viernes, 31 de agosto de 2007

El Espejo

Era muy rico. Y sin embargo comenzó a sentirse triste.

Al principio, pareció que se trataba simplemente de aburrimiento. Pero poco a poco la tristeza comenzó a tomar su verdadera cara: la soledad, o peor dicho: el aislamiento.

Sí. Se sentía acorralado. Aislado y muy solo. A nada le encontraba gusto. El príncipe asomaba a la vida, y la vida ya comenzaba a no tener sabor para él. Y no era por falta de condimentos, porque su Padre, el rey, trataba de darle todos los gustos. Le había llenado la habitación con toda clase de juguetes raros y costosos. Todos los muebles eran de super lujo. Hasta tenía una mesa para hacer las tareas, cubierta con una fina lámina de plata pulida y brillante.

Le habían asignado la mejor sala del Palacio que daba sobre la plaza del pueblo, habían puesto en la ventana el mejor cristal que se había conseguido en todo el reino.

Y sin embargo el príncipe empeoraba de día en día. Fueron consultados los mejores médicos y sabios del país, pero nadie acertaba con la causa de la extraña enfermedad.

Hasta que al fin decidieron consultar a un sabio y viejo ermitaño que vivía solo en la montaña. Cuando llegó al palacio pidió quedarse solo con el príncipe en la habitación de la gran ventana. Lo invitó a que se acercara y mirara hacia afuera a través del vidrio.

- ¿Qué ves?
- Veo a mi pueblo -respondió el joven-. Veo a la gente que va y viene, corre y ríe, llora y canta, trabaja y descansa.

Entonces el ermitaño sin decirle nada, tomó la fina lámina de plata que cubría la mesa, y la colocó detrás del cristal de la ventana que quedó convertido en un espejo. Y volvió a preguntarle:

- ¿Qué ves?
- Ahora ya no veo a mi pueblo contestó el príncipe-. Ahora me veo sólo a mi mismo, y que tengo la cara muy triste.
- Has visto -le dijo el ermitaño-. Cuando la plata se interpone entre tú y tu pueblo, entonces hasta el más límpido cristal queda convertido en espejo, y ya no puedes ver a nadie más que a ti mismo. Comparte tu plata y no la tengas inútilmente en tu mesa. Entonces volverás a sentirte unido a los demás, y descubrirás que eres feliz, como cuando eras niño.

(M. Menapace).

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