Un intruso en el palacio Apostólico
El hombre al que el
Papa dio las riendas vaticanas se ha quemado en batallas.
SCIAMARELLA
Los últimos
días han sido agitados para Tarcisio Bertone, 78 años, hombre fuerte del
Gobierno vaticano, y uno de los poquísimos a los que el Papa comunicó con
antelación su intención de retirarse. Bertone sabe que se va con Benedicto XVI y ha querido resolver a toda prisa un montón de
asuntos pendientes. El futuro es incierto para el cardenal. Aunque no faltan
los que le consideran lo bastante ambicioso como para aspirar a suceder a
Joseph Ratzinger, sus posibilidades están lastradas por la oposición que
suscita.
El religioso
salesiano jovial, extravertido, tifoso del Juventus, que tocó el cielo
con las manos al llegar a la cúpula del poder vaticano hace poco más de seis
años, es hoy un hombre a la defensiva. Un cardenal atrincherado detrás de una
guardia pretoriana de incondicionales de su nativo Piamonte, o de Génova, donde
fue arzobispo metropolitano. Fieles colaboradores a los que ha ido colocando en
puestos clave del Gobierno vaticano, con la aquiescencia del Papa. Tres de
ellos dirigen desde hace poco centros de poder económico, como el departamento
de Gobernación del Vaticano, la Prefectura de Asuntos Económicos, y la
administración del patrimonio de la Sede Apostólica.
Nombramientos
importantes que han ido acompañados con la birreta cardenalicia, en el
consistorio de febrero de 2012.
Bertone, un
hombre de facciones duras y aspecto saludable, ha disfrutado de su posición,
multiplicando los contactos con la cúpula del Gobierno italiano. Sus enemigos
dicen que ha querido acaparar demasiado poder. Que ha pugnado por llevar la
batuta en la Conferencia Episcopal Italiana. Que le obsesiona controlar los
flujos de dinero. Por eso se ha involucrado en una batalla áspera por el
control de la banca vaticana. El secretario de Estado no quería que la comisión
de supervisión del Instituto para las Obras de Religión (IOR), nombre del banco, se le
escapara de las manos. Y estaba decidido a utilizar el dinero de la caja fuerte
vaticana en la compra de un importante centro hospitalario de Milán, cargado de
deudas. Ni el Papa, ni el anterior presidente del IOR, Ettore Gotti Tedeschi,
estaban de acuerdo. Las tensiones no tardaron en surgir, y acabaron con la
vergonzosa defenestración de Gotti Tedeschi, hace nueve meses. El banquero, miembro del Opus Dei,
y muy próximo al Papa, abandonó la presidencia entre acusaciones de supuestas
irregularidades que se demostraron falsas.
El cargo ha
estado vacante hasta el pasado viernes cuando el Gobierno vaticano saliente,
con Bertone a la cabeza, ha nombrado, previa aprobación del Papa, nuevo
presidente del IOR. El elegido es el alemán Ernst von Freyberg, ligado a una empresa naviera que
fabrica también barcos de guerra. Trabajo hecho para el próximo pontífice, que
quizás no agradezca.
Las críticas
a Bertone han sido una constante desde que llegó a la secretaría de Estado, en
septiembre de 2006. Recibió la acogida que se reserva a los intrusos. “Es que
es un outsider, un hombre que viene de las órdenes religiosas, que no
pertenece a la élite curial, la diplomacia vaticana, que es la que
tradicionalmente ha ocupado este puesto”, señala una fuente ligada externamente
al Vaticano. Pero el juicio lo refrendan varias personas más consultadas por
este periódico.
Bertone no
habla inglés, una deficiencia que los diplomáticos hicieron notar enseguida al
Papa. “Tenemos excelentes traductores”, contestó Benedicto XVI, que le puso al
timón de la nave vaticana, y le ha mantenido en el cargo contra viento y marea.
Ratzinger hubiera podido apartarle discretamente, sin causar demasiado revuelo,
cuando Bertone cumplió los 75 años, la edad de jubilación, en 2009. No se le
pasó por la cabeza. En plena tormenta de Vatileaks, cuando los medios
italianos aireaban los trapos sucios de la curia, dejando en evidencia la
incapacidad del secretario de Estado para cumplir la misión encomendada, el
Papa le envío una carta de apoyo. Pública.
Las
querellas vaticanas se dirimen en voz baja. Las enemistades se tejen con
pequeños gestos. Pero los signos de rechazo a Bertone han sido ostentosos. El
flamante secretario de Estado tuvo que esperar meses antes de ocupar el
apartamento que le correspondía, por su nuevo puesto. Su antecesor, Angelo
Sodano, no tenía prisa en hacer la mudanza. “El pobre Bertone tuvo que
instalarse en la Casa Santa Marta [donde se alojan los cardenales que
participan en el cónclave]”, comenta un testigo de la peripecia. Sodano, de la
edad del Papa, era un peso pesado de la curia, y cerraba con ese traslado 15
años al frente del Gobierno vaticano.
El recién
llegado no tenía la formación ni el pedigrí exigidos para el cargo. No era solo
un problema de idiomas. En el viaje del Papa a Brasil, en mayo de 2007, Bertone
maravilló a la concurrencia oficial describiendo con todo lujo de detalles el
brillante juego de Kaká. Uno de sus ídolos futbolísticos.
Nacido en un
pueblecito del Piamonte (en la frontera con Francia), el 2 de diciembre de
1934, el quinto de ocho hermanos, la biografía de Tarcisio Bertone es la de un
religioso inquieto, especializado en Derecho Canónico, profesor de teología
moral en la universidad Pontificia Salesiana, aficionado al deporte, preocupado
por la formación de los jóvenes. Pero el destino le puso en el camino de Joseph
Ratzinger. Juntos trabajaron siete años, en los noventa, en la Congregación
para la Doctrina de la Fe que presidía el cardenal alemán. No eran dos
desconocidos. Bertone había intervenido también, una década antes, en una
negociación con el cismático arzobispo francés Marcel Lefebvre, que dirigió Ratzinger.
Entre los
dos hombres había simpatía, entendimiento. Sus temperamentos opuestos, se
complementaban. Bertone es abierto y comunicativo, capaz de iniciar una
conversación con extraños en un autobús. Ratzinger, siete años mayor, es todo
lo contrario. Tímido, reservado, de carácter firme pero incapaz de imponerse.
Cuando el cardenal alemán, contra todo pronóstico, se vio elegido sucesor de
Juan Pablo II, tuvo que echar mano de una de las pocas personas de la curia en
la que confiaba.
La soledad del Papa en el Vaticano
—que ha contribuido históricamente a alimentar el nepotismo en la Iglesia— es
abrumadora. Intrigas y traiciones están a la orden del día en una organización
propensa a favoritismos, donde las razones de ascensos, ceses y traslados no
están nunca claras. Todo el que tiene una posición relevante, un puesto que
cuidar, tiene detrás una red de apoyo, un grupo afín. Lo que los italianos
llaman una cordata. Benedicto XVI nunca la ha tenido. Es como si la
curia y el Papa hubieran hablado siempre idiomas distintos. Como si les hubiera
separado una distancia insalvable. El Papa necesitaba un traductor para hacerse
entender, un puente, para salvar ese abismo, alguien en quien confiar. Tarcisio
Bertone fue el escogido. Es imposible saber si a última hora, Ratzinger se ha
arrepentido de su elección.
Lola
Galán ROMA (ENVIADA ESPECIAL) 16
FEB 2013
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