miércoles, 18 de agosto de 2010

La Tortura de la Esperanza, Adam Villiers de L’Isle (1888)

Hace ya muchos años, al caer una tarde, el venerable Pedro Arbuez D’Espila, sexto prior de los Dominicanos de Segovia, el tercer gran inquisidor de España, seguido por un fray redentor, y precedido por dos familiares de Su Santidad, el último llevando un farol, hicieron su entrada en una catacumba subterránea. La cerradura de una enorme puerta crujió, y ellos ingresaron en una celda, donde la luz mortecina revelaba entre anillos sujetados a la pared un potro de tormento manchado de sangre, un brasero y una botija de barro. Sobre una pila de paja, cargado con grilletes, y con su cuello circunvalado por un aro metálico, estaba sentado un hombre muy demacrado, de edad incierta, vestido solo con harapos.

Este prisionero no era otro que Rabbi Aser Abarbanel, un judío de Aragón, quien fuera acusado de usura e impiedad por los pobres, y que había sido sometido diariamente a torturas por más de un año. Aún “su ceguera era tan densa como su recato” y se negaba a abjurar de su fe.

Orgulloso de una ascendencia que databa de cientos de años, orgulloso de sus ancestros, todos judíos dignos de su nombre, él descendía según el Talmud, de Otoniel, y consecuentemente de Ipsiboa, esposa del último juez de Israel, una circunstancia que había acrecentado su coraje entre las incesantes torturas. Con lágrimas en sus ojos, el venerable Pedro Arbuez D’Espila, dirigiéndose al estremecido rabbi, le recomendó:
— Hijo mío, alégrate: tu proceso está por llegar a su fin. Si en la presencia de tal obstinación fui forzado a permitir, con profundo desagrado, el uso de gran severidad, mi tarea de fraternal corrección tiene sus límites. Tu eres la higuera que, habiendo fallado en muchas temporadas en dar sus frutos, al final se marchitó, pero solamente Dios puede juzgar tu alma. Tal vez, la Infinita Piedad brille sobre tí en el último momento. Nosotros así lo esperamos. Hay ejemplos. Entonces duerme bien por la noche. Mañana serás incluído en un auto de fe: esto es, serás expuesto al quemadero, las llamas simbólicas del Fuego Eterno: solo quema, mi hijo, a la distancia; y la Muerte tardará al menos dos (hasta tres) horas en venir, en cuenta de los vendajes húmedos y helados con los que envolvemos las cabezas y corazones de los condenados. Habrá otros cuarenta y tres contigo. Te ubicarás en la última fila, para que tengas tiempo de invocar a Dios y ofrecerle a Él tu bautismo de fuego, que será del Espíritu Santo.

Con estas palabras, habiendo señalado a los guardias para desencadenar al prisionero, el prior lo abrazó tiernamente. Entonces fue el turno del fray redentor, quien, en un tono bajo, por el perdón para el judío por el que se lo había hecho sufrir con el propósito de redimirlo; entonces los dos familiares silenciosamente lo besaron. Luego de esta ceremonia, el cautivo fue soltado, solitario y desconcertado, en la oscuridad.

Rabbi Aser Abarbanel, con labios emparchados y el rostro consumido por el sufrimiento, al principio se quedó mirando fijamente las puertas cerradas de su celda. ¿Cerradas? La palabra inconscientemente rozó un vago capricho en su mente, el capricho que había tenido por un instante al ver la luz de las linternas a través de una grieta entre la puerta y la pared. Una mórbida idea de esperanza, debido a la debilidad de su mente, se agitó en su entera humanidad. Él se arrastró a través de la extraña visión. Entonces, muy cautelosamente, deslizó un dedo en la hendidura, provocando la apertura de la puerta delante suyo. ¡Maravilloso! Por un extraordinario accidente el familiar que la cerró había girado la pesada llave de manera que el pestillo no había entrado en el hueco, y las puertas giraron sobre sus bisagras.

El Rabbi se aventuró con su mirada hacia afuera. Con la ayuda de un polvillo luminoso, él distinguió primeramente un semicírculo de paredes a través de las que se proyectaba una escalera; y opuesto a él, en la cima de seis peldaños de piedra, una especie de portal negro, que se abría a un inmenso corredor, cuyos primeros ángulos eran visibles desde abajo.

Esperanzado se arrastró hasta el umbral. Sí, era realmente un corredor, pero parecía interminable. Una anémica luz lo iluminaba: eran lámparas suspendidas desde el abovedado cielo raso que iluminaban a intervalos deslucido matiz del ambiente, la distancia era cubierta en sombras. No había una puerta en todo el pasillo. Unicamente, a un lado, el izquierdo, había pesadas troneras enrejadas, hundidos en las paredes, lo que dejaba pasar una luz que bien podía ser de la tarde. ¡Y qué terrible silencio! La vacilante esperanza del judío era tenaz ya que podría ser la última.

Sin dubitación, se aventuró en el pabellón, siempre bajo las troneras, tratando de convertirse a sí mismo en parte de la oscuridad de las paredes. Él avanzó lentamente, arrastrándose cuerpo a tierra, acallando los gritos de dolor cuando alguna herida abierta enviaba una aguda punzada a través de su cuerpo.

Súbitamente el sonido de unos pasos que se acercaban alcanzó su oído. Él tembló violentamente, y el miedo se reprimió, su vista se nubló. Bien, eso fue todo, no había duda. Se comprimió en un hueco, y medio muerto de miedo, esperó.

Era un familiar que venía apresurado. Él pasó velozmente, llevando en su mano fuertemente asido un instrumento de tortura, una espantosa figura, y luego desapareció. El pánico en que el rabbi entró pareció haber suspendido sus funciones vitales, y él estuvo cerca de una hora incapaz de moverse. Temiendo que las torturas se reiniciaran si era atrapado, pensó en regresar a su calabozo. Pero la vieja esperanza susurraba en su alma ese divino “tal vez” que nos consuela en las horas de peor dolor. Un milagro se había operado. Él no tenía que dudar ya más. Comenzó a reptar hacia su chance de escapar. Exausto por el sufrimiento y hambriento, estremecido del dolor, él se apuró a continuar. El sepulcral corredor pareció extenderse misteriosamente, mientras él, aún avanzando, miraba en la oscuridad en donde había más posibilidades de escape.

¡Oh, oh! Nuevamente escuchaba pasos, pero esta vez eran más lentos, más pesados. Las formas negra y blanca de dos inquisidores aparecieron, emergiendo de la oscuridad. Estaban conversando en tono bajo, y parecían discutir sobre algún asunto importante, ya que gesticulaban con vehemencia.

En vista de este espectáculo, Rabbi Aser Abarbanel cerró sus ojos; su corazón latía tan violentamente que casi lo estaba sofocando; sus harapos se humedecieron con el sudor frío de la agonía; él permaneció inmóvil pegado a la pared, su boca abierta, bajo los rayos de una lámpara, rezando al Dios de David.

Justamente enfrente a él, los dos inquisidores tomaron una pausa bajo la luz de la lámpara, indudablemente debido a algún accidente durante el curso de sus argumentaciones. Uno, mientras escuchaba a su compañero, contempló al rabbi. Y, bajo su vista, él se imaginó de nuevo sintiendo las ardientes tenazas quemando sus carnes, él era una vez más un hombre torturado. Desfalleciente, casi sin aliento, con párpados trémulos, él tembló al contacto con la sotana del monje. Pero, extrañamente aunque por un hecho natural, el vistazo del inquisidor no fue otro que el de un hombre evidentemente absorto en su conversación, fascinado por lo que estaba escuchando; sus ojos se clavaron y pareció mirar al judío sin llegar a verlo.

De hecho, luego del lapso de un par de minutos, las dos oscuras figuras lentamente siguieron su camino, aún conversando en tono bajo, hacia el mismo lugar del que el prisionero venía. Él no había sido visto. Entre la horrible confusión en la mente del rabbi, la idea se disparó en su cerebro: ‘¿Puedo estar muerto que ellos no llegan a verme?’ Una horrible impresión lo atacó desde su letargo: mirando hacia la pared contra la cual su cara se pegó, él imaginó estar en presencia, dos feroces ojos que le miraban. Volvió su cabeza hacia atrás en un súbito frenesí de pavor, su cabello se encrespó. ¡Aún no! No. Su mano estuvo a tientas sobre las piedras: era el reflejo de los ojos del inquisidor, aún impresionados en su retina.

¡Adelante! Él tenía que apurarse hacia su ilusión de salvación, a través de la oscuridad, ya que estaba a unos treinta pasos de distancia. Él puso más velocidad a sus rodillas, sus manos, para poder verse a salvo de aquella pesadilla, y pronto entró en la porción de penumbra del terrible corredor.

Súbitamente el pobre miserable sintió una ráfaga de aire frío en las manos; venía desde bajo la pequeña puerta que estaba al final de las dos paredes.

Oh, Cielos, si esta puerta pudiera ser abierta. Todos los nervios del miserable cuerpo del fugitivo se tensaron en la esperanza. Examinó la puerta desde el piso hasta el marco superior, apenas era capaz de distinguir su contorno a pesar de la oscuridad reinante. Él pasó su mano sobre la puerta: no tenía cerradura, ¡no había cerradura! ¡Un picaporte! La empujó, el picaporte cedió a la presión de su pulgar: la puerta silenciosamente se abrió delante de él.
— ¡Halleluia! —murmuró el rabbi en una muestra de gratitud que, estando en el umbral, mientras contemplaba la escena delante de él.

La puerta se había abierto a un jardín, enmarcado en un cielo astrífero, ¡en primavera, libertad, vida! Se revelaban los campos vecinos, donde se dilataban las sierras, cuyas sinuosas líneas azules se recortaban contra el horizonte. ¡Por fin la libertad! ¡Oh, el escape! Él podría pasar toda la noche bajo los limoneros, cuyas fragancias lo embargaban. Una vez en las montañas estaría libre y seguro. Inhaló el delicioso aire; la briza lo revivió, sus pulmones se expandieron. Sintió en su corazón las Veniforas de Lázaro. Y para agradecer una vez más a Dios que le había otorgado su Gracia, él extendió sus brazos, elevando sus ojos al Cielo. ¡Fue un éxtasis de felicidad!

Entonces él imaginó que veía la sombra de sus brazos acercarse a sí, creyendo que estos oscuros brazos lo rodeaban, y como que era afectuosamente presionado contra el pecho de alguien. Una figura alta estaba frente a él. Él bajo sus ojos, y permaneció inmóvil, jadeando para respirar, deslumbrado, con la vista fija, atontado por el terror.

¡Horror! Él estaba en el abrazo del Gran Inquisidor, el venerable Pedro Arbuez D’Espila, que lo contemplaba con ojos húmedos de lágrimas, como un buen pastor que ha encontrado a su oveja descarriada.

El oscuro sacerdote presionó al desventurado judío contra su corazón con enorme fervor, con un arranque de amor, que el filo de la toga friccionó el pecho del domínico. Y mientras Aser Abarbanel con ojos desorbitados gemía en agonía del abrazo del místico, vagamente comprendió que todas las fases de su fatal tarde fueron únicamente parte de una tortura premeditada, la de la Esperanza. El Gran Inquisidor, con un acento de reprobación y una mirada de consternación, murmuró en su oído, su respiración árida y ardiente de un largo ayuno:
— ¡Qué, hijo mío! En la víspera, probablemente, de tu salvación, deseas dejarnos?

FIN

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