El misterio de los cristales gigantes
Esta historia comienza hace más de treinta millones de años. Bajo el desierto mexicano de Chihuahua se encuentra una maravilla del mundo mineral: la Cueva de los Cristales Gigantes de Naica. El científico español que la ha estudiado nos descubre sus secretos.
El más espectacular ejemplo de armonía cristalina estaba oculto en una montaña minera en el desierto mexicano de Chihuahua: la Cueva de los Cristales Gigantes de Naica. Un lugar mágico, una catedral de cristales construida por la naturaleza que he tenido el privilegio de estudiar. Un escenario propio de El retorno de Superman, la película en la que el ambicioso Lex Luthor le exige al alma cristalizada de Jor-El que le revele el secreto del conocimiento: "Cuéntamelo todo. Empieza por los cristales". Les contaré todo. Empezaré por los cristales.
Sostenía Salvador Dalí que la diferencia entre el Juan de Pareja de Velázquez y la mejor fotografía de Juan de Pareja eran siete millones de dólares. Parafraseando al genial pintor podemos afirmar que la diferencia entre un trozo de carbón amorfo y un cristal de carbono, es decir, un diamante, es exactamente la fortuna que valga el diamante. Ambos no son otra cosa que un montón de átomos de carbono, pero ¿cuál es la diferencia que hace al diamante duro, bello e imperecedero? El orden. Exclusivamente el orden. En el vidrio amorfo, los átomos están distribuidos sin regla alguna; en un cristal están dispuestos en un orden perfecto. Ese orden es el que confiere a los cristales la belleza propia de sus formas lineales, sus ángulos perfectos y constantes, su lustre y sus colores.
Fascinado por esa belleza andaba yo estudiando el origen de los grandes cristales de yeso de la Segóbriga romana, un misterio aún no desvelado. Gracias a un viejo libro de mineralogía, yo sabía de la existencia de una gruta con este tipo de cristales que fue descubierta en 1910 en la mina mexicana de Naica, y hasta allí me dirigí en el año 2001 buscando inspiración para mis estudios.
Sitúense, estamos en Chihuahua, al norte de los Estados Unidos de México, al sur de Delicias, junto al río Conchos que serpentea ya hasta el río Bravo. Tal como han adivinado, están rodeados por el paisaje inhóspito de los westerns, porque, efectivamente, avanzamos por lo que era territorio apache en el siglo XIX, ahora rodando por una carretera de asfalto hacia la única sierra que da sombra al desierto, lo que en la lengua de los indios tarahumara se dice naica: hacia la sierra de Naica. Allí, la compañía Peñoles explota una de las minas más importantes de México, que lleva dando plata, plomo y zinc desde hace doscientos años. La explotación tiene dos tiros verticales, pero a la mina se accede también por una rampa, la rampa de San Francisco, una carretera de unos cinco metros de diámetro que, entubada en la roca, desciende helicoidalmente hasta las profundidades del frente de mina, situado hoy a unos inquietantes 820 metros de profundidad. Por la rampa de San Francisco bajé la primera vez que visité Naica acompañado por Roberto Villasuso, su ingeniero jefe de exploración. En el nivel -120 estaba la cueva que andaba buscando con los cristales de yeso. Es un bellísimo corredor con todas las paredes cubiertas de cristales de yeso, como dagas amenazantes, entre los que destacan algunos cristales de hasta un metro de tamaño que en forma de ramillete florecen desde el suelo. La habían llamado la Cueva de las Espadas.
Pero me esperaba una sorpresa. Roberto quería enseñarme una nueva cavidad, que había sido descubierta unos meses antes, en abril de 2000, cuando los hermanos Eloy y Javier Delgado abrían una nueva galería en el nivel -290 y, asombrados de lo que vieron tras la pared que habían horadado, detuvieron los trabajos de perforación, avisando a los responsables de la mina. Gracias a esa cadena de profesionales, hoy podemos disfrutar de lo que ellos llamaron la Cueva de los Cristales. Cuando entré por primera vez en la cueva me sorprendió un golpe de calor húmedo que empañó los vidrios de mis gafas y me dejó aturdido. Al recuperarme me di cuenta de que me encontraba delante del mayor espectáculo del mundo mineral. La cueva tiene unas dimensiones de unos 35 metros de largo por 20 de ancho y una altura media de unos ocho metros. Su suelo, como también parte de las paredes y el techo, estaba cubierto de enormes bloques cristalinos de nuestra altura, de los que salían cristales como grandes vigas de más diez metros de longitud atravesando la cueva con su arrogante geometría mineral.
Comencé a sonreír y terminé a carcajadas y saltando de alegría. Como cristalógrafo, la sensación que tenía era, me imagino, la misma que cuando tu equipo de fútbol gana un gran trofeo. Yo me había costeado mi doctorado creciendo grandes composiciones de cristales para decoración, junto con mis colegas Juan Luis Martín-Vivaldi y Manolo Prieto, en un sótano del barrio madrileño de Malasaña. Sé, pues, lo que es crecer cristales del tamaño de una olla de cocina y sabía que no había limitación. Sólo se necesita espacio, tiempo y una fuente continua de material suministrada muy poco a poco. Por supuesto, en esa primera visita a Naica volví a entrar muchas veces a la cueva. Le prometí a Roberto -que conoce como nadie la geología de la mina de Naica- explicar con su ayuda el misterio de esos cristales gigantes; pero, cuando me iba, ya sabía que la pregunta a responder no era por qué son tan grandes, sino por qué son tan pocos.
Volví a Naica con mis colegas Àngels Canals y Carlos Ayora, expertos en minerales y en química de las aguas, para investigar con detalle el problema. El trabajo no fue fácil porque la temperatura de la cueva ronda los 50 grados centígrados, con una humedad superior al 90%. Imagínese usted en un baño turco, pero saltando entre cristales, intentando apoyarnos delicadamente para no alterar su belleza; midiendo ángulos; tomando nota de formas, de características de sus caras, de temperatura y humedad, de transparencia; buscando detalles aquí y allá que nos dieran información para desvelar ese misterio. A veces el aire te quemaba tanto -no sólo las fosas nasales y la garganta, sino el interior del cuerpo- que nos obligaba a huir de inmediato de ese horno. Por eso, cada vez que entrábamos, uno de nosotros se quedaba fuera cronometrando el tiempo y avisando cada ocho minutos para que los que estaban dentro abandonaran la cueva. Una norma que evitó que tuviéramos algún problema durante los tres años que duró el estudio de campo, que hicimos a cuerpo, sin trajes especiales. Mereció la pena porque logramos crear una teoría para su formación.
La historia comienza hace más de treinta millones de años, cuando una intrusión de magma caliente ascendió empujando las rocas calizas de la sierra de Naica y las preñó con un fluido ácido y caliente cargado de metales, creando los minerales de plomo, plata y zinc que hoy se extraen de la mina. En las etapas más tardías de esa mineralización, cuando la temperatura rondaba los 250 grados, se formó un mineral de escaso valor económico, pero que fue crucial para la formación posterior de los cristales gigantes de yeso. Ese mineral es la anhidrita.
Esa intrusión magmática se detuvo en su ascenso a unos tres kilómetros de profundidad, y su rescoldo o el de otra más tardía es el que aún calienta la roca y las aguas que empapan la sierra de Naica. A medida que la intrusión magmática perdía fuerza, la temperatura de la roca siguió bajando. El momento crítico ocurrió cuando la montaña se enfrió por debajo de la temperatura a la que la anhidrita deja de ser estable para transformarse en yeso, teóricamente a 58 grados, aunque nuestros estudios están refinando ese dato. Nuestra hipótesis de trabajo era que entonces, en ese mundo subterráneo, el agua comenzó a disolver lentamente la anhidrita, y las aguas se cargaron de sulfato y de calcio y con el tiempo se formaron cristales de yeso. Los análisis isotópicos de Carlos Ayora en el Instituto Jaume Almera comprobaron que las moléculas de los cristales de yeso eran originariamente las de anhidrita y las mismas de las aguas actuales, lo que apoyaba nuestra hipótesis. Además, los análisis químicos de esas aguas nos decían que, efectivamente, actualmente se debería de estar disolviendo anhidrita y formando yeso. Pero aún nos faltaba algo más para demostrarlo.
Hace mucho tiempo, alguien que sabía poner nombres llamó selenita al yeso cristalizado. La cámara de Javier Trueba ha captado de forma impecable el lustre de luz de luna que arrojan los cristales de yeso de Naica, que alude a la diosa griega Selene. El origen de ese lustre es aún ignoto. Yo creo que proviene de multitud de pequeñísimas cavidades en el interior del cristal que están rellenas del propio líquido que lo formó. La idea surgió de una alucinación. Cuando el calor de la cueva impedía que el oxigeno llegara al cerebro, aquellos cristales gigantes de selenita se me figuraron grandes barras de hielo como las de las neverías de mi infancia, sólo que cuando los tocaba no estaban fríos como esperaba en mi ilusión. Fuera de la cueva comprendí que era eso. Esas pequeñas cavidades con líquido en los cristales encerraban, como el mensaje en la botella que un día arrojara un náufrago al océano, una información preciosa para comprender cómo se formaron. Ahí fue Àngels Canals quien buscaba, y nos hacía buscar a todos, muestras con burbujas suficientemente grandes para estudiarlas en su laboratorio de la Universidad de Barcelona. Allí determinó que las aguas en las que se formaron los cristales no eran ácidas como las que mineralizaron la plata y el plomo que se extraen en la mina, sino más parecidas a las que ahora fluyen por el interior de la montaña de Naica, lo que apoyaba definitivamente los análisis de Carlos Ayora. Pero, aún más, sus ensayos nos decían que los cristales se formaron a una temperatura alrededor de los 56 grados, justo por debajo de la temperatura a la que teóricamente se empieza a formar el yeso. Los cálculos realizados con Fermín Otálora, de mi laboratorio de Estudios Cristalográficos en Granada, demostraban que, efectivamente, en ese escenario sólo se habrían formado muy pocos cristales. Si la temperatura hubiera bajado más se habrían formado muchos más cristales más pequeños, que fue lo que pasó en la Cueva de las Espadas, casi 200 metros más somera y, por tanto, más fría. Este mecanismo autoalimentado, en el que el sulfato y el calcio que perdía el agua al formarse el yeso los ganaba al disolverse la anhidrita, suministraba materia a los cristales para crecer, lenta pero indefinidamente, en las cavidades que el flujo del agua iba creando a favor de las fallas del terreno. Ahí estuvieron ocultas hasta que las labores mineras las sacaron a la luz.
Si los cristales de yeso no tienen ninguna utilidad hoy día, entonces ¿por qué es importante Naica? Pues por lo mismo que las pirámides de Egipto o el cañón del Colorado. Naica es un escenario único, además del mejor exponente de la armonía natural del mundo geológico. Pero esos cristales, por muy hermosos que parezcan, no son nada fuera de Naica. Los he visto expoliados de la Cueva de las Espadas en distintos museos y en colecciones privadas, y están muertos. Lo que hay que conservar es Naica como una localidad de interés geológico, como una maravilla del mundo mineral. Si nuestra teoría de formación es correcta, en el interior de la montaña de Naica deben existir otras grandes cavernas cristalinas aún ocultas. Es ese conjunto de cavernas lo que hace de Naica un emplazamiento único, la Capilla Sixtina de la cristalografía, la morada oculta de Selene y también un lugar en el que Superman se sentiría como en casa.
Ya se ha dicho que es el orden el que marca la diferencia entre el cristal de rubí del anillo y el vidrio rojo de bisutería. ¿Por qué entonces confundimos los términos cristal y vidrio? La confusión tiene mucho que ver con esta historia. Aunque en la Roma republicana dominaban la tecnología del vidrio, aún no sabían fabricar el vidrio plano; por tanto, los vanos de sus palacios, de sus termas y de sus invernaderos los cubrían con rocas translúcidas como el alabastro. Pero el material más sofisticado, el más chic, eran las piedras transparentes que se extraían de unos campos de la provincia de Cuenca, que no eran otra cosa que yeso cristalizado: el cristal de Hispania. La palabra cristal es de origen griego, krystallos, y es un término con el que los helenos no sólo nombraban al hielo, sino a aquellos minerales tan transparentes como, por ejemplo, el cristal de roca o el cuarzo de los Alpes, que creían que se formaban por un frío intenso. El yeso transparente de los campos de Cuenca era también para los romanos agua superenfriada; era, pues, cristal, el cristal de Hispania. Cristales de hasta un metro cuya transparencia y tamaño, según afirmaba Plinio el Viejo en su Historia natural, los hacía únicos en el mundo conocido. Ese yeso era fácil de separar en lajas, que se exportaban a través del puerto de Cartagena. De la explotación minera del cristal de Hispania surge el emporio de Segóbriga, que muere de forma natural cuando en la Roma imperial de finales del siglo I se fabrican láminas de vidrio que sustituirían a los cristales de Hispania, y que no sólo le robarían la vida a Segóbriga, sino que también se apropiarían de la palabra cristal para el vidrio sintético. De ahí proviene la confusión que perdura hasta nuestros días. Nadie supo nunca más de esas minas romanas hasta que un grupo de arqueólogos, dirigido por Juan Carlos Guisado y María José Bernárdez, las rescatara para nuestro patrimonio.
JUAN MANUEL GARCÍA RUIZ
EL PAÍS
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