La suerte está echada
La credibilidad de
Rajoy era escasa y
la ha consumido a velocidad récord
Cada día que
pasa parece más obvio que Mariano Rajoy no puede continuar siendo presidente
del Gobierno. Dispone de una mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados,
pero su palabra carece de todo valor. No puede, en consecuencia, dirigir
políticamente el país, porque no puede dirigirse a los ciudadanos y explicarles
qué es lo que está pasando y qué piensa hacer para superar la situación de
emergencia en que nos encontramos. Y en esto, precisamente, es en lo que
consiste gobernar en democracia.
La
credibilidad de Mariano Rajoy nunca ha sido alta. Ha sido, con diferencia, el
candidato a la presidencia del Gobierno con menos credibilidad desde el
comienzo de la Transición. El depósito de credibilidad con que ha llegado al
Gobierno ha sido mucho más reducido que el de todos sus predecesores, a pesar
de que la mayoría que le dieron los ciudadanos en las urnas parece que podría
indicar lo contrario, ya que ha sido la segunda mayor en la historia de la
democracia.
En todas las
elecciones anteriores a la del 20-N de 2011 ha habido una correspondencia entre
el resultado de las urnas y la credibilidad del candidato a la presidencia del
Gobierno. Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez
Zapatero tenían una credibilidad elevada entre los ciudadanos en el momento de
la investidura. En las últimas elecciones no ha sido así. Los ciudadanos dieron
una mayoría parlamentaria enorme a un candidato respecto del que tenían muchas
dudas del uso que podía hacer de la misma.
Esa falta de
correspondencia inicial entre resultado electoral y credibilidad presidencial
no ha hecho más que aumentar desde casi inmediatamente después de la
investidura. El depósito inicial de credibilidad de Mariano Rajoy era reducido,
pero la velocidad a la que lo ha vaciado no tiene precedentes. Ninguno de los
presidentes anteriores se ha encontrado, al año de estar en La Moncloa, en la
situación en la que se encuentra Mariano Rajoy. La luz ámbar indicando que el
depósito de gasolina está en reserva se encendió hace ya algún tiempo.
Y en estas
llegó Bárcenas. El affaire Bárcenas es grave en sí mismo. Pero lo que lo
convierte en un asunto políticamente inmanejable es el hecho de que ha
destruido la presunción de veracidad de la palabra del presidente del Gobierno
de manera prácticamente irreversible. Es verdad que la contabilidad de
Bárcenas, al tratarse de una fotocopia, puede que no alcance la categoría de
prueba susceptible de destruir la presunción de inocencia en un proceso penal,
pero no lo es menos que toda la información que se va publicando le otorga una
enorme presunción de veracidad ante el tribunal de la opinión pública, que es
el relevante para la responsabilidad política.
Estoy
convencido de que la mayoría de los españoles, entre los que me incluyo,
preferiríamos dar por buena la palabra de Mariano Rajoy ante la dirección del
PP el pasado sábado de que “todo es falso”. Pero no podemos. Sin faltarnos el
respeto a nosotros mismos, no podemos hacerlo.
El “todo es
falso” ha puesto a Mariano Rajoy en una posición insostenible como presidente
del Gobierno. Ha perdido de hecho la facultad de nombrar y destituir libremente
a los ministros, como los casos de Ana Mato y de Cristóbal Montoro están
poniendo de manifiesto. Ha tenido que hacer perder la imparcialidad al
presidente de Congreso de los Diputados, forzándole al alterar las reglas para
la celebración del debate del estado de la nación. Está lesionando el derecho a
recibir y transmitir información veraz por los medios de comunicación al no
admitir preguntas de los periodistas. Está insultando la inteligencia de los
ciudadanos con la explicación de Carlos Floriano de que el pago de las cuotas
de la seguridad social al señor Bárcenas “es lo que se hace” y se ajusta a la
ley.
Así no se
puede seguir. Usted lo sabe, pero actúa fingiendo que no lo sabe, porque
preferiría no saberlo. Pero lo sabe y debería actuar en consecuencia. Debería
hacer suyas las palabras de la ministra de Educación de Alemania al presentar
su dimisión acerca de la prelación del interés de país y del partido sobre el
suyo personal.
Comprendo que poner fin a una
trayectoria política de esta manera sea espantoso. Pero la alternativa es peor.
Para usted, para su partido y para su país. Acuérdese de Nixon y el Watergate,
que, dicho sea de paso, fue un asunto de no más envergadura que al que usted
tiene que responder. Nadie puede gobernar, en democracia, cuando su palabra ha
perdido todo valor y cuando, en lugar de ir al encuentro de la ciudadanía, se
tiene que huir de ella. Su suerte, señor Rajoy, como presidente del Gobierno,
está echada.
EL PAÍS
No hay comentarios:
Publicar un comentario