Mi Turno
Es mi turno. Mi contrincante ya hizo el movimiento inicial y yo ahora tengo que pensar mi primera jugada.
Frente a mí, el tablero. Casillas intermitentes: blancas y negras, nieve y ceniza. Días y noches, algunos claros y luminosos, otros tristes y negros. Poblados de piezas, de personajes y de recuerdos.
Primera jugada. ¿Qué fue primero? ¿El huevo o la gallina? ¿La jugada o el jugador? En el principio fue el verbo. Pero antes fue el pensamiento. Y antes: el pensador. ¿Qué fue primero? ¿Qué fui yo primero? Una semilla de esperanza.
Sí, es mi turno, pero ya no sé si importa si muevo una pieza o un peón, sobre todo si es el principio de una serie de malas jugadas como ha sido mi vida.
Muevo un peón. Como yo, pequeño, diminuto. Insignificante, aunque audaz. Con el sueño de llegar a su meta y coronarse. Un deseo que no siempre se cumple. Porque, créelo, yo fui un niño lleno de ilusiones.
Una vez más es mi turno. ¿Qué hacer? ¿Mover otro peón? ¿O sacar una pieza al campo de batalla? ¿El esquivo alfil o el saltarín caballo? Me decido por el equino juguetón e inquieto. Potrillo travieso y vivaracho que salta sobre los obstáculos y sorprende con sus cambios de camino. Así era yo de muchacho. Así era yo…. antes.
Ahora es el turno del alfil. Torcido y sesgado como llegué a ser. Caminando entre los demás sin verlos. Tratando de pasar desapercibido. Adolescente huraño y egoísta. Los demás no me importaban y yo no les importaba a los demás. Paso entre ellos y no me ven. Y yo no quería verlos.
Debe ser mi turno. No sé, lo supongo. Me parece que mi adversario ya ha hecho su movimiento. No sé cuál es y no me interesa saberlo. Moveré cualquier cosa. Me da igual.
La dama enemiga viene hacia mí. Me da miedo. Me da curiosidad. Eva, la primera mujer del mundo, el primer amor de mi vida. La esperanza, la ilusión y luego el corazón roto.
Es hora de esconderse. El enroque, la muralla. Intentar poner una barrera contra el mundo. Tratar de salir indemne. Ponerme una coraza contra el dolor para no resultar lastimado.
No ha sido una apertura convencional. Con sus variantes y bastante dejadez. Debía planear. Debía prever. Debía… Siempre me decían lo que debía de hacer, y no lo que yo quería hacer.
Levanto una pieza y no sé donde dejarla. "Pieza tocada, pieza jugada" me recuerdo. Pero no quiero estar obligado a hacer algo. A quien le importa. No quiero hacer nada.
Me comen. Yo como. Nos comemos en un intercambio monótono de apetitos automáticos. Pura comida rápida, nada de disfrute gastronómico. No hay tiempo de saber quién es el otro, ni siquiera de saber quién es uno mismo.
No me gusta que me etiqueten, ni que me limiten. Nunca quise encasillarme. Y sin embargo hasta las casillas también son prisioneras en su papel de trampas.
A veces quería hacer trampa. Salirme de las reglas y crear las mías propias. Pero no podía. Los demás no me dejaban, porque usualmente se daban cuenta. Además sabía que no podría; a final de cuentas no soy un tramposo. ¿Qué chiste tendría ganar haciendo trampas?
¡Ah! Pero otra cosa era poner trampas. Simular errores. Dejar piezas desprotegidas para que se las comieran y entonces ¡zaz! caer sobre el rey enemigo que había quedado sin defensa. O hacer amenazas esperando ingenuamente que el contrario no las viera.
En aquellos tiempos creía poder dar un mate en pocas jugadas y tener la suerte de ganar rápidamente con algún truco. Me imaginaba que era un héroe haciendo el mate del loco o el mágico, y al principio infalible, mate del pastor. Pero ya he superado esa etapa en la que creía ser más listo que los otros. Ahora ya no me interesa ganar. Bueno, no siempre.
Deslizo la rígida y tiesa torre. La recta y estable torre en que me querían convertir. "Ya madura". "Sé fuerte". No me quiero alinear.
Enfrentaba contrarios. Contrariaba frentes. Cerraba aperturas. Contradecía, confundía. Mezclaba cosas. Alucinaba mates imposibles y todo resultaba ser tan sólo una muy mala combinación. Pésima táctica que según yo era estrategia de grandes vuelos. Bueno, a veces hasta creía que sí volaba… Pero después siempre quedaba mal colocado.
A pesar de todo, a veces quisiera poder simplemente decir: "Compongo" y poder entonces hacer algunos ajustes.
Han pasado varios turnos sin percibir apenas lo que pasa. Me doy cuenta principalmente porque las piezas ya no son las mismas. O más bien, son las mismas pero al estar en otros lados, al interrelacionarse con otras, ya no son las que eran antes. Son las mismas, pero han cambiado. Algunas piezas y peones se han unido, otros han quedado aislados, solos. Como yo.
El tiempo transcurre y parece que he realizado varias jugadas mecánicamente. Juego como entre sueños. Piezas que cambiaron de lugar. Piezas que se fueron y que casi seguro no regresarán.
La partida continúa. Sigo dejándome llevar. Partirme en pedazos. Siempre partiendo, pero sin partir del todo. Por todos los que se fueron. Por todas las pequeñas y grandes partidas que ha habido en mi vida. Mi padre. Mis amigos. Mis… recuerdos.
Cambios y más cambios, y yo que quisiera que todo siguiera igual. No puedo concentrarme. El tablero es un laberinto de piezas que no me dejan ver el camino para salir de este enredo. Mientras, el minotauro acecha…
¡Jaque! ¡Me han dado jaque! Yo, que creía estar a salvo. No puedo creerlo, pero al mismo tiempo ya lo esperaba, lo presentía. Realmente he jugado muy mal. Nada más faltaría que fuera mate. Y yo sin enterarme de nada.
¿Es realmente el mate el fin último? ¿Hay nuevas partidas después de que nos guardan en la caja? ¿Qué sentido tiene el enfrentamiento si al final todo se acaba? ¿Qué coloridas maravillas y misterios hay más allá del monocromático tablero? ¿Qué es lo que persiste posterior al encuentro? ¿Qué juego sigue al final del duelo? ¿Cuál es el verdadero juego?
Mi turno. Como otros tantos turnos. Turnos matutinos, turnos nocturnos y vespertinos; turnos que se turnaban pero que finalmente no eran míos. Esperando mi turno. Siempre esperando.
Un par de jugadas más y estoy abrumado. Las piezas me asfixian. Me encuentro rodeado. No tengo mucho espacio donde moverme. Me siento atrapado.
Quiero liberarme. Intento llegar al centro del tablero. Al centro de mí mismo. De saber dónde poner las piezas. De rearmar mi propio rompecabezas. Tener idea de qué hacer. Dónde moverme. Cuál es mi lugar.
Mi adversario sigue presionando. Acumulando fuerza sobre mis puntos débiles. Especialmente sobre el más vulnerable, que es mi propio rey. La pieza más débil, pero la más valiosa. Es lo mismo que mi corazón.
Por fin aparece mi dama. Que no es mía, aunque yo quisiera que lo fuera. La suerte del encuentro de hace ya un tiempo, y aún no me he atrevido a decirle lo que siento. Busco su mirada. La localizo entre los participantes, en un suelo de mosaicos blancos y negros. Ambos bajamos la mirada con timidez. Rozo la dama con delicadeza y la adelanto un poco.
Estoy a punto de hacer una estupidez (otra, qué más da). Iba a mover cualquier pieza cuando algo inexplicable me detiene. Tal vez la manera en que el contrincante ha hecho su jugada (rápida y segura, pero ansiosa). O la inquietud expectante del público silencioso que nos rodea. Entonces veo el tablero, realmente lo miro, y no simplemente le paso la vista por encima. Y en ese momento caigo en cuenta que va a darme jaque mate.
Creo que no llegaremos al final de la partida. O más bien yo tendré un final anticipado, apenas en el medio juego. Estoy atrapado en una red de mate. Sería tan fácil rendirme. Acabar con todo de una buena vez.
Siento mi enojo. Mi furia. Mi impotencia. Principalmente porque reconozco que es mi culpa. Ha sido mi propio descuido lo que ha provocado la situación desesperada en que me encuentro.
Me imagino que es uno de esos problemas que salen en las revistas, o en los periódicos. "Mate en 3". "Encuentre la combinación ganadora". Pero por más que busco, no aparece la jugada salvadora.
Desearía que fuera como en el cine. En las películas, el bueno se sonríe y da un mate inmediato de una jugada que el adversario, por más inteligente que sea, no ha podido prever. Hasta podría haber una gran explosión en el momento en que dijese, usando una voz grave y fuerte: "Mate". Con espectacular música de fondo y repetición en cámara lenta. Y para terminar, un acercamiento a la cara del malo mientras grita "¡NOOOOO!". Pero esto no es ficción. Es la realidad con mayúscula en la que no hay buenos ni malos, sino tan sólo personas; con sus problemas, que no se resuelven en un solo movimiento.
Analizo mi posición y no le hallo salida. Mi rey no tiene adonde huir, no puedo bloquear su amenaza y no hay manera de anular a los atacantes. Estoy perdido.
Pero entonces me encuentro en la mirada de ella y ya no estoy tan extraviado. Tengo esperanza. Esperanza de que ella me ame y esperanza de que yo ya no me pierda. Ella (sus ojos y su sonrisa) han renovado mi fe. Y me digo a mí mismo: "No te des por vencido. Esto no se acaba, hasta que se acaba". Porque en este momento es mi turno.
Es mi jugada. Yo tengo la ventaja aunque no lo parezca porque, en el apuro de quererme dar mate, mi contrincante ha descuidado a su propio rey. Dicen que la mejor defensa es el ataque, sí. Pero con la amenaza de mate directo sobre mí lo único posible es una serie de jaques que no permitan al contrario la libertad de matarme.
No todo es oponerse, puedo usar las reglas a mi favor. Porque estando en jaque lo único permitido es defender al rey. Y eso me da la clave. Puedo darle algún jaque. Pero no es cuestión meramente de hacer cualquier amenaza. Tengo que pensar cuáles jugadas me sirven y en que orden. Y entonces voy vislumbrando una posibilidad. Mientras esté dando jaques, él se tiene que defender. Y no tendrá tiempo de darme mate. Yo tengo ahora la iniciativa. Me decido. Le doy el primer jaque.
Al principio se asombra. Luego se preocupa. Por último se aterra. Se da cuenta de que puedo arrebatarle la victoria. Puedo hacer algunos sacrificios. Puedo empatarle la partida por jaque perpetuo. Pero a mí ahora ya no me interesa el medio punto. No me interesa la eternidad de los jaques, ni las grises tablas por la repetición triste de jugadas. Porque ahora podría ganar. Los papeles se han volteado. Mi adversario ha entrado en pánico y no sabe si inclinar decorosamente su rey o esperar el desenlace.
Aprendí que así soy yo, con mis defectos y virtudes, con mis circunstancias. Soy resultado de lo que fui, pero no puedo pasármela echándole la culpa al pasado. Es fácil, pero hay mejores formas de vivir la vida. Lo importante es lo que hago hoy para ser mejor mañana. Porque ya por fin, ahora he comprendido, que mi verdadero adversario son mis miedos, mis estupideces, mis errores; es decir yo mismo. Que fui yo el que siempre me limité con las oportunidades que desaproveché y los tiempos que perdí. Que esto es consecuencia de lo que hice. Y una vez que he aceptado esto, puedo triunfar. Aunque no gane. Porque ahora, lo sé, ahora es mi turno.
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