El Bar ...
Nunca había entrado a un bar. Claro, lo tenía prohibido por mis viejos, sobre todo ese bar que, según ellos, era un antro de perdición para un joven como yo, que a los catorce años comenzaba recién a transitar la universidad de la calle con mi primer trabajo como cadete de una tienda de venta de zapatos. Pero el bar estaba ubicado justo al lado de donde trabajaba y como se dice que lo prohibido siempre es atractivo, tenía curiosidad por saber qué era lo que allí pasaba. Así que, cuando el patrón me ordenaba limpiar los vidrios de las vidrieras lo hacía con gusto, pero con los ojos puestos hacia el bar y sus parroquianos. Un día entró Donatta a la zapatería. Ella era la mujer del dueño del bar. Mujer cuarentona que siempre vestía pantalones ajustados y de los más variados colores que resaltaban aun más sus formas, escandalizando a las viejas.
- ¡Bambino, no vienes nunca al boliche, ven cuando quieras!
Así que al día siguiente dije en mi casa que debía ingresar más temprano al trabajo y entré, no por la tana, sino por curiosidad y vergüenza, quería saber qué pasaba en ese lugar. Me senté a una mesa, pedí un café y comencé mi observación. Había varios parroquianos jugando una partida de truco, otros en el metegol exclamaban y relataban jugadas y festejaban cuando convertían algún gol. En un rincón había una partida de ajedrez y otros leían o miraban hacia la calle. Me decepcioné, no pasaba nada antinatural o pecaminoso. Comencé a concurrir en forma diaria antes de entrar al trabajo por la tarde y allí conocí los más diversos personajes y sus apodos. Como Carioca, un negro brasileño muy buen jugador de generala, quien me enseñó algunos trucos de ese juego de azar; o el tano Manfredotti, quien se titulaba Inyeniero constructore y que decía que Perón lo había traído al país para construir la cancha de Racing, mas trabajaba como oficial albañil en obras de poca monta; o el griego Kristódulis, jugador de ajedrez y profesor de gimnasia que un día porque le gané una partida me tiró el tablero con fichas y todo; o María, la que me servía el café y con quien tuve mi debut sexual; o Tito, el fotógrafo quien en una ocasión se jugó para salir en mi defensa ante un entredicho con un mastodonte dos veces mi tamaño y mi edad; o el gordo Bocha, que tomaba las gaseosas en una jarra ya que un vaso le era muy chico para sus ciento ochenta quilos; o el flaco Martirián, quien para demostrar su rechazo ante ciertas ideas políticas se cortaba los pendejos con una hoja de afeitar y los pegaba con saliva en los carteles de propaganda de los políticos; o el polaco Jokora, quien nunca pudo aprender como acentuar las palabras; o el gordo Selor, quien siempre metía la pata opinando en forma inoportuna o tirándose pedos cuando más personas había a su alrededor creyéndose solo; o el avaro Yogui quien nunca se le vio pagar un café; o el alemán Walter, con quien un día hubo una apuesta sobre cuántas botellas de cerveza vacías entraban en una mesa y la ganó; o Rabito, apodo que se había ganado por sus dientes de conejo, que cuando se ponía en pedo acostumbraba a putear a cuanto policía estuviera escuchándolo; o el gato Piunti, a quien todos creían puto por su forma de vestir y modales refinados, pero que se comía unos caramelitos que a más de uno le hubiese gustado.
Aparte también había otros parroquianos, un sector era el que yo llamaba el de los letrados. En él estaban el loco Firoli, escribano de profesión, quien mantenía una disputa con otro escribano, el ruso Kamesblit, por el lugar donde ambos estacionaban sus automóviles cuando concurrían al bar, a tal punto que el loco un día se subió al techo del automóvil del ruso y comenzó a zapatear en él; o el profesor Costella, quien siempre se lo veía escribiendo pero nunca nadie supo qué era lo que escribía; o el abogado Fernik, quien daba consejos pero nunca se supo que ganara un caso.
Otro sector era el de los políticos, integrado por el petiso Maidana, que se decía socialista y era un reaccionario conservador; o el gordo Morales, amigo de todos, de hacer gauchadas y de joder a quien pudiera con tal de sacar alguna ventaja personal o económica. En fin, era un zoológico tan variado de caracteres y personajes que resulta imposible describirlo en su magnitud. Yo, recuerdo ese bar, como dice el tango...
Aprendí, todo lo bueno
Aprendí, todo lo malo
sé del beso que se compra
sé del beso que se da
del amigo que es amigo
siempre y cuando le convenga
y sé que con mucha plata,
uno vale mucho más.
por Carlos J. Díaz Amestoy
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