domingo, 1 de noviembre de 2009

Frente a la corrupción


Confundir la moral pública con la moralina sectaria sería la peor respuesta a los escándalos.

La acumulación de graves escándalos de corrupción que afectan en mayor o menor medida a los principales partidos españoles no sólo amenaza con arruinar la reputación de la política y sus profesionales, sino también la imprescindible confianza de los ciudadanos en las instituciones. Espectáculos como los de Valencia o Cataluña, el interminable goteo de irregularidades municipales o la descarnada lucha por el poder en torno a Caja Madrid, contribuyen a extender la percepción de que la democracia es un instrumento para saciar ambiciones personales, desde el narcisismo de la notoriedad o el placer un punto sádico de someter las voluntades ajenas, hasta la avaricia del enriquecimiento rápido y fácil.

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El riesgo que se corre es que la denuncia de la corrupción acabe traduciéndose en desapego hacia el sistema democrático, un terreno abonado para el populismo. Debe quedar claro, por ello, que la irrenunciable denuncia de la corrupción responde a un compromiso firme con las instituciones, no a su desprecio o su puesta en entredicho. El remedio más eficaz contra el uso espurio que la corrupción hace de ellas no es otro que más democracia, más transparencia, más responsabilidad, cada cual desde el lugar que constitucional, política y socialmente le corresponde. Esto es, precisamente aquello que partidos, dirigentes y simples ciudadanos incursos en investigaciones y procesos judiciales tratan de evitar, buscando complicidades donde puedan encontrarlas, ya sea en los poderes del Estado o en medios de comunicación dispuestos a sacrificar su función en aras de la propaganda o de sus propios intereses.

Cada vez que se antepone la solidaridad gremial a la condena de hechos reprobables, o que prima el cálculo electoral, la corrupción abandona la periferia del sistema y comienza a instalarse peligrosamente en su interior. La democracia no sirve para mejorar la naturaleza humana, y la corrupción es, tal vez, una de las pruebas más concluyentes a este respecto; para lo que sí sirve, en cambio, es para garantizar que quienes ostentan cualquier poder no están al margen de las leyes, y es por esta vía por la que hace mejores a las sociedades. Ahora más que nunca, los tribunales están obligados a extremar el rigor en su actuación.

Es cierto que la corrupción es una lacra que no afecta sólo a España, pero esta desoladora constatación no puede hacer que se renuncie a analizar y combatir las debilidades específicas que han permitido que prospere en nuestro país. Una de las principales economías del mundo, como es la española, no puede seguir conviviendo con el hecho de que entre el 20% y el 25% de su PIB escape al control del fisco. Ni tampoco con un farisaico sistema de financiación de los partidos que hace que se sientan legitimados, una vez en el poder, para suplir sus carencias financieras mediante procedimientos a la vez groseros y sofisticados dirigidos a desviar fondos públicos en su propio beneficio. Ni, en fin, con administraciones que, como la municipal, han debido buscar sus recursos durante años en fuentes alternativas como la burbuja inmobiliaria.

La consecuencia es lo que algún intelectual ha definido como el desgobierno de lo público: una suerte de partitocracia que, superando los cortafuegos institucionales y convirtiendo lo público en patrimonio privado, sustituye al Estado. Con los partidos en manos de una oligarquía profesional sin escrúpulos, el Estado se convierte en un objeto de rapiña y la política, en un negocio. Ante esto, confundir la moral pública con una moralina sectaria sería la peor de las respuestas. Y es de esperar que el coste político que ha empezado a pagar el PP, según la encuesta que publica hoy este diario, sea el despertar de una exigencia cada vez más firme de cada ciudadano con cualquier opción política, no sólo con la contraria.

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Editorial EL PAÍS, 01/11/2009

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