China en escena
los atributos del superpoder que encarna.
La visita del presidente Hu Jintao a EE UU marca la voluntad del Gobierno chino de irrumpir en la escena mundial como nueva superpotencia y, de modo simétrico, la disposición estadounidense a concederle esta consideración. Esta es la gran diferencia con el viaje de Deng Xiaoping en 1979, cuando Washington no acertó a definir un modelo de relación con un país del que se intuía su protagonismo futuro. Desde entonces, Pekín ha desarrollado una medida estratégica en los principales escenarios mundiales hasta convertirse en el actual interlocutor privilegiado de Washington.
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El éxito de esa estrategia es la razón última de la magna recepción dispensada a Hu en Washington y, también, de las líneas fundamentales de la agenda de la visita -desde comercio a divisas y seguridad global-, alumbrada por un preámbulo de 45.000 millones de dólares en acuerdos de exportación, de los que forman parte la compra de 200 aviones a Boeing. Contratos que pretenden silenciar en parte las quejas americanas por su astronómico déficit comercial con China, estimado el año pasado en 275.000 millones de dólares.
China se ha convertido en el principal banquero internacional y, por tanto, en el actor decisivo para hacer frente a la gran crisis que sacude al sistema financiero desde el verano de 2007. Pekín no ha dudado en rentabilizar políticamente el volumen de sus reservas, buscando amortiguar, cuando no silenciar, las críticas por su situación política interior. Aunque Barack Obama ha sido uno de los pocos dirigentes mundiales en evocar públicamente la cuestión de los derechos humanos ante el Gobierno chino -ayer, con guante de seda, ante un Hu que dejó claro que su Gobierno no se dejará presionar en ese terreno-, no ha pasado de ser una precavida referencia más dirigida a cubrir las formas que a realizar una crítica directa. Obama prefiere poner el énfasis en el incremento de la cooperación.
La diplomacia de Pekín, apoyada por un formidable despegue militar, mucho más rápido de lo previsto, ha conseguido colocar a sus principales interlocutores, también a Obama, ante la insalvable disyuntiva de condescender con su desprecio por los derechos humanos o bien renunciar a la cooperación de su Gobierno en terrenos, además del económico, tan candentes como la proliferación nuclear en Irán o Corea del Norte. Washington sabe que la China de Hu no es la que encarnaba Deng Xiaoping, hasta el punto de que la única superpotencia mundial se ha avenido a compartir parcialmente su hegemonía a fin de no arriesgarla por completo.
Es preferible, sin duda, que esta rivalidad en las alturas se dirima por la vía de los acuerdos y no de los mecanismos de la guerra fría, algo en lo que ha insistido Hu Jintao desde su llegada a Washington. Pero cabe preguntarse sobre los límites de esa negociación cuando una de las partes está representada por un Gobierno que se erige sobre una radical falta de libertades para sus ciudadanos.
Editorial EL PAÍS, 20/01/2011
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