lunes, 30 de noviembre de 2009

José Emilio Pacheco gana el Premio Cervantes, máximo galardón de las letras hispanas

Este premio es para toda la literatura mexicana.

José Emilio Pacheco gana el Premio Cervantes, máximo galardón de las letras hispanas.

"Quiero dejar claro que este premio es para toda la literatura mexicana, que no sale mucho de nuestras fronteras". Así se ha expresado hoy José Emilio Pacheco tras conocer que había sido galardonado con el Premio Cervantes, máximo galardón de las letras hispanas.

• "Un poeta de la estirpe de Octavio Paz"
• La curiosidad del poeta
• El significado último de una imagen
• La razón de la edad

Relación de galardonados
1976 Jorge Guillén
1977 Alejo Carpentier
1978 Dámaso Alonso
1979 Jorge Luis Borges
Gerardo Diego
1980 Juan Carlos Onetti
1981 Octavio Paz
1982 Luis Rosales
1983 Rafael Alberti
1984 Ernesto Sábato
1985 Gonzalo Torrente Ballester
1986 Antonio Buero Vallejo
1987 Carlos Fuentes
1988 Maria Zambrano
1989 Augusto Roa Bastos
1990 Adolfo Bioy Casares
1991 Francisco Ayala
1992 Dulce María Loynaz
1993 Miguel Delibes
1994 Mario Vargas Llosa
1995 Camilo José Cela
1996 José García Nieto
1997 Guillermo Cabrera Infante
1998 José Hierro
1999 Jorge Edwards
2000 Francisco Umbral
2001 Álvaro Mutis
2002 José Jiménez Lozano
2003 Gonzalo Rojas
2004 Rafael Sánchez Ferlosio
2005 Sergio Pitol
2006 Antonio Gamoneda
2007 Juan Gelman
2008 Juan Marsé

Pacheco considera el fallo del jurado "una irrealidad" que nunca aspiró a recibir, según ha dicho a Efe en declaraciones telefónicas desde Guadalajara (México), donde asiste a la Feria
Internacional del Libro (FIL). El escritor ha insistido en que "no esperaba" recibir este premio, que considera el más importante de la lengua castellana.

El poeta, prosista y traductor, nacido en Ciudad de México en 1939, ha resaltado la generosidad del jurado por fijarse en su obra cuando "hay tantos buenos escritores". "No me puedo quejar", ha subrayado. Ha explicado que el premio le toca "muy hondo" y le afecta "muchísimo". Sobre los múltiples homenajes recibidos en 2009, al cumplir 70 años, el poeta afirmó que fueron "una gran sorpresa, como la de esta mañana", aunque reconoció que tanta celebración le causa "mucha fatiga" y que se cansa "de una manera terrible".

Ayer mismo, en la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, frente a un grupo de periodistas que se lo pasaron en grande, Pacheco sacó a pasear su fina ironía: "Temo aburrirles, contarles siempre lo mismo. Así que si se empeñan en seguir haciéndome entrevistas, no tendré más remedio que inventarme otra biografía". Una periodista mexicana le preguntó: "Maestro, después de haber recibido el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, ¿cree usted que le pueden dar el Premio Cervantes?". Su respuesta fue: "Para nada. Aunque con el Reina Sofía eso se quebró de alguna manera, yo soy el eterno finalista. Y en Norteamérica eso de ser finalista es un prestigio. Los autores lo ponen hasta en la solapa de sus libros... Fue finalista de tal o cual premio. Pero aquí en México eso no es así. Aquí es un deshonor".

Una vida dedicada a la literatura
José Emilio Pacheco nació en Ciudad de México en junio de 1939. Además de poeta y prosista se ha consagrado también como traductor, trabajando como director y editor de colecciones bibliográficas y diversas publicaciones y suplementos culturales. Ha sido también docente universitario e investigdor.

De su obra poética se destacan: Los elementos de la noche en 1963, El reposo del fuego en 1966, No me preguntes cómo pasa el tiempo en 1969, Irás y no volverás en 1973, Islas a la deriva en 1976, Desde entonces en 1980, Trabajos en el mar en 1983 y Como la lluvia.

Con motivo de la entrega del Premio Reina Sofía de Poesía este mismo año, dijo que se consideraba "un pesimista, al tiempo que vitalista", preocupado por la condición humana, que luego vuelca en su poesía, sus narraciones y sus ensayos. "Escribo sobre lo que veo -argumentó- y lo que veo no es para sentirse optimista. Ahora hay un nuevo matiz que no existía antes, una crueldad nueva", aseguró. Al respecto se refirió a la violencia que se vive en México, que se ha recrudecido en los últimos años en una guerra que ya no respeta normas ni a las familias de los actores de la misma."Ahora aparecen los niños quemados vivos o un hombre decapitado al que le sacan los ojos, es monstruoso. Es de una impotencia terrible, yo creo que no soy pesimista, que con los seres humanos me quedé corto", dijo al respecto.

Aparte del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana (2009), otros galardones que ha recibido son el Premio Nacional de Periodismo Literario (1980); Premio Nacional a la trayectoria ensayística Malcolm Lowry (1991); Premio Nacional de Lingüística y Literatura (1992); el Iberoamericano de Letras José Donoso (2001); Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo (2003).

Composición del jurado
El jurado ha estado presidido por José Antonio Pascual, representante de la Real Academia Española y formado por: Jaime Labastida, representante de la Academia Mexicana de la Lengua; Luis García Montero, propuesto por la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas; María Agueda Méndez, por la Unión de Universidades de América Latina; Soledad Puértolas, por la directora del Instituto Cervantes; Almudena Grandes, por la ministra de Cultura; Pedro García Cuartango, por la Federación de Asociaciones de Periodistas de España; Ana Villarreal, por la Federación Latinoamericana de Periodistas; David Gíes, por la Asociación Internacional de Hispanistas; y Juan Gelman, autor galardonado en la edición 2007. Como secretario ha ejercido Rogelio Blanco, director general del Libro, Archivos y Bibliotecas y como secretaria de actas, Mónica Fernández, subdirectora general de Promoción del Libro, la Lectura y las Letras Españolas.

Si te ha interesado esta información, te recomendamos:
• País: México
• "Un poeta de la estirpe de Octavio Paz"
• ENTREVISTA: La curiosidad del poeta
• TRIBUNA: El significado último de una imagen
• PERFIL: La razón de la edad
• Documento: Elogio al jabón (PDF - 26,74Kb) - 09-10-2009


P. ORDAZ / AGENCIAS - Guadalajara - 30/11/2009
EL PAÍS

Entrando al mar tranquilo

¿Quién dijo que en Londres hacía falta calefacción?

Vía Muy Interesante

Dean Martin and Ricky Nelson - My Rifle, My Pony and Me

Alberto Cortez - Cuando un amigo se va

domingo, 29 de noviembre de 2009

Samuel Rego - Homenaje

Samuel Rego en La Biblioteca de los Blogs
¡Enhorabuena!

Una muestra del por qué:

Optical Zoom - Olympus

Panico al Halcón

Faltó un pelo...

sábado, 28 de noviembre de 2009

Sólo busco el tacto para amarte


Sólo busco el tacto para amarte.
Sólo necesito que tus dedos me dibujen la boca,
que tracen caminos a todo lo largo de mi cuerpo,
que cubran ese espacio vacío entre mis senos
y se adapten celosos a mis huecos.

Creciendo las caricias por tus manos
un sitio de mi instinto se derrama en miel.
Déjame al relente de tus besos
que quiero respirarte por cada latido de mis dedos.

Voy a revivirte en lo vago e impreciso de mi sueño,
y más allá de todo, en el precario vacío del olvido
guardaré los gestos, las palabras,
para que cuando caigan los párpados cuajados de deseos
no necesite más que el tacto para amarte,
menos aún, me bastará pensar en él,
para apaciguar de ese modo mi deseo.

Escrito por Musaraña
Benacazón 29.07.1991

A LA ESPERA DE LA OSCURIDAD

Ese instante que no se olvida
Tan vacío devuelto por las sombras
Tan vacío rechazado por los relojes
Ese pobre instante adoptado por mi ternura
Desnudo desnudo de sangre de alas
Sin ojos para recordar angustias de antaño
Sin labios para recoger el zumo de las violencias
perdidas en el canto de los helados campanarios.

Ampáralo niña ciega de alma
Ponle tus cabellos escarchados por el fuego
Abrázalo pequeña estatua de terror.
Señálale el mundo convulsionado a tus pies
A tus pies donde mueren las golondrinas
Tiritantes de pavor frente al futuro
Dile que los suspiros del mar
Humedecen las únicas palabras
Por las que vale vivir.

Pero ese instante sudoroso de nada
Acurrucado en la cueva del destino
Sin manos para decir nunca
Sin manos para regalar mariposas
A los niños muertos

Alejandra Pizarnik

Creo que podría volverme a vivir con los animales


Creo que podría volverme a vivir con los animales.
¡Son tan plácidos y tan sufridos!
Me quedo mirándolos días y días sin cansarme.
No preguntan,
ni se quejan de su condición;
no andan despiertos por la noche,
ni lloran por sus pecados.
Y no me molestan discutiendo sus deberes para con Dios...
No hay ninguno descontento,
ni ganado por la locura de poseer las cosas.
Ninguno se arrodilla ante los otros,
ni ante los muertos de su clase que vivieron miles de siglos
antes que él.
En toda la tierra no hay uno solo que sea desdichado o venerable.

Me muestran el parentesco que tiene conmigo,
parentesco que acepto.
Me traen pruebas de mi mismo,
pruebas que poseen y me revelan.
¿En dónde las hallaron?
¿Pasé por su camino hace ya tiempo y las dejé caer sin darme cuenta?

Camino hacia delante, hoy como ayer y siempre,
siempre mas rico y mas veloz,
infinito, lleno de todos y lo mismo que todos,
sin preocuparme demasiado por los portadores de mis recuerdos,
eligiendo aquí solo a aquel que más amo y marchando con {el en un abrazo
fraterno.

Este es un caballo ¡Miradlo!
Soberbio,
tierno,
sensible a mis caricias,
de frente altiva y abierta,
de ancas satinadas,
de cola prolija que flagela el polvo,
de ojos vivaces y brillantes,
de orejas finas,
de movimientos flexibles...
Cuando lo aprisionan mis talones, su nariz se dilata,
y sus músculos perfectos tiemblan alegres cuando corremos en la pista...
pero yo solo puedo estar contigo un instante.
Te abandono, maravilloso corcel.
¿Para qué quiero tu paso ligero si yo galopo mas de prisa?
De pie o sentado, corro más que tú.

Versión de León Felipe
Walt Whitman

viernes, 27 de noviembre de 2009

EL PASO DEL RETORNO


A Raquel que me dijo un día:
«Cuando tú te alejas un sólo instante,
el tiempo y yo lloramos...»

Yo soy ese que salió hace un año de su tierra
Buscando lejanías de vida y muerte
Su propio corazón y el corazón del mundo
Cuando el viento silbaba entrañas
En un crepúsculo gigante y sin recuerdos

Guiado por mi estrella
Con el pecho vacío
Y los ojos clavados en la altura
Salí hacia mi destino

Oh mis buenos amigos
¿Me habéis reconocido?
He vivido una vida que no puede vivirse
Pero tú Poesía no me has abandonado un solo instante

Oh mis amigos aquí estoy
Vosotros sabéis acaso lo que yo era
Pero nadie sabe lo que soy
El viento me hizo viento
La sombra me hizo sombra
El horizonte me hizo horizonte preparado a todo

La tarde me hizo tarde
Y el alba me hizo alba para cantar de nuevo

Oh poeta esos tremendos ojos
Ese andar de alma de acero y de bondad de mármol
Este es aquel que llegó al final del último camino
Y que vuelve quizás con otro paso
Hago al andar el ruido de la muerte
Y si mis ojos os dicen
Cuánta vida he vivido y cuánta muerte he muerto
Ellos podrían también deciros
Cuánta vida he muerto y cuánta muerte he vivido

¡Oh mis fantasmas! ¡Oh mis queridos espectros!
La noche ha dejado noche en mis cabellos
¿En dónde estuve? ¿Por dónde he andado?
¿Pero era ausencia aquélla o era mayor presencia?

Cuando las piedras oyen mi paso
Sienten una ternura que les ensancha el alma
Se hacen señas furtivas y hablan bajo:
Allí se acerca el buen amigo
El hombre de las distancias
Que viene fatigado de tanta muerte al hombro
De tanta vida en el pecho
Y busca donde pasar la noche

Heme aquí ante vuestros limpios ojos
Heme aquí vestido de lejanías
Atrás quedaron los negros nubarrones
Los años de tinieblas en el antro olvidado
Traigo un alma lavada por el fuego
Vosotros me llamáis sin saber a quién llamáis
Traigo un cristal sin sombra un corazón que no decae
La imagen de la nada y un rostro que sonríe
Traigo un amor muy parecido al universo
La Poesía me despejó el camino
Ya no hay banalidades en mi vida
¿Quién guió mis pasos de modo tan certero?

Mis ojos dicen a aquellos que cayeron
Disparad contra mí vuestros dardos
Vengad en mí vuestras angustias
Vengad en mí vuestros fracasos
Yo soy invulnerable
He tomado mi sitio en el cielo como el silencio

Los siglos de la tierra me caen en los brazos
Yo soy amigos el viajero sin fin
Las alas de la enorme aventura
Batían entre inviernos y veranos
Mirad cómo suben estrellas en mi alma
Desde que he expulsado las serpientes del tiempo oscurecido

¿Cómo podremos entendernos?
Heme aquí de regreso de donde no se vuelve
Compasión de las olas y piedad de los astros
¡Cuánto tiempo perdido! Este es el hombre de las lejanías
El que daba vuelta las páginas de los muertos
Sin tiempo sin espacio sin corazón sin sangre
El que andaba de un lado para otro
Desesperado y solo en las tinieblas
Solo en el vacío
Como un perro que ladra hacia el fondo de un abismo

¡Oh vosotros! ¡Oh mis buenos amigos!
Los que habéis tocado mis manos
¿Qué habéis tocado?
Y vosotros que habéis escuchado mi voz
¿Qué habéis escuchado?
Y los que habéis contemplado mis ojos
¿Qué habéis contemplado?

Lo he perdido todo y todo lo he ganado
Y ni siquiera pido
La parte de la vida que me corresponde
Ni montañas de fuego ni mares cultivados
Es tanto más lo que he ganado que lo que he perdido
Así es el viaje al fin del mundo
Y ésta es la corona de sangre de la gran experiencia
La corona regalo de mi estrella
¿En dónde estuve en dónde estoy?

Los árboles lloran un pájaro canta inconsolable
Decid ¿quién es el muerto?
El viento me solloza
¡Qué inquietudes me has dado!
Algunas flores exclaman
¿Estás vivo aún?
¿Quién es el muerto entonces?
Las aguas gimen tristemente
¿Quién ha muerto en estas tierras?
Ahora sé lo que soy y lo que era
Conozco la distancia que va del hombre a la verdad
Conozco la palabra que aman los muertos
Este es el que ha llorado el mundo el que ha llorado resplandores

Las lágrimas se hinchan se dilatan
Y empiezan a girar sobre su eje.
Heme aquí ante vosotros
Cómo podremos entendernos Cómo saber lo que decimos
Hay tantos muertos que me llaman
Allí donde la tierra pierde su ruido
Allí donde me esperan mis queridos fantasmas
Mis queridos espectros
Miradme os amo tanto pero soy extranjero
¿Quién salió de su tierra
Sin saber el hondor de su aventura?
Al desplegar las alas
Él mismo no sabía qué vuelo era su vuelo

Vuestro tiempo y vuestro espacio
No son mi espacio ni mi tiempo
¿Quién es el extranjero? ¿Reconocéis su andar?
Es el que vuelve con un sabor de eternidad en la garganta
Con un olor de olvido en los cabellos
Con un sonar de venas misteriosas
Es este que está llorando el universo
Que sobrepasó la muerte y el rumor de la selva secreta
Soy impalpable ahora como ciertas semillas
Que el viento mismo que las lleva no las siente
Oh Poesía nuestro reino empieza

Este es aquel que durmió muchas veces
Allí donde hay que estar alerta
Donde las rocas prohíben la palabra
Allí donde se confunde la muerte con el canto del mar
Ahora vengo a saber que fui a buscar las llaves
He aquí las llaves
¿Quién las había perdido?
¿Cuánto tiempo ha que se perdieron?
Nadie encontró las llaves perdidas en el tiempo y en las brumas
¡Cuántos siglos perdidas!

Al fondo de las tumbas
Al fondo de los mares
Al fondo del murmullo de los vientos
Al fondo del silencio
He aquí los signos
¡Cuánto tiempo olvidados!
Pero entonces amigo ¿qué vas a decirnos?
¿Quién ha de comprenderte? ¿De dónde vienes?
¿En dónde estabas? ¿En qué alturas en qué profundidades?
Andaba por la Historia del brazo con la muerte

Oh hermano, nada voy a decirte
Cuando hayas tocado lo que nadie puede tocar
Más que el árbol te gustará callar.


Vicente Huidobro

CONSUMACIÓN


Si yo fuese un niño,
si yo fuese un niño, redondo, quieto y sumergido.
Sumergido, no; sacado a la luz, estallado hacia fuera, exhibido en esa otra Creación donde un niño es un niño en su reino.
Pero si sumergido estuve antaño, bajo las aguas de la luz que eran cielo y sus ondas,
hoy no puedo sino decirlo, tomar nota, procurar explicarlo,
prohibiéndome al mismo tiempo la confusión de lo que veo con lo que fue y ha sido.
Todavía el hombre a veces intenta explicar un sueño, dibujando la presencia del amor,
el límite del corazón y su centro justísimo.
Aún intentar decir: «Amo, soy feliz; me conformo.»
Que es tanto como decir: «Soy real.» Pero cuando las hojas todas se han caído:
primero las flores, luego los mismos frutos, más tarde el humo, el halo
de persuasión que rodea a la copa como su mismo sueño
entonces no hay sino ver aparecer la verdad, el tronco último, el
despojado ramaje fino que ya no tiembla.
La desnudez suprema del árbol quedado
que finísimamente acaba en la casi imposible ramilla,
tronquito extremo sin variación de hoja,
superación sin música de la inquietante rueda de las estaciones.

Entonces llega el conocimiento, y allá dentro en el nudo del hombre,
si todavía existe un centro que tiene nombre y que yo no quiero mencionar;
si aún persiste y exige y golpea imperiosamente, porque nadie quiere morir,
puedes sonreír de buena gana, y burlarte, y mirándolo con desdén quiere morir,
decir con voz muy baja, de modo que todo el mundo te oiga:
«Amigo...: todo está consumado.»


Vicente Aleixandre

Al que ingrato me deja, busco amante


Al que ingrato me deja, busco amante;
al que amante me sigue, dejo ingrata;
constante adoro a quien mi amor maltrata;
maltrato a quien mi amor busca constante.

Al que trato de amor, hallo diamante,
y soy diamante al que de amor me trata;
triunfante quiero ver al que me mata,
y mato al que me quiere ver triunfante.

Si a éste pago, padece mi deseo;
si ruego a aquél, mi pundonor enojo;
de entrambos modos infeliz me veo.

Pero yo, por mejor partido, escojo
de quien no quiero, ser violento empleo,
que de quien no me quiere, vil despojo.


Sor Juana Inés de la Cruz

jueves, 26 de noviembre de 2009

Rico el refresco

Caimanes a la carrera

El Club de los cráneos tuneados

Vía Muy Interesante

Despegan las ciudades por la Bici

Vía Muy Interesante

miércoles, 25 de noviembre de 2009

¡No a la Violencia de Género!

Te vas de viaje

Cocina Sana

Cocción al Vapor - Tiempos

Cocina Ligera

Croquetas de Berenjenas

Cocina Ligera

25 de Noviembre día Internacional contra Violencia de Género

martes, 24 de noviembre de 2009

Shakshuka - Arroz a la Turca

Cocina Ligera

Ensalada de Achicoria, Aguacate y Piña

Cocina Ligera

TORRIJAS DE RÉGIMEN


LA ABUELITA YA NO ESTÁ ENTRE NOSOTROS (NO ES QUE HAYA MUERTO, ES QUE SE HA FUGADO A BENIDORM CON UN CUBANO MUY GUAPO) Y MAMÁ HA CONSEGUIDO QUE EL JUEZ NOS PONGA UNA ORDEN DE ALEJAMIENTO QUE NOS IMPIDE ACERCARNOS A MENOS DE 500 METROS DE SU NEVERA, ¿VA A DEJARNOS ESO SIN TORRIJAS? TENIENDO EN CUENTA QUE LOS SEÑORES ENMASCARADOS CON CAPIROTES NOS DAN MIEDO DESDE PEQUEÑO Y QUE LO ÚNICO QUE NOS GUSTA DE LA SEMANA SANTA SON LAS TORRIJAS, SERÍA UNA CRUELDAD. PARA SOLUCIONARLO, FALSARIUS CHEF TE PROPONE ESTA SENCILLA Y NADA CONVENCIONAL RECETA, QUE ADEMÁS ES DE RÉGIMEN: SI LAS COMES, TIENES QUE PONERTE A RÉGIMEN. SEGURO.

Ingredientes:
1 rebanada de pan de molde (en mi caso, integral Silueta de Horno), dulce de leche La Lechera (viene en un envase de plástico con dosificador-fácil de esos), leche evaporada Ideal, canela y aceite de oliva virgen extra.

Preparación:
en un plato hondo ponemos dos cucharadas generosas de Dulce de Leche La Lechera, le añadimos 4 ó 5 cucharadas de leche evaporada (un chorreón, vamos, para que el dulce de leche quede más líquido y empape mejor) y con un tenedor lo mezclamos bien hasta que se nos forme un caldillo de apetecible color café con leche. Cortamos en dos la rebanada de pan y la ponemos a empapar en el líquido, dándole la vuelta para que absorba bien por las dos caras. Si vemos que nos falta líquido, hacemos un poco más y ya está.
La cosa es que nuestra rebanada quede bien jugosa. Hecho esto ponemos dos o tres gotas de aceite de oliva en una sartén y con el mismo dedo (si no nos ve nadie y está fría la sartén) lo extendemos bien por toda la superficie.
Se trata de formar una leve película que, por un lado, evite que se nos pegue la torrija y por otro le aporte ese regustillo de aceite tan de torrija convencional. Ponemos al fuego la sartén y cuando esté caliente ponemos la media rebanada. Primero por una cara y luego por la otra.
Se hace bastante rápido (se trata sólo de que el dulce de leche se caramelice un poco) así que es bueno estar atento para que no se nos queme. Procedemos de igual forma con la otra mitad, las colocamos en un plato y las espolvoreamos con canela. Crujientes por fuera, jugosas por dentro y con un sorprendente sabor a torrija convencional. Y de sencillas ni hablamos.

PUBLICADO POR FALSARIUS CHEF

lunes, 23 de noviembre de 2009

domingo, 22 de noviembre de 2009

Robot Chef

'Tarde de verano', por Fernando del Diego

Ingredientes:
4 hojas de hierbabuena, 3 cucharaditas de azúcar, un golpe de curasao rojo, un golpe de angostura, 2 cl de vodka, 2 cl de zumo de limón

Elaboración:
Se bate con batidora, turmix o Thermomix.
Una vez bien disuelto todo, se escancia en un vaso tipo Collins (alto y ancho) y lo llenamos de hielo pilé.
Decorar con una ramita de hierbabuena y una corteza de limón.


ANEL FERNÁNDEZ - 13-07-2009
EL PAÍS

Golf - Algunos Tipos de Golpes


Vía Solo Golf y Viajes

sábado, 21 de noviembre de 2009

En el búnker, no sea avaricioso

Gire a través del impacto

El guardavía – Charles Dickens (1866)


— ¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Cuando oyó la voz que así lo llamaba se encontraba de pie en la puerta de su caseta, empuñando una bandera, enrollada a un corto palo. Cualquiera hubiera pensado, teniendo en cuenta la naturaleza del terreno, que no cabía duda alguna sobre la procedencia de la voz; pero en lugar de mirar hacia arriba, hacia donde yo me encontraba, sobre un escarpado terraplén situado casi directamente encima de su cabeza, el hombre se volvió y miró hacia la vía. Hubo algo especial en su manera de hacerlo, pero, aunque me hubiera ido en ello la vida, no habría sabido explicar en qué consistía, mas sé que fue lo bastante especial como para llamarme la atención, a pesar de que su figura se veía empequeñecida y en sombras, allá abajo en la profunda zanja, y de que yo estaba muy por encima de él, tan deslumbrado por el resplandor del rojo crepúsculo que sólo tras cubrirme los ojos con las manos, logré verlo.

— ¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!

Dejó entonces de mirar a la vía, se volvió nuevamente y, alzando los ojos, vio mi silueta muy por encima de él.

— ¿Hay algún camino para bajar y hablar con usted?

Él me miró sin replicar y yo le devolví la mirada sin agobiarle con una repetición demasiado precipitada de mi ociosa pregunta. Justo en ese instante el aire y la tierra se vieron estremecidos por una vaga vibración transformada rápidamente en la violenta sacudida de un tren que pasaba a toda máquina y que me sobresaltó hasta el punto de hacerme saltar hacia atrás, como si quisiera arrastrarme tras él. Cuando todo el vapor que consiguió llegar a mi altura hubo pasado y se diluía ya en el paisaje, volví a mirar hacia abajo y lo vi volviendo a enrollar la bandera que había agitado al paso del tren. Repetí la pregunta. Tras una pausa, en la que pareció estudiarme con suma atención, señaló con la bandera enrollada hacia un punto situado a mi nivel, a unas dos o tres yardas de distancia. —Muy bien—, le grité, y me dirigí hacia aquel lugar. Allí, a base de mirar atentamente a mi alrededor, encontré un tosco y zigzagueante camino de bajada excavado en la roca y lo seguí.

El terraplén era extremadamente profundo y anormalmente escarpado. Estaba hecho en una roca pegajosa, que se volvía más húmeda y rezumante a medida que descendía. Por dicha razón, me encontré con que el camino era lo bastante largo como para permitirme recordar el extraño ademán de indecisión o coacción con que me había señalado el sendero.

Cuando hube descendido lo suficiente para volverlo a ver, observé que estaba de pie entre los raíles por los que acababa de pasar el tren, en actitud de estar esperándome. Tenía la mano izquierda bajo la barbilla y el codo descansando en la derecha, que mantenía cruzada sobre el pecho. Su actitud denotaba tal expectación y ansiedad que por un instante me detuve, asombrado.

Reanudé el descenso y, al llegar a la altura de la vía y acercarme a él, pude ver que era un hombre moreno y cetrino, de barba oscura y cejas bastante anchas. Su caseta estaba en el lugar más sombrío y solitario que yo hubiera visto en mi vida. A ambos lados, se elevaba un muro pedregoso y rezumante que bloqueaba cualquier vista salvo la de una angosta franja de cielo; la perspectiva por un lado era una prolongación distorsionada de aquel gran calabozo; el otro lado, más corto, terminaba en la tenebrosa luz roja situada sobre la entrada, aún más tenebrosa, a un negro túnel de cuya maciza estructura se desprendía un aspecto rudo, deprimente y amenazador. Era tan oscuro aquel lugar que el olor a tierra lo traspasaba todo, y circulaba un viento tan helado que su frío me penetró hasta lo más hondo, como si hubiera abandonado el mundo de lo real.

Antes de que él hiciese el menor movimiento me encontraba tan cerca que hubiese podido tocarlo. Sin quitarme los ojos de encima ni aun entonces, dio un paso atrás y levantó la mano.

Aquél era un puesto solitario, dije, y me había llamado la atención cuando lo vi desde allá arriba. Una visita sería una rareza, suponía; pero esperaba que no fuera una rareza mal recibida y le rogaba que viese en mí simplemente a un hombre que, confinado toda su vida entre estrechos límites y finalmente en libertad, sentía despertar su interés por aquella gran instalación. Más o menos éstos fueron los términos que empleé, aunque no estoy nada seguro de las palabras exactas porque, además de que no me gusta ser yo el que inicie una conversación, había algo en aquel hombre que me cohibía.

Dirigió una curiosísima mirada a la luz roja próxima a la boca de aquel túnel y a todo su entorno, como si faltase algo allí, y luego me miró.

— ¿Aquella luz está a su cargo, verdad?
— ¿Acaso no lo sabe? —me respondió en voz baja.

Al contemplar sus ojos fijos y su rostro saturnino, me asaltó la extravagante idea de que era un espíritu, no un hombre.

Desde entonces, al recordarlo, he especulado con la posibilidad de que su mente estuviera sufriendo una alucinación.

Esta vez fui yo quien dio un paso atrás. Pero, al hacerlo, noté en sus ojos una especie de temor latente hacia mí.
Esto anuló la extravagante idea.
—Me mira —dije con sonrisa forzada— como si me temiera.
— No estaba seguro —me respondió— de si lo había visto antes.
— ¿Dónde?

Señaló la luz roja que había estado mirando.
— ¿Allí? —dije.
Mirándome fijamente respondió (sin palabras), —sí—.
—Mi querido amigo ¿qué podría haber estado haciendo yo allí? De todos modos, sea como fuere, nunca he estado allí, puede usted jurarlo.
—Creo que sí —asintió—, sí, creo que puedo.

Su actitud, lo mismo que la mía, volvió a la normalidad, y contestó a mis comentarios con celeridad y soltura.

¿Tenía mucho que hacer allí? Sí, es decir, tenía suficiente responsabilidad sobre sus hombros; pero lo que más se requería de él era exactitud y vigilancia, más que trabajo propiamente dicho; trabajo manual no hacía prácticamente ninguno: cambiar alguna señal, vigilar las luces y dar la vuelta a una manivela de hierro de vez en cuando era todo cuanto tenía que hacer en ese sentido. Respecto a todas aquellas largas y solitarias horas que a mí me parecían tan difíciles de soportar, sólo podía decir que se había adaptado a aquella rutina y estaba acostumbrado a ella. Había aprendido una lengua él solo allá abajo —si se podía llamar aprender a reconocerla escrita y a haberse formado una idea aproximada de su pronunciación—. También había trabajado con quebrados y decimales, y había intentado hacer un poco de álgebra. Pero tenía, y siempre la había tenido, mala cabeza para los números. ¿Estaba obligado a permanecer en aquella corriente de aire húmedo mientras estaba de servicio? ¿No podía salir nunca a la luz del sol de entre aquellas altas paredes de piedra? Bueno, eso dependía de la hora y de las circunstancias. Algunas veces había menos tráfico en la línea que otras, y lo mismo ocurría a ciertas horas del día y de la noche. Cuando había buen tiempo sí que procuraba subir un poco por encima de las tinieblas inferiores; pero como lo podían llamar en cualquier momento por la campanilla eléctrica, cuando lo hacía estaba pendiente de ella con redoblada ansiedad, y por ello el alivio era menor de lo que yo suponía.

Me llevó a su caseta, donde había una chimenea, un escritorio para un libro oficial en el que tenía que registrar ciertas entradas, un telégrafo con sus indicadores y sus agujas, y la campanilla a la que se había referido. Confiando en que disculpara mi comentario de que había recibido una buena educación (esperaba que no se ofendiera por mis palabras), quizá muy superior a su presente oficio, comentó que ejemplos de pequeñas incongruencias de este tipo rara vez faltaban en las grandes agrupaciones humanas; que había oído que así ocurría en los asilos, en la policía e incluso en el ejército, ese último recurso desesperado; y que sabía que pasaba más o menos lo mismo en la plantilla de cualquier gran ferrocarril. De joven había sido (si podía creérmelo, sentado en aquella cabaña —él apenas si podía—) estudiante de filosofía natural y había asistido a la universidad; pero se había dedicado a la buena vida, había desaprovechado sus oportunidades, había caído y nunca había vuelto a levantarse de nuevo. Pero no se quejaba de nada. Él mismo se lo había buscado y ya era demasiado tarde para lamentarlo.

Todo lo que he resumido aquí lo dijo muy tranquilamente, con su atención puesta a un tiempo en el fuego y en mí. De vez en cuando intercalaba la palabra —señor—, sobre todo cuando se refería a su juventud, como para darme a entender que no pretendía ser más de lo que era. Varias veces fue interrumpido por la campanilla y tuvo que transmitir mensajes y enviar respuestas. Una vez tuvo que salir a la puerta y desplegar la bandera al paso de un tren y darle alguna información verbal al conductor. Comprobé que era extremadamente escrupuloso y vigilante en el cumplimiento de sus deberes, interrumpiéndose súbitamente en mitad de una frase y permaneciendo en silencio hasta que cumplía su cometido.

En una palabra, hubiera calificado a este hombre como uno de los más capacitados para desempeñar su profesión si no fuera porque, mientras estaba hablando conmigo, en dos ocasiones se detuvo de pronto y, pálido, volvió el rostro hacia la campanilla cuando no estaba sonando, abrió la puerta de la caseta (que mantenía cerrada para combatir la malsana humedad) y miró hacia la luz roja próxima a la boca del túnel. En ambas ocasiones regresó junto al fuego con la inexplicable expresión que yo había notado, sin ser capaz de definirla, cuando los dos nos mirábamos desde tan lejos.

Al levantarme para irme dije:
— Casi me ha hecho usted pensar que es un hombre satisfecho consigo mismo.
(Debo confesar que lo hice para tirarle de la lengua.)
— Creo que solía serlo —asintió en el tono bajo con el que había hablado al principio—. Pero estoy preocupado, señor, estoy preocupado.

Hubiera retirado sus palabras de haber sido posible. Pero ya las había pronunciado, y yo me agarré a ellas rápidamente.
— ¿Por qué? ¿Qué es lo que le preocupa?
— Es muy difícil de explicar, señor. Es muy, muy difícil hablar de ello. Si me vuelve a visitar en otra ocasión, intentaré hacerlo.
— Pues deseo visitarle de nuevo. Dígame, ¿cuándo le parece?
— Mañana salgo temprano y regreso a las diez de la noche, señor.
— Vendré a las once.
Me dio las gracias y me acompañó a la puerta.
— Encenderé la luz blanca hasta que encuentre el camino, señor —dijo en su peculiar voz baja—. Cuando lo encuentre ¡no me llame! Y cuando llegue arriba ¡no me llame!
Su actitud hizo que el lugar me pareciera aún más gélido, pero sólo dije —muy bien—.
— Y cuando baje mañana ¡no me llame! Permítame hacerle una pregunta para concluir: ¿qué le hizo gritar —¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!— esta noche?
— Dios sabe —dije—, grité algo parecido…
— No parecido, señor. Fueron exactamente ésas sus palabras. Las conozco bien.
— Admitamos que lo fueran. Las dije, sin duda, porque lo vi ahí abajo.
— ¿Por ninguna otra razón?
— ¿Qué otra razón podría tener?
— ¿No tuvo la sensación de que le fueron inspiradas de alguna manera sobrenatural?
— No.

Me dio las buenas noches y sostuvo en alto la luz. Caminé a lo largo de los raíles (con la desagradable impresión de que me seguía un tren) hasta que encontré el sendero. Era más fácil de subir que de bajar y regresé a mi pensión sin ningún problema.

A la noche siguiente, fiel a mi cita, puse el pie en el primer peldaño del zigzag, justo cuando los lejanos relojes daban las once. El guardavía me esperaba abajo, con la luz blanca encendida.
—No he llamado —dije cuando estábamos ya cerca—. ¿Puedo hablar ahora?
—Por supuesto, señor.
—Buenas noches y aquí tiene mi mano.
—Buenas noches, señor, y aquí tiene la mía.

Tras lo cual anduvimos el uno junto al otro hasta llegar a su caseta, entramos, cerramos la puerta y nos sentamos junto al fuego.
—He decidido, señor —empezó a decir inclinándose hacia delante tan pronto estuvimos sentados y hablando en un tono apenas superior a un susurro—, que no tendrá que preguntarme por segunda vez lo que me preocupa. Ayer tarde le confundí con otra persona. Eso es lo que me preocupa.
— ¿Esa equivocación?
— No. Esa otra persona.
— ¿Quién es?
— No lo sé.
— ¿Se parece a mí?
— No lo sé. Nunca le he visto la cara. Se tapa la cara con el brazo izquierdo y agita el derecho violentamente. Así.

Seguí su gesto con la mirada y era el gesto de un brazo que expresaba con la mayor pasión y vehemencia algo así como —por Dios santo, apártese de la vía—.
— Una noche de luna —dijo el hombre—, estaba sentado aquí cuando oí una voz que gritaba —¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo!—. Me sobresalté, miré desde esa puerta y vi a esa persona de pie junto a la luz roja cerca del túnel, agitando el brazo como acabo de mostrarle. La voz sonaba ronca de tanto gritar y repetía —¡Cuidado! ¡Cuidado!— y de nuevo —¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado!—. Cogí el farol, lo puse en rojo y corrí hacia la figura gritando —¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde?—. Estaba justo a la salida de la boca del túnel. Estaba tan cerca de él que me extrañó que continuase con la mano sobre los ojos. Me aproximé aún más y tenía ya la mano extendida para tirarle de la manga cuando desapareció.
— ¿Dentro del túnel? —pregunté.
— No. Seguí corriendo hasta el interior del túnel, unas quinientas yardas. Me detuve, levanté el farol sobre la cabeza y vi los números que marcan las distancias, las manchas de humedad en las paredes y el arco. Salí corriendo más rápido aún de lo que había entrado (porque sentía una aversión mortal hacia aquel lugar) y miré alrededor de la luz roja con mi propia luz roja, y subí las escaleras hasta la galería de arriba y volví a bajar y regresé aquí. Telegrafié en las dos direcciones — ¿Pasa algo?—. La respuesta fue la misma en ambas: —Sin novedad—.
Resistiendo el helado escalofrío que me recorrió lentamente la espina dorsal, le hice ver que esta figura debía ser una ilusión óptica y que se sabía que dichas figuras, originadas por una enfermedad de los delicados nervios que controlan el ojo, habían preocupado a menudo a los enfermos, y algunos habían caído en la cuenta de la naturaleza de su mal e incluso lo habían probado con experimentos sobre sí mismos. Y respecto al grito imaginario, dije, no tiene sino que escuchar un momento al viento en este valle artificial mientras hablamos tan bajo y los extraños sonidos que hace en los hilos telegráficos.

Todo esto estaba muy bien, respondió, después de escuchar durante un rato, y él tenía motivos para saber algo del viento y de los hilos, él, que con frecuencia pasaba allí largas noches de invierno, solo y vigilando. Pero me hacía notar humildemente que todavía no había terminado.

Le pedí perdón y lentamente añadió estas palabras, tocándome el brazo:
— Unas seis horas después de la aparición, ocurrió el memorable accidente de esta línea, y al cabo de diez horas los muertos y los heridos eran transportados por el túnel, por el mismo sitio donde había desaparecido la figura.
Sentí un desagradable estremecimiento, pero hice lo posible por dominarlo. No se podía negar, asentí, que era una notable coincidencia, muy adecuada para impresionar profundamente su mente. Pero era indiscutible que esta clase de coincidencias notables ocurrían a menudo y debían ser tenidas en cuenta al tratar el tema. Aunque, ciertamente, debía admitir, añadí (pues me pareció que iba a ponérmelo como objeción), que los hombres de sentido común no tenían mucho en cuenta estas coincidencias en la vida ordinaria.
De nuevo me hizo notar que aún no había terminado, y de nuevo me disculpé por mis interrupciones.
— Esto —dijo, poniéndome otra vez la mano en el brazo y mirando por encima de su hombro con los ojos vacíos— fue hace justo un año. Pasaron seis o siete meses y ya me había recuperado de la sorpresa y de la impresión cuando una mañana, al romper el día, estando de pie en la puerta, miré hacia la luz roja y vi al espectro otra vez.

Y aquí se detuvo, mirándome fijamente.
— ¿Lo llamó?
— No, estaba callado.
— ¿Agitaba el brazo?
—No. Estaba apoyado contra el poste de la luz, con las manos delante de la cara. Así.
Una vez más seguí su gesto con los ojos. Era una actitud de duelo. He visto tales posturas en las figuras de piedra de los sepulcros.
— ¿Se acercó usted a él?
— Entré y me senté, en parte para ordenar mis ideas, en parte porque me sentía al borde del desmayo. Cuando volví a la puerta, la luz del día caía sobre mí y el fantasma se había ido.
— ¿Pero no ocurrió nada más? ¿No pasó nada después?
Me tocó en el brazo con la punta del dedo dos o tres veces, asintiendo con la cabeza y dejándome horrorizado a cada una de ellas:
— Ese mismo día, al salir el tren del túnel, noté en la ventana de uno de los vagones lo que parecía una confusión de manos y de cabezas y algo que se agitaba. Lo vi justo a tiempo de dar la señal de parada al conductor. Paró el motor y pisó el freno, pero el tren siguió andando unas ciento cincuenta yardas más. Corrí tras él y al llegar oí gritos y lamentos horribles. Una hermosa joven había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos. La trajeron aquí y la tendieron en el suelo, en el mismo sitio donde estamos nosotros.
Involuntariamente empujé la silla hacia atrás, mientras desviaba la mirada de las tablas que señalaba.
— Es la verdad, señor, la pura verdad. Se lo cuento tal y como sucedió.
No supe qué decir, ni en un sentido ni en otro y sentí una gran sequedad de boca. El viento y los hilos telegráficos hicieron eco a la historia con un largo gemido quejumbroso. Mi interlocutor prosiguió:
— Ahora, señor, preste atención y verá por qué está turbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha estado ahí, más o menos continuamente, un instante sí y otro no.
— ¿Junto a la luz?
— Junto a la luz de peligro.
— ¿Y qué hace?
El guardavía repitió, con mayor pasión y vehemencia aún si cabe, su anterior gesto de — ¡Por Dios santo, apártese de la vía!—. Luego continuó:
—No hallo tregua ni descanso a causa de ello. Me llama durante largos minutos, con voz agonizante, ahí abajo, — ¡Cuidado! ¡Cuidado!—. Me hace señas. Hace sonar la campanilla.
Me agarré a esto último:
— ¿Hizo sonar la campanilla ayer tarde, cuando yo estaba aquí y se acercó usted a la puerta?
— Por dos veces.
— Bueno, vea —dije— cómo le engaña su imaginación. Mis ojos estaban fijos en la campanilla y mis oídos estaban abiertos a su sonido y, como que estoy vivo, no sonó entonces, ni en ningún otro momento salvo cuando lo hizo al comunicar la estación con usted.
Negó con la cabeza.
— Todavía nunca he cometido una equivocación respecto a eso, señor. Nunca he confundido la llamada del espectro con la de los humanos. La llamada del espectro es una extraña vibración de la campanilla que no procede de parte alguna y no he dicho que la campanilla hiciese algún movimiento visible. No me extraña que no la oyese. Pero yo sí que la oí.
— ¿Y estaba el espectro allí cuando salió a mirar?
— Estaba allí.
— ¿Las dos veces?
— Las dos veces —repitió con firmeza.
— ¿Quiere venir a la puerta conmigo y buscarlo ahora?

Se mordió el labio inferior como si se sintiera algo reacio, pero se puso en pie. Abrí la puerta y me detuve en el escalón, mientras él lo hacía en el umbral. Allí estaban la luz de peligro, la sombría boca del túnel y las altas y húmedas paredes del terraplén, con las estrellas brillando sobre ellas.
— ¿Lo ve? —le pregunté, prestando una atención especial a su rostro.
Sus ojos se le salían ligeramente de las órbitas por la tensión, pero quizá no mucho más de lo que lo habían hecho los míos cuando los había dirigido con ansiedad hacia ese mismo punto un instante antes.
— No —contestó—, no está allí.
— De acuerdo —dije yo.

Entramos de nuevo, cerramos la puerta y volvimos a nuestros asientos. Estaba pensando en cómo aprovechar mi ventaja, si podía llamarse así, cuando volvió a reanudar la conversación con un aire tan natural, dando por sentado que no podía haber entre nosotros ningún tipo de desacuerdo serio sobre los hechos, que me encontré en la posición más débil.
— A estas alturas comprenderá usted, señor —dijo—, que lo que me preocupa tan terriblemente es la pregunta — ¿Qué quiere decir el espectro?—.
No estaba seguro, le dije, de que lo entendiese del todo.
— ¿De qué nos está previniendo? —dijo, meditando, con sus ojos fijos en el fuego, volviéndolos hacia mí tan sólo de vez en cuando—. ¿En qué consiste el peligro? ¿Dónde está? Hay un peligro que se cierne sobre la línea en algún sitio. Va a ocurrir alguna desgracia terrible. Después de todo lo que ha pasado antes, esta tercera vez no cabe duda alguna. Pero es muy cruel el atormentarme a mí, ¿qué puedo hacer yo?
Se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la frente.
— Si envío la señal de peligro en cualquiera de las dos direcciones, o en ambas, no puedo dar ninguna explicación —continuó, secándose las manos—. Me metería en un lío y no resolvería nada. Pensarían que estoy loco. Esto es lo que ocurriría: Mensaje: — ¡Peligro! ¡Cuidado!—. Respuesta: —¿Qué peligro? ¿Dónde?—. Mensaje: —No lo sé. Pero, por Dios santo, tengan cuidado—. Me relevarían de mi puesto. ¿Qué otra cosa podrían hacer?

El tormento de su mente era penoso de ver. Era la tortura mental de un hombre responsable, atormentado hasta el límite por una responsabilidad incomprensible en la que podrían estar en juego vidas humanas.
— Cuando apareció por primera vez junto a la luz de peligro —continuó, echándose hacia atrás el oscuro cabello y pasándose una y otra vez las manos por las sienes en un gesto de extremada y enfebrecida desesperación—, ¿por qué no me dijo dónde iba a suceder el accidente, si era inevitable que sucediera? ¿por qué, si hubiera podido evitarse, no me dijo cómo impedirlo? Cuando durante su segunda aparición escondió el rostro, ¿por qué no me dijo en lugar de eso: —alguien va a morir. Haga que no salga de casa—. Si apareció en las dos ocasiones sólo para demostrarme que las advertencias eran verdad y así prepararme para la tercera, ¿por qué no me advierte claramente ahora? ¿Y por qué a mí, Dios me ayude, un pobre guardavía en esta solitaria estación? ¿Por qué no se lo advierte a alguien con el prestigio suficiente para ser creído y el poder suficiente para actuar?

Cuando lo vi en aquel estado, comprendí que, por el bien del pobre hombre y la seguridad de los viajeros, lo que tenía que hacer en aquellos momentos era tranquilizarlo. Así que, dejando a un lado cualquier discusión entre ambos sobre la realidad o irrealidad de los hechos, le hice ver que cualquiera que cumpliera con su deber a conciencia actuaba correctamente y que, por lo menos, le quedaba el consuelo de que él comprendía su deber, aunque no entendiese aquellas desconcertantes apariciones. En esta ocasión tuve más éxito que cuando intentaba disuadirlo de la realidad del aviso. Se tranquilizó; las ocupaciones propias de su puesto empezaron a reclamar su atención cada vez más conforme avanzaba la noche. Lo dejé solo a las dos de la madrugada. Me había ofrecido a quedarme toda la noche pero no quiso ni oír hablar de ello.

No me avergüenza confesar que me volví más de una vez a mirar la luz roja mientras subía por el sendero, y que no me gustaba esa luz roja, y que hubiera dormido mal si mi cama hubiera estado debajo de ella. Tampoco veo motivo para ocultar que no me gustaban las dos coincidencias del accidente y de la muerte de la joven.

Pero lo que fundamentalmente ocupaba mi mente era el problema de cómo debía yo actuar, una vez convertido en confidente de esta revelación. Había comprobado que el hombre era inteligente, vigilante, concienzudo y exacto. ¿Pero durante cuánto tiempo podía seguir así en su estado de ánimo? A pesar de lo humilde de su cargo tenía una importantísima responsabilidad. ¿Me gustaría a mí, por ejemplo, arriesgar mi propia vida confiando en la posibilidad de que continuase ejerciendo su labor con precisión? Incapaz de no sentir que sería una especie de traición si informase a sus superiores de lo que me había dicho sin antes hablar claramente con él para proponerle una postura intermedia, resolví por fin ofrecerme para acompañarlo (conservando de momento el secreto) al mejor médico que pudiéramos encontrar por aquellos alrededores y pedirle consejo. Me había advertido que la noche siguiente tendría un cambio de turno, y saldría una hora o dos después del amanecer, para empezar de nuevo después de anochecer. Yo había quedado en regresar de acuerdo con este horario.

La tarde siguiente fue una tarde maravillosa y salí temprano para disfrutarla. El sol no se había puesto del todo cuando ya caminaba por el sendero cercano a la cima del profundo terraplén. —Seguiré paseando durante una hora —me dije a mí mismo—, media hora hacia un lado y media hora hacia el otro, y así haré tiempo hasta el momento de ir a la caseta de mi amigo el guardavía. —

Antes de seguir el paseo me asomé al borde y miré mecánicamente hacia abajo, desde el punto en que lo vi por primera vez. No puedo describir la excitación que me invadió cuando, cerca de la entrada del túnel, vi la aparición de un hombre, con la mano izquierda sobre los ojos, agitando el brazo derecho apasionadamente. El inconcebible horror que me sobrecogió pasó al punto, porque enseguida vi que esta aparición era en verdad un hombre y que, de pie y a corta distancia, había un pequeño grupo de otros hombres para quienes parecía estar destinado el gesto que había hecho. La luz de peligro no estaba encendida aún. Apoyada en su poste, y utilizando unos soportes de madera y lona, había una tienda pequeña y baja que me resultaba totalmente nueva. No parecía mayor que una cama.

Con la inequívoca sensación de que algo iba mal —y el repentino y culpable temor de que alguna desgracia fatal hubiera ocurrido por haber dejado al hombre allí y no haber hecho que enviaran a alguien a vigilar o a corregir lo que hiciera— descendí el sendero excavado en la roca a toda la velocidad de la que fui capaz.
— ¿Qué pasa? —pregunté a los hombres.
— Ha muerto un guardavía esta mañana, señor.
— ¿No sería el que trabajaba en esa caseta?
— Sí, señor.
— ¿No el que yo conozco?
— Lo reconocerá si le conocía, señor —dijo el hombre que llevaba la voz cantante, descubriéndose solemnemente y levantando la punta de la lona—, porque el rostro está bastante entero.
— Pero ¿cómo ocurrió? ¿cómo ocurrió? —pregunté, volviéndome de uno a otro mientras la lona bajaba de nuevo.
—Lo arrolló la máquina, señor. No había nadie en Inglaterra que conociese su trabajo mejor que él. Pero por algún motivo estaba dentro de los raíles. Fue en pleno día. Había encendido la luz y tenía el farol en la mano. Cuando la máquina salió del túnel estaba vuelto de espaldas y le arrolló. Ese hombre la conducía y nos estaba contando cómo ocurrió. Cuéntaselo al caballero, Tom.
El hombre, que vestía un burdo traje oscuro, regresó al lugar que ocupara anteriormente en la boca del túnel:
— Al dar la vuelta a la curva del túnel, señor —dijo—, lo vi al fondo, como si lo viera por un catalejo. No había tiempo para reducir la velocidad y sabía que él era muy cuidadoso. Como no pareció que hiciera caso del silbato, lo dejé de tocar cuando nos echábamos encima de él y lo llamé tan alto como pude.
— ¿Qué dijo usted?
— ¡Eh, oiga! ¡Ahí abajo! ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Por Dios santo, apártese de la vía!
Me sobresalté.
— Oh, fue horroroso, señor. No dejé de llamarle ni un segundo. Me puse el brazo delante de los ojos para no verlo y le hice señales con el brazo hasta el último momento; pero no sirvió de nada.
Sin ánimo de prolongar mi relato para ahondar en alguna de las curiosas circunstancias que lo rodean, quiero no obstante, para terminar, señalar la coincidencia de que la advertencia del conductor no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavía me había dicho que lo atormentaban, sino también las palabras con las que yo mismo —no él— había acompañado —y tan sólo en mi mente— los gestos que él había representado.

FIN

viernes, 20 de noviembre de 2009

Forges y los Piratas

EL PAÍS

Colgado del precipicio

¿Cuál es el origen de las Filigranas?

Vía Quo

¿Cómo van a evitar que Venecia se inunde más?

Vía Muy Interesante

Los Odios

Peores son los odios ocultos
que los descubiertos.

Séneca

jueves, 19 de noviembre de 2009

miércoles, 18 de noviembre de 2009

La Momia 3 - La Tumba del Emperador Dragón

La Momia 3: La Tumba del Emperador Dragón (The mummy: Tomb of the Dragon Emperor, 2008)

Dirección: Rob Cohen.
Reparto: Brendan Fraser (Rick O’Connell), Jet Li (emperador Han), Maria Bello (Evelyn O’Connell), Luke Ford (Alex O’Connell), John Hannah (Jonathan), Michelle Yeoh (Zi Yuan), Isabella Leong (Lin), Liam Cunningham (Desi Maguire), Russell Wong (Ming Guo), Chau Sang Anthony Wong (general Yang), David Calder (Wilson).
Guión: Alfred Gough y Miles Millar.
Producción: Sean Daniel, James Jacks, Stephen Sommers y Bob Ducsay.
Música: Randy Edelman.
Fotografía: Simon Duggan.
Montaje: Kelly Matsumoto y Joel Negron.
Diseño de producción: Nigel Phelps.
Vestuario: Sanja Hays.
USA 2008

La momia es un ejemplo más de esas sagas que los productores estiran y estiran hasta que no den más de sí. De momento con esta son 3 las aventuras del intrépido Rick O’Connell y sus colegas persiguiendo o siendo perseguidos por momias.

Esta parte no aporta mucho más a la historia. El matrimonio protagonista se ha pasado unos cuantos años retirados, viviendo de las rentas, rodeados de lujo pero con una acción de nivel cero en sus vidas. Acostumbrados como estaban al ritmo demencial de sus aventuras, ambos están deseando volver a las andadas, y lo consiguen cuando un enviado les pide que trasladen a China una milenaria y valiosa joya.

Sin comerlo ni beberlo se ven enredados en una trama de las de toda la vida: unos malvados quieren revivir a un antiguo y despiadado emperador sobre el que había caído una maldición. En ello, como no, están metidos los protagonistas hasta las trancas. Por una parte la momia a la que quieren revivir acaba de descubrirla su hijo, a quien ellos creían estudiando, y por otro, la herramienta para hacerlo es el talismán que ellos trasportaban.

Los malos se salen con la suya, el emperador revive, así como su basto ejército de terracota, pero ellos se encuentran con la inesperada ayuda de una vieja hechicera que revive un ejército de ajusticiados por el emperador con sed de venganza.

Entre los personajes que aparecen, no sólo hay que destacar el famoso ejército de terracota, que muchos que han visitado China habrán visto o alguna de las piezas que han ido de viaje por el mundo. También aparecen un trío de yetis que no pintan mucho en la historia, pero que al ser parte de la mitología de la zona, aprovechan para introducir en la historia y que sirvan de gran ayuda a los protagonistas. Eso sí, desaparece todo el romanticismo que alguna vez pudieron tener estas criaturas.

Acción no falta y los efectos especiales, abundantes, están muy bien integrados en la acción. En la batalla final, por ejemplo, los ejércitos que se enfrentan son de seres a medio revivir contra soldados de terracota, los personajes reales son sólo el puñado de protagonistas.

Para mi gusto no le queda nada bien la voz del doblador que le ponen en esta película a Brendan Fraser. Se trata de Juan Carlos Gustems y creo que sólo le ha doblado en las 3 películas de esta serie de la momia por motivos que desconozco. Claro, que eso se queda en poco si tenemos en cuenta que han mantenido el personaje de su esposa, pero con otra actriz, María Bello en lugar de Rachel Weisz. Ni por muchas gracias al respecto que intenten meter en el guión, ni tiñendo a la protagonista consiguen dar el pego, canta demasiado.

Sí se mantiene a John Hannah y esta vez la momia cambia y como la trama se traslada a China, dos actores orientales de caché completan el reparto, Jet Li haciendo de malo y Michelle Yeoh de buena.

Por Mr. McGuffin

Il papà di Giovanna

Il papà di Giovanna


Título original: Il papà di Giovanna
Director: Pupi Avati
Guión: Pupi Avati
Reparto: Silvio Orlando, Francesca Neri, Ezio Greggio, Alba Caterina Rohrwacher, Serena Grandi, Paolo Graziosi, Sandro Dori, Edoardo Romano, Chiara Sani
Duración: 104’
Fotografía: Pasquale Rachini
Productor: Antonio Avati
Música: Riz Ortolani
País: Italia
Año: 2008

Nos encontramos en Bolonia en 1938. Giovanna es una chica adolescente, especial, que por celos mata a su mejor amiga. En el juicio es declarada no estar en su sano juicio y acaba en un sanatorio mental. Los padres de la chica llevan la situación como pueden, pero será Michelle, su padre quien a fin de estar cerca de hija, recluida en Reggio, decida trasladarse allí desde Bolonia. Mientras, la figura de la madre, es un ente disperso, poco presente, dado la especial relación creada entre padre e hija, que ha dejado casi fuera a la madre. No es que la hija no pregunta por la madre que sí que lo hace, pero una y otra no acaban de conectar, de ahí que la madre se queda en Bolonia y haga su propia vida, manteniendo una relación con el mejor amigo de Michelle, un apuesto policía, a la sazón su vecino.

Bien definidos los personajes, destacan las interpretaciones del cuarteto protagonista. Silvio Orlando alejado de su típica vis más cómica, da vida a este padre coraje, capaz de cualquier cosa, para preservar la integridad física y mental de su retoño. Francesca Neri en la piel de su madre, compone el papel de esa madre relegada a ser algo ornamental (¿quién tenía esos morritos en los años 40?). Alba Caterina Rohrwacher, sobresaliente como Giovanna, borda su papel de demente.

La recreación histórica permite ver el avance del fascismo, la huida de la población por las carreteras, los efectos de los bombardeos, en esos años convulsos de La Segunda Guerra Mundial.

Interesante y recomendable drama familiar, ejemplo de fortaleza y templanza, donde Michelle, lucha contra todos los elementos, en pos de una meta: salvar a su hija, sino del mundo, sí al menos de sí misma. La película se ha llevado unos cuantos premios en Italia.


Por Popeye Doyle