domingo, 23 de diciembre de 2012

Érase una vez... Johnny Depp


No he vuelto a ver a ese muchacho triste, lánguido en una ausencia de la que ni él se daba cuenta. Su propia ausencia. La primera vez que me habló de su vida fue para explicarme por qué no tenía sombra, me dio un beso en la boca, apretado, como de niño, y siguió mirando el mar con una mano tapando su ojo izquierdo.
Yo acababa de graduarme de la escuela de enfermería cuando llegué a esa clínica para adictos; me enviaron a cuidarlo. Mi labor era acompañarlo, que conversara con él. Pero no me hablaba, sólo decía sí, no, y requería pequeñas cosas: un vaso con agua, un libro. Así que yo disfrutaba de la playa, junto a su silencioso paseante. 

Leí su expediente, había pasado ya por los valles más remotos y oscuros de la heroína. No sé cómo seguía vivo. Estaba claro que no quería vivir: sobredosis, líos con la justicia, varios intentos de suicidio; comencé a preguntarme a quién le importaba tanto salvarlo, quién pagaba la cuenta de la clínica, la más exclusiva, la más cara. Nadie lo visitaba. 

El doctor Van der Graff se encargaba de la psicoterapia. Una mañana en que Johnny –sólo a este nombre respondía– nadaba en la alberca, el doctor se me acercó para preguntarme si alguna vez Johnny hablaba conmigo. Le dije que no, y no pude evitar preguntarle si creía que tenía daño cerebral. Mírelo –señaló con la barbilla a Johnny, que daba lentas brazadas bajo el agua–, él no es la persona que usted y yo vemos. Es un actor llamado Johnny... Johnny Depp. Él lo cree de veras. Mientras el doctor describía sus teorías de la personalidad múltiple, Johnny llegó a la orilla de la piscina, se limpió la cara, sacudió sus largos cabellos y me miró. Su mirada era una bandada de aves negras volando hacia mí. 

–Tú crees que eres un actor– le dije, para provocarlo. No resultó. Me sonrió con los labios apretados, condescendiente. Volvió a su contemplación del mar. Entonces le dije una mentira: Si quieres, podríamos subir a uno de esos veleros que a veces se ven, lejos. Johnny cambió su sonrisa por una expresión concentrada, como si estudiara la palabra que iba a decir. Al final continuó silencioso, pero ya en su mirada había un desasosiego que yo interpreté como el principio de algo, un avance; lo acompañé a merendar y lo dejé en su habitación. 

Días después tuvo un ataque de ansiedad, pero la crisis no fue tan severa, no como las anteriores, me dijeron. Al fin una tarde quiso salir otra vez a caminar junto al mar, iba despacio y me dejaba andar a su lado, antes él siempre iba adelante; de vez en cuando se volvía para descubrir sus huellas, parece que esto le daba un placer enorme. Súbitamente me detuve, estaba asustada: Johnny no tenía sombra. La mía se alargaba, resistía sobre la espuma que dejaban las olas en nuestros pies, seguía allí, pero él, él no tenía sombra. Se lo dije lo más tranquila que pude cuando me miró interrogante. Entonces se acercó y me dio aquel beso precipitado y distraído. No supe qué decir. Johnny se tapó el ojo izquierdo, como para ver algo en el horizonte, luego siguió caminando y yo preferí ir detrás. 

Esos largos paseos terminaban junto a unos peñascos que recibían un abrazo sosegado de mar. Ahí se sentaba él. Con un ademán me pidió que me sentara a su lado. Crees que estoy loco, ¿verdad?, me preguntó. Le dije que no. Estoy solo, añadió. Volví a decirle lo de la sombra. Las estrellas no tienen sombra, fue su respuesta. Y me contó cómo la perdió: Mientras filmábamos El sueño de Arizona.... ¿la viste? Con Faye Dunaway y Lili Taylor. Debes verla. Un día en el que no filmamos fui a ver a un sabio indio, un viejo. Me dijo que yo vivía con miedo de mi sombra. Y me la quitó para quitarme el miedo. Pero no hay por qué angustiarse, no vaga por ahí, la tengo adentro, ¿entiendes? Adentro. Con un dedo señaló las venas de sus brazos, las cicatrices de las agujas y la ansiedad.

Su cabello negro, lacio, casi llegaba hasta sus hombros. Un mechón le cubría media cara. Estaba delgado, comía poco. También un poco ojeroso, pálido, moreno pálido. La barbilla tenía un trazo decidido, varonil, duro. Su sonrisa era tímida. Y en sus ojos había una tristeza, sí, de ave negra. Johnny se dejaba observar. Me di cuenta de que me gustaba mucho lo que estaba viendo, así que puse mis ojos en el mar. ¿Qué pasa en esa película, El sueño de quién?, le pregunté. Es una película retorcida, ¿sabes? Me gustan esas cintas, son mis favoritas. Faye es una mujer que sueña con volar. Lili, la hija de Faye en la historia, sueña con reencarnar en una tortuga. ¿Y tú?, pregunté, ¿cuál era tu sueño? Johnny no contestó. El viento se perdía en sus cabellos, se llevó las manos a las sienes y dijo: estoy cansado. Regresamos.

Van der Graff estaba cerrando el expediente de Johnny, iba a darlo de alta; cuando anotaba sus conclusiones volvió a preguntarme si Johnny me contaba algo. Le dije que el otro día habíamos conversado sobre una de sus películas. El doctor arqueó las cejas: ¿sus películas...?, preguntó taladrándome con sus ojos fríamente azules. Esa tarde la jefa de enfermeras me anunció que Johnny se iría a la mañana siguiente, que ya estaba "limpio". El resto del día me sentí muy irritable. Busqué al doctor Van der Graff y le confesé lo de la sombra. Se encogió de hombros y me dijo que a veces la gente tiene ilusiones, supersticiones... en fin, que el caso de Johnny estaba cerrado. A la hora acostumbrada salí con Johnny a caminar. Era una tarde fría, así que él llevaba una frazada blanca sobre los hombros, su andar meditabundo me irritó aun más. No decía nada, no iba a despedirse. Se iría y ya. Me detuve. Él sintió sus pasos solos y se volvió a mirarme. Se quitó de los hombros la frazada y me la dio. El velero, murmuró, toma esta vela para tu velero...

Desde la ventana de su habitación vacía, vi a Johnny marcharse en una limusina negra, como ésas en las que viajan las estrellas de Hollywood. Las estrellas sin sombra.

Socorro Venegas, México © 1998

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