lunes, 2 de abril de 2012

La mesa se ha vuelto a llenar de libros


I
Don Miguel de Cervantes
Hay conversaciones, y contertulios, que tienen su punto de riesgo, de azar. Conversaciones, y amigos, que nos pueden llevar por derroteros insospechados poco ha. Conversaciones capaces de desviar nuestra ruta e introducirnos en parajes novedosos, aunque visitados en una lejana época. Conversaciones, en fin, que nos recuerdan un viejo tópico: la aventura de leer.

A la inmensa mayoría de las personas nos ha sido dado experimentar la distancia que media entre el recuerdo y la realidad. La impresión de quien ha vivido esto es tan grande que, inconscientemente, anonadados, nos lleva a plantearnos si toda nuestra vida pasada, nuestros recuerdos, no estarán tan "exagerados" como el recuerdo que se acaba de esfumar. Tan profundo ha sido el contraste.

Un hombre mayor puede recordar la plaza en la que jugaba de pequeño. Un domingo por la mañana. No había nadie. Tenía toda la plaza del pueblo para él solo. Durante horas y horas jugó a rebotar la pelota contra la pared del ayuntamiento. La pelota era nueva. Un regalo de los Reyes Magos. Fue para él una mañana gozosa. Una mañana que recordaría en los momentos más inesperados de su dilatada vida. Un día, sin embargo, quiso volver a ver aquella vieja plaza. Y lo que él recordaba como una plaza grande, espaciosa, llena de sol, no es sino un rincón miserable, poco capaz y triste. ¿Y dónde está la alegría de aquellos momentos? Tal vez en el olvido de la realidad presente. O quizás tengamos dos realidades netamente diferenciadas: el recuerdo, y la realidad propiamente dicha. Pero esta realidad no tiene el sentimiento ni el gozo del recuerdo. Es probable que por eso parezca tan triste, tan mezquina.

Un planteamiento así, o similar, condujo enseguida la conversación por los derroteros de la literatura. Azorín, dijo el viejo amigo, habla, en uno de sus libros, de un caso parecido. Sabido es que Azorín era un enamorado de nuestros clásicos. Dentro de los clásicos, sin entrar en detalles, es probable que fuera a don Miguel de Cervantes a quien dedicara más páginas. A Azorín le gusta imaginar la vida de los personajes de Cervantes una vez han sido abandonados por éste. También le gusta visitar los lugares en los que él estuvo. Y repite, hasta la saciedad, que no hay páginas más emotivas y sentidas, claras y límpidas, que el prólogo de Los trabajos de Persiles y Segismunda, cuando Cervantes, pocos días antes de morir, se despide de deudos y amigos.

Al igual que se recuerda una pelota y una plaza, se puede recordar el sentimiento tenido ante un libro. La conversación sobre Azorín despertó el viejo sentimiento: la alegría sentida ante la prosa tersa y diáfana de Un pueblecito: Riofrío de Ávila. Era fácil, con los datos suministrados por el amigo, saber en qué libro Azorín habla de la "falacia" del recuerdo. Sin embargo, una mañana, subido a una silla -los libros de Azorín están en los altos de la biblioteca- de pie, se busca el viejo libro. Y allí mismo, en posición tan incómoda, se empieza a leer. Ya tenemos a Azorín camino de la Feria del Libro, en otoño y en Madrid. Poco después nos hablará del autor del libro que ha comprado, don Jacinto Bejarano Galavis y Nidos. El título del libro es larguísimo. Y en él don Jacinto, un cura ilustrado, nos habla de Riofrío, de sus habitantes, y de su soledad; de su tristeza al no poder asistir a las viejas tertulias. Un duro exilio para don Jacinto. Seguramente un talento malogrado, encerrado en un pueblo...

El libro es una maravilla: por la prosa y por don Jacinto, por su vida. Azorín engasta su libro dentro del de don Jacinto. Azorín, tras leer el libro de don Jacinto, se planteó ir a visitar Riofrío de Ávila. No lo hizo. Allí, se dijo, nada quedará de don Jacinto. Don Jacinto vive en sus páginas.

Terminado el libro queda un poso de tristeza. Y la alegría inmensa de haber leído un libro con semejante prosa. Se buscan más libros de Azorín. Los libros de Azorín se leen muy bien. Muchos de ellos son artículos periodísticos. Los libros llevan, en su primera página, la fecha en la que se adquirieron. Se asusta el lector: tienen, algunos de ellos, veinticinco años. Otros más y otros menos. Pero son todos de la misma época. Eso lo reconcilia con el recuerdo, con el pasado: también entonces le tuvo que gustar mucho Azorín, pues hay muchos libros suyos en el estante más alto de la biblioteca.

Uno tras otro van cayendo de nuevo. La prosa de Azorín es limpia y tersa. Hace falta haber escrito mucho, y haber leído mucho, para llegar a escribir con la claridad con que lo hace Azorín. Azorín sigue alabando a Cervantes, y habla, bastante, de Los trabajos de Persiles y Segismunda. Azorín dice que este libro de don Miguel ha tenido mala suerte: profesores y retóricos lo han condenado, siguiendo el resto de los mortales su erróneo juicio: "Pensamos y sentimos abrumados por una inmensa balumba de prejuicios. En los manuales y en las cátedras se repiten automáticamente juicios y opiniones que no tienen ninguna relación con la realidad"[1]. Azorín no está de acuerdo con ello. Copia pasajes de la novela, y vuelve a hablar, una y otra vez, del prólogo: "¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!"[2]

Azorín insiste en la belleza del último libro de don Miguel, y en su desconocimiento: "Raros serán los españoles que hayan leído este libro; la inmensa mayoría de los que no lo leen proceden así, dejándose guiar por el juicio de eruditos y catedráticos."[3]

Azorín ha conseguido que busquemos el libro de Cervantes. Descansa entre los Entremeses y una de las tantas ediciones de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Se queda sobre la mesa para una pronta relectura. La lectura se hizo en plena juventud, y no se recuerda nada.

II
Fray Luis, Nietzsche y Gracián
Sobre la silla, de pie, seguimos buscando el libro de Azorín que habla del contraste entre el recuerdo y la realidad. Pero mientras, apetece leer Los dos Luises y otros ensayos. En las primeras páginas de este libro, el maestro Azorín compara la actitud de Fray Luis de Granada con otros dos intelectuales: con Francisco Giner de los Ríos, y con Nietzsche: "Los ideales que profesan son distintos, muy distintos; pero su modalidad espiritual, la manera de vivir, su actitud frente al mundo son las mismas. Una cualidad exquisita domina en estos tres hombres que hemos citado, cualidad maravillosa a que no llegan sino contadísimas individualidades: el desasimiento de las cosas. Ese desinterés supremo, ese sobreponerse a todo, ese desdén callado y dulce por las pompas y vanidades mundanas, esa manera suave de mantener a distancia la grosería ambiente, esa dignidad constante y risueña es lo que hace que esos tres hombres -sean cuales sean sus ideas- inspiren una irreprimible simpatía"[4].

Sacado del estante de Filosofía, vuelve a la mesa Sobre el porvenir de nuestras escuelas, de Nietzsche. Un libro que debería conocer todo profesor o maestro. Y con él, una vieja edición de la Guía de pecadores: "Una crítica acerba del mundo, de la sociedad; crítica -maravillosa de estilo, maravillosa de independencia de espíritu- en que diríase que se traslucen rasgos y cosas de España."[5]

Ya tenemos la mesa llena de libros. Giner de los Ríos, gracias sean dadas, está fresco todavía en el recuerdo.

Sin embargo, Azorín no compara solamente a Fray Luis de Granada con Nietzsche. En otro artículo, dedicado a Gracián, Azorín, siempre tan claro, tan nítido, dice que el jesuita debe su actual renombre al filósofo alemán. Un interlocutor le pregunta si es posible que Gracián influyera en Nietzsche a través de Schopenhauer.

"No lo sabemos; probablemente, no; seguramente, no."[6]

No obstante, dice Azorín pocas líneas después: "En España la aparición de Nietzsche coincidió con el surgimiento a la vida literaria de la que después se ha llamado ‘Generación de 1898'"[7]. Y concluye:

"Estando en el ambiente las ideas de Nietzsche, estando cargada de Nietzsche la atmósfera intelectual, el autor de estas líneas acertó a leer el Oráculo manual, de Baltasar Gracián. Fue aquella lectura una revelación. El acercamiento de uno y otro pensador se impuso instantáneamente. Sobre este punto de la piedad, Nietzsche y Gracián venían a converger. (Convergían porque habían partido o partían de un mismo terreno: el de los psicólogos y filósofos de Grecia y Roma). En mayo de 1903 escribimos en El Globo los artículos titulados (sic): "Una conjetura: Nietzsche, español". Es decir, Gracián, el Nietzsche español propagando ya en el siglo XVII las ideas del filósofo alemán. Entonces, y en el primero de los dichos escritos, hacíamos una suposición de que siendo Schopenhauer un ferviente de Gracián -hasta el punto de haberlo traducido-, y siendo Nietzsche un apasionado conocedor de Schopenhauer, bien pudo, acaso, rastrear Nietzsche a Gracián. Pura sutilidad -pensamos hoy, hoy que Coster casi viene a establecer nuestra antigua conjetura... sin nombrarnos."[8]

Conocida es de sobras la influencia de Nietzsche sobre la Generación de 1898: Baroja, Pérez de Ayala, Unamuno... En Baroja es más que patente en su novela El árbol de la ciencia. Pero Gracián... Gracián y Nietzsche resultan, al menos así, en frío, difíciles de casar. No obstante, lo dice Azorín, dolido porque Adophe Coster llega a sus mismas conclusiones sin citarlo. Con todas las prevenciones del mundo, pero lo dice. Y eso abre un interrogante, un gran interrogante que vuelve a la mesa un libro leído hace tiempo, Oráculo manual.

Un buen amigo, especialista en Nietzsche, nos descubrió que el libro que ha pasado de nuevo a la mesa, Sobre el porvenir de nuestras escuelas, es una traducción hecha del italiano. Hay que releer, entonces, Schopenhauer como educador, vertida directamente del alemán por nuestro buen amigo, pues la prosa de Nietzsche, como la de Azorín, pese a las enormes diferencias, nos parece un prodigio. Y conocida es de sobras la enorme influencia de este filósofo sobre nuestra cultura. No hacen falta más razones.

III
Michel de Montaigne y Francisco de Quevedo
Ya está la mesa llena de libros, y todavía no hemos acabado de releer a Azorín. Ni acabaremos en mucho tiempo: hay muchos libros de él en el último estante de la biblioteca. Seguimos desempolvándolos y bajándolos. Azorín no solamente habla de la literatura clásica española. Habla de las ediciones de los clásicos -se horrorizaría de las ediciones de ahora, con prólogos neciamente eruditos, excesivamente largos y pesados, más absurdas notas a pie de página. Otros los editan en unas encuadernaciones que se rompen, dejando las hojas sueltas, apenas se abre el libro. Hay ediciones que producen verdadera pena y tristeza.

Azorín habla de Michel de Montaigne. De pie, sobre la silla, se recuerdan unas viejas páginas de Azorín. Contaba en ellas que le acababan de llegar los Ensayos. Los libros estaban por desbarbar. Azorín, con un cortaplumas, va separando las hojas. E inmediatamente pone en contacto a Quevedo con Michel de Montaigne. "Veía Quevedo en Montaigne no un epicúreo, no un defensor de Epicuro exclusivamente, sino un adepto y practicante de la doctrina de Epicteto. Y Quevedo, durante toda su vida fue un admirador de esa confesión filosófica."[9]

Sí, pero Quevedo vivió en una época de extrema intolerancia. Y a fin de reivindicar a Epicuro y a Epicteto, recurre a una estratagema inaudita, capaz de provocar la carcajada no por necia sino por la sutileza que encierra: según don Francisco, el primer epicureísta fue Job, ni más ni menos: permaneció impasible ante todas las desgracias que le sucedieron, tal como demandaba Epicuro. Para éste el día más feliz de su vida fue el de su muerte. Reivindicó, pues, al filósofo griego echando mano de la Biblia. Una verdadera audacia teniendo en cuenta todos los recelos que despertaba Epicuro en la Iglesia[10].

Pero hay más: unas lecturas nos llevan a otras. Y tanto Montaigne como Quevedo están preocupados por la enseñanza. Al igual que Nietzsche. Dicha preocupación nos lleva a otro libro de don Francisco, que también se queda sobre la mesa: La cuna y la sepultura.

Azorín dedica, igualmente, muchas páginas a don Francisco de Quevedo, a quien, como hemos visto, pone en relación con Montaigne. ¿Hay que volver a leer los Ensayos? En ese momento comenzamos a asustarnos: el verano ha llegado a su fin. Las clases van a comenzar de nuevo y la mesa, igual que al principio de las vacaciones, está llena de trabajo pendiente. ¿Hay que renunciar, por eso, a la gozosa lectura de Azorín? Apuramos los últimos días y, por fin, damos con el libro, con el capitulillo, donde habla del recuerdo y de la realidad. Buscando ese capítulo, hemos dado con todos estos libros.

Constanza, La ilustra fregona, nos cuenta Azorín, vuelve al mesón del Sevillano veinticinco años después de haberlo abandonado. Se casó Constanza y se fue a vivir a Burgos. Tiene dos hijos ya criados, mozos. El uno está en Madrid pretendiendo un cargo para pasar a América. Ha logrado su deseo. El marido se halla en la corte. Hace poco le llegó a Constanza una carta comunicándole el fallecimiento del Sevillano; poco más tarde falleció su mujer.

Constanza se pone en camino. Va a Sevilla a despedir a su hijo. Pero antes pasa por Toledo y visita el antiguo mesón del Sevillano, donde ejercía de fregona. Nada es como lo recordaba. Ahora a Constanza todo le parece pequeño, mezquino, miserable. Allí nadie, además, la recuerda. Una vieja criada, la Argüello, es la anciana medio ciega y pobre que demanda limosna por las calles y los mesones. No entiende lo que le preguntan. No sabe quién es Constancica, su antigua compañera en el Mesón, no sabe nada. Constanza vuelve a Burgos tras despedir a su hijo. Y los días se suceden monótonos. Concluye Azorín:

"Si hemos pasado en nuestra mocedad unos días venturosos en que lo imprevisto y lo pintoresco nos encantaban, será inútil que queramos tornarlos a vivir. Del pasado dichoso sólo podemos conservar el recuerdo; es decir, la fragancia del vaso."[11]

La mesa está llena de libros que apetece volver a leer. Y en lo alto de la biblioteca quedan muchos libros de Azorín que recuerdan largas y placenteras horas de lectura. ¿Cómo no leerlos una vez más? ¿Cómo no dejarse seducir por el maestro Azorín y volver a los clásicos y a aquel gozo de antaño?

Pero las vacaciones se han terminado, y hay que regresar a las aulas.

Volveremos a la mesa de trabajo, pues, en cuanto podamos. A engolfarnos en los libros que Azorín ha sugerido, y a seguir leyéndolo a él mismo. Sí, cuando se compra un libro, reivindicaba Schopenhauer, nos tenían que dar, también, tiempo libre para leerlo. ¿Es eso lo que dice este filósofo? La memoria a veces, demasiado a menudo, falla. ¿Habla Schopenhauer del tiempo libre o del tamaño de la letra de los libros? Dudamos. Como aquel hombre dudó de la plaza donde, de niño, jugaba con una pelota.

por Vicente Adelantado Soriano

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