce a Auchenclinny. La lluvia seguía cayendo como si fuera a repetirse el diluvio universal, y no era nada fácil encender fuego en aquel mundo de oscuridad y de agua. Cuando por fin la vacilante llama azul fue traspasada a la mecha y empezó a ensancharse y hacerse más luminosa, creando un amplio círculo de imprecisa claridad alrededor del calesín, los dos jóvenes fueron capaces de verse el uno al otro y también el objeto que acarreaban. La lluvia había ido amoldando la arpillera al contorno del cuerpo que cubría, de manera que la cabeza se distinguía perfectamente del tronco, y los hombros se recortaban con toda claridad; algo a la vez espectral y humano les obligaba a mantener los ojos fijos en aquel horrible compañero de viaje.

Durante algún tiempo Macfarlane permaneció inmóvil, sujetando el farol. Un horror inexpresable envolvía el cuerpo de Fettes como una sábana humedecida, crispando al mismo tiempo sus lívidas facciones, un miedo que no tenía sentido, un horror a lo que no podía ser se iba apoderando de su cerebro. Un segundo más y hubiera hablado. Pero su compañero se le adelantó.
—Esto no es una mujer—dijo Macfarlane con voz que no era más que un susurro.
—Era una mujer cuando la subimos al calesín—respondió Fettes.
—Sostén el farol—dijo el otro—. Tengo que verle la cara.

Y mientras Fettes mantenía en alto el farol, su compañero desató el saco y dejó la cabeza al descubierto. La luz iluminó con toda claridad las bien moldeadas facciones y afeitadas mejillas de un rostro demasiado familiar, que ambos jóvenes habían contemplado con frecuencia en sus sueños. Un violento alarido rasgó la noche; ambos a una saltaron del coche; el farol cayó y se rompió, apagándose; y el caballo, aterrado por toda aquella agitación tan fuera de lo corriente, se encabritó y salió disparado hacia Edimburgo a todo galope, llevando consigo, como único ocupante del calesín, el cuerpo de aquel Gray con el que los estudiantes de anatomía hicieran prácticas de disección meses atrás.
FIN