Llamada a la reflexión
las propuestas de negociación social del Gobierno.
La huelga general del 29 de septiembre se ha cerrado con un discreto éxito para los sindicatos, decidido prácticamente en el momento en que el Ministerio de Fomento selló unos servicios mínimos para el transporte generosos con los intereses sindicales, y muy poco coste político para el Gobierno, que no recibió ayer de la ciudadanía un mensaje abierta y masivamente contrario a su política económica. Tal como muestran los indicadores económicos más fiables, como el consumo de energía eléctrica, el seguimiento del conflicto se aproxima más a los moderados porcentajes que ofrece el Gobierno que a ese 70% que reclaman los sindicatos. Si la medida del triunfo es la pretensión de UGT y CC OO de "parar el país", lo cierto es que ayer no lo consiguieron. Ni siquiera pueden reclamar el capital popular para exigir la eliminación de la reforma laboral y la rectificación de las decisiones económicas de los últimos meses.
Abstracción hecha de los lamentables sucesos de Barcelona, protagonizados por okupas, sin relación directa con la convocatoria, fue reducido el número de brotes violentos, una demostración convincente de que huelga general y caos destructivo no son sinónimos. Pero lo que importa después de la jornada del 29 de septiembre es extraer las consecuencias políticas de la huelga, para el Gobierno, para los sindicatos y también para la oposición parlamentaria. El hecho es que el malestar creado por la política de recortes del gasto, limitación de algunos derechos sociales y congelación de las pensiones no se concretó ayer en una huelga masiva. Lo cual no quiere decir, por supuesto, que aprueben la gestión de la crisis que ha realizado hasta ahora el Ejecutivo; más bien la rechazan. Pero son muy conscientes de las gravísimas dificultades de la actividad económica y del mercado laboral, muchas de las cuales no proceden de decisiones políticas. También perciben, y así lo demostraron, que una huelga general no resuelve esos problemas.
Los sindicatos, por tanto, también están llamados a la reflexión. Si, como se presume y es deseable, el Gobierno mantiene la línea de austeridad en el gasto público, prosigue una reforma laboral que necesita muchas mejoras e insiste en negociar una modificación en el sistema de cálculo de las pensiones, UGT y CC OO tendrán que aceptar la negociación y la colaboración en la tarea. No tendría credibilidad alguna la convocatoria de otra huelga general. Y el enfrentamiento directo con el Ejecutivo no disuelve el problema real de la recesión española: no hay actividad económica suficiente para generar empleo y la red de protección social solo puede financiarse con deuda cuyos prestatarios exigen un plan de ajuste convincente.
En ese sentido, las ofertas del presidente del Gobierno a los sindicatos para negociar los cambios en el sistema de pensiones son una aproximación muy sensata a la realidad. Con el paso de los días, UGT y CC OO empezarán a entender que es más útil formar parte de una negociación que oponerse a ella con el pretexto de defender a ultranza unos derechos sociales que no se pueden pagar a largo plazo salvo si se toman las decisiones adecuadas en el corto. Es mucho más útil para las organizaciones sindicales estar dentro de este debate que fuera.
Resulta notable la inhibición de la oposición parlamentaria. En el caso del PP, la táctica ha sido la de no respaldar la huelga, por razones ideológicas obvias, pero sin rechazarla con la rotundidad propia de una descalificación, en tanto que será un factor de desgaste del presidente. Pero en política, las causas y los efectos no siempre se siguen necesariamente en la misma proporción. Si el Gobierno consigue sumar a los sindicatos en una negociación seria en torno a las pensiones, no saldrá muy dañado de la huelga de ayer.
Editorial de EL PAÍS, 30.09.2010
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