miércoles, 2 de enero de 2008

Muecas

El espejo le era indispensable en su existencia, le recordaba que existía, que estaba ahí, que no era una ilusión. Le mostraba que el no era igual a los demás, que era dueño de un arcano secreto de superioridad. Por eso era impensable que Martín terminara odiando el espejo, bueno, todos los espejos, y, más aún, su propia imagen reflejada en ellos.

A Martín Orozco le gustaba observarse en el espejo mientras deformaba su rostro en múltiples, divertidas, tristes, expansivas, mínimas, amargas, monstruosas, vomitivas, y horrendas morisquetas. Lo hacía a cada momento en que tenía la oportunidad, y era el primer ritual al despertar cada mañana. Una macabra fascinación le inundaba al sentir que en el espejo se reflejaban rostros símiles al de aquellos esperpentos humanos que pueblan la ciudad. Aquellos vagabundos sucios y malolientes que afean y traen caos a la existencia. Aquellas mujeres insatisfechas y amargadas con sus cuerpos decadentes y pútridos a costa de años de desidia. Aquellos oficinistas, piltrafas humanas, disminuidos y humillados en el trabajo, que cada tarde se apresuran en irse a sus casas para pegar y mancillar a sus mujeres y niños, en un intento de descargar la rabia de ser insignificantes insectos. Prostitutas, mendigos, inmigrantes, punkies, hip-hoperos, los amantes de la farándula y la televisión… para Martín eran todas personas que demostraban obscena e impudorosamente la degradación inexorable de cada vida humana.

En cada mueca ante el espejo, Martín contraía y distendía el rostro. Abría innaturalmente ojos y fosas nasales. Gestos de asco y de alegría, uno tras otro, en un incuerdo e insano ritual. Si alguien lo hubiese observado habría pensado que intentaba invocar, ahí en la soledad de su baño, a algún oscuro demonio o dios destructor. Después de unos minutos se detenía y sentía una eufórica paz. Se alegraba de que su rostro siguiera y seguiría siendo el mismo. Nunca se sintió especialmente hermoso, pero con aquellos pueriles ejercicios su frágil autoestima mejoraba por algunos segundos. Se felicitaba absurdamente por no llevar el asco, repugnancia y desdén que sentía por la humanidad impreso en el rostro.

Nunca imaginó lo que ocurriría el 10 de febrero. Ese día Martín sufrió la más horrible y espantosa pesadilla. Un enorme insecto de tamaño humano lo perseguía. No podía defenderse de ninguna manera y la sola sensación de ser devorado por tan inmundo bicho le causaba un angustioso asco. Corría y corría tratando de escapar de la mole de seis patas, antenas, mandíbulas y baba con los que el infecto ser amenazaba con tocar su cuerpo y rostro. En la desesperada huída tropezó y cayó en una cloaca, un gran depósito de mierda habitado por los más inmundos seres, tan solo el olor era repugnante. En el paroxismo del miedo, nausea y el asco, despertó y, en medio de un gran dolor, gritó mudamente.

El médico dijo que la apoplejía había sido de una gravedad extrema, que tenía suerte de estar vivo y poder caminar, pero que no podía hacer nada por su rostro, que haría bien en resignarse. Así fue como una perenne y deforme expresión de horror, nausea y asco se instaló en el rostro de Martín, acorde con el horror, nausea y asco que sentía por la humanidad y por el mismo. Así fue como Martín empezó a odiar los espejos y a repugnar el haber nacido.

por TinoRO
(Imagen extraída de "30 días de noche",
comic escrito por Steve Nile y dibujado por Ben Templesmith)

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