LA BELLA DEL BOSQUE DURMIENTE
Érase una vez un rey y una reina que estaban muy tristes por no tener hijos, y su tristeza era tan inmensa que no hay palabras para describirla.
Por ese motivo fueron a tomar las aguas a muchos balnearios, hicieron votos, ofrendas, en fin, todo lo que se podía hacer se hizo y no sirvió para nada, de momento, hasta que un buen día, la reina tuvo una niña, y se dice que en el magnífico bautizo, se le dio a la princesita, por madrinas, a cuantas hadas se pudieron encontrar en el reino (que en esta ocasión fueron siete), con objeto de que cada una de ellas le concediese un don, como era la costumbre de las hadas en aquellos tiempos, y la princesa tuviese, por este medio, todas las perfecciones imaginables.
Después de la ceremonia del bautismo, el acompañamiento fue al palacio del rey donde hubo un gran festín para las hadas.
Se puso delante de cada una de ellas un lujoso cubierto, dentro de un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino guarnecido de diamantes y de rubíes.
Cuando ya cada comensal tenía su lugar en la mesa, se vio entrar a una vieja hada a quien no habían invitado pues hacía más de cincuenta años que no salía de un torreón y por esto la creían muerta o hechizada.
El rey hizo poner otro cubierto, pero no hubo procedimiento de conseguirle un estuche de oro macizo, como a las demás porque no se habían encargado hacer más que siete para las siete hadas.
La anciana creyó que se la despreciaba, y gruñó algunas amenazas entre dientes. Una de la jóvenes hadas que se encontraba detrás de ella, la escuchó y juzgando que podría otorgar cualquier don enojoso a la princesita, apartóse, apenas concluyó el banquete, escondiéndose detrás de los tapices a fin de hablar la última y de esta manera poder reparar en lo posible el mal que la anciana le hubiese hecho.
Mientras tanto las hadas comenzaron a otorgarle sus dones a la princesa. La primera le dio por don el ser la más bella del mundo, la segunda le auguró que tendría el espíritu angelical, la tercera que poseería una gracia admirable en todo aquello que hiciera, la cuarta que danzaría perfectamente bien, la quinta que cantaría como un ruiseñor, y la sexta que tocaría toda suerte de instrumentos musicales a la perfección.
Al llegarle el turno a la vieja hada, esta dijo, balanceando la cabeza más de despecho que por la edad, como la princesa se atravesaría la mano con un huso, y que a causa de ello moriría.
El terrible don hizo temblar a todos los presentes, y no hubo nadie que no llorase. En esos momentos, el hada que se había escondido, surgió de detrás de los tapices, y dijo en alta voz estas palabras:
-Tranquilizaos, majestades, vuestra hija no morirá; cierto es que no tengo bastante poder para destruir enteramente lo que mi anciana hermana ha hecho, mas os aseguro que la princesa al atravesarse la mano con un huso, en lugar de morir, caerá solamente en un profundo sueño que durará cien años, al final de los cuales el hijo de un rey vendrá a despertarla.
El rey, para tratar de evitar la desgracia anunciada por la vieja hada, hizo publicar prestamente un edicto, por el cual se prohibía a todos hilar con husos, o tener ruecas en su casa, bajo pena de muerte.
Al cabo de quince o dieciséis años, el rey y la reina fueron a una de sus mansiones de verano y sucedió que la joven princesa correteando un día por el palacio, y subiendo de habitación en habitación, llegó hasta arriba en donde había un desván, en el cual una viejecita estaba sola hilando con su rueca.
.Esta anciana no había oído hablar de la prohibición del rey de hilar con rueca.
-¿Qué hacéis vos, buena mujer? –quiso saber la princesa.
-Yo hilo, hermosa niña –le respondió la viejecita que no la conocía.
-¡Ah, que bonito es!- exclamó la princesa- ¿Cómo lo hacéis?, dádmelo pues quiero ver si yo también sé hacerlo.
No bien la princesa hubo cogido el huso, lo que hizo con un gesto vivo y un poco atolondrado -por otra parte la voluntad de las hadas lo ordenaba así-, se atravesó la mano cayendo desvanecida.
La buena vieja, muy asustada, gritó pidiendo socorro y llegaron servidores de todas partes, unos le echaron agua en el rostro a la princesa, otras le soltaron el corpiño, otros le dieron masaje en las manos, otros le frotaron las sienes con agua de la Reina de Hungría, pero nada le hizo recobrar el conocimiento. Entonces el rey, que había subido al escucharse el alboroto, se acordó de la predicción de las hadas, y juzgando que el momento anunciado por ellas había llegado, ordenó:
-Colocad a la princesa en la más bella estancia de palacio, sobre un lecho de colcha bordada en oro y plata.
Se hubiera dicho que parecía un ángel de lo bella que estaba, pues su desvanecimiento no había borrado los vivos colores de su tez; sus mejillas permanecían encendidas y sus labios como el coral, tenía los ojos cerrados, mas oíasela respirar dulcemente, lo cual indicaba que no estaba muerta. El rey mandó que la dejasen dormir hasta que su hora de despertar hubiese llegado.
El hada bondadosa que le había salvado la vida, condenándola a dormir cien años, estaba en el reino de Mataquin, a doce millas de allí, cuando se produjo el accidente de la princesa, pero ella fue advertida al instante por un enanito que tenía botas de siete leguas (se trata de esas botas que hacen siete leguas de un solo paso).
El hada partió enseguida y se la pudo ver al cabo de una hora llegar en un carro de fuego, arrastrado por dragones, y el rey en persona la ayudó a descender del carruaje.
El hada aprobó todo lo que el monarca había hecho, pero como era muy previsora, pensó que cuando la princesa se despertase, sentiríase apurada al estar completamente sola en el viejo castillo.
He aquí lo que el hada hizo entonces: tocó con su varita todo cuanto estaba en palacio (menos al rey y a la reina), amas de llaves, damas de honor, camareras, gentiles hombres, oficiales, mayordomos, cocineros, pinches, galopines, guardias suizos, pajes, lacayos, junto con los palafreneros, los mozos de los establos, y a Pouffe, la pequeña perrita de la princesa, que se hallaba acurrucada a su lado sobre el lecho.
En el momento en que el hada les tocó, todos se durmieron, para no despertarse más que en el momento en el cual lo hiciera su dueña, a fin de estar dispuestos a servirla en cuanto ella los necesitase, e igual sucedió con los asadores que se encontraban encima del fuego llenos de perdices y faisanes, pues se unieron en el sueño, inmovilizándose, como también las llamas.
Todo se hizo en un momento; el hada no tardó nada en realizar su quehacer. Entonces el rey y la reina, después de haber besado a su querida hija sin que ella de despertase, salieron de allí e hicieron publico que nadie podía acercarse al castillo. Aunque esta advertencia no fue necesaria, pues, en cosa de un cuarto de hora, crecieron alrededor del parque una enorme cantidad de árboles grandes y pequeños, de zarzas y de espinos entrelazados los unos con los otros, que bestia ni hombre no habrían podido atravesar.
A la salida no se veía más que la punta de las torres del castillo, y esto desde muy lejos, entonces nadie dudó que el hada había hecho bien su trabajo, a fin de que la princesa, durante el largo sueño, no tuviese nada que temer de los curiosos.
Al cabo de cien años, el hijo del monarca que reinaba entonces y que era de otra estirpe diferente a la de la princesa dormida, fue de caza por aquellos lugares y preguntó de quién era ese gran bosque entrelazado y espeso que se divisaba en lo alto de la montaña, y cada uno le respondió según lo que había oído hablar.
Los unos decían que era un viejo castillo donde vivían los espíritus; otros, que todos los brujos de alrededores lo habían convertido en su morada.
Aunque la opinión más común era que un ogro habitaba allí y que se llevaba a cuantos niños podía atrapar, para comérselos a su gusto y sin que nadie pudiera seguirle, siendo el único que podía hacerse un pasadizo a través del bosque.
El príncipe no sabía a quien creer, cuando un viejo campesino tomó la palabra diciéndole:
-Alteza, hace ya más de 50 años, escuché decir a mi padre que se encontraba en el castillo una princesa, la más bella del mundo, que debía dormir cien años y a quien despertaría de su sueño el hijo de un rey al que estaba destinada.
El joven príncipe, al oír aquellas palabras, se sintió entusiasmado creyendo sin dudarlo que él pondría fin a tan largo sueño, y llevado por el amor y por la gloria de la empresa, resolvió comprobar sobre el escenario de los hechos lo que había de verdad en la extraña leyenda.
En cuanto avanzó en dirección al bosque, todos los altos árboles, las zarzas y los espinos se apartaron para dejarle pasar y pudo ir hacia el palacio que se divisaba al extremo de una gran avenida. Entrado en ésta, lo que le sorprendió fue que nadie había podido seguirle, porque los árboles se volvían a entrelazar a su paso.
Continuando su camino, un príncipe joven y enamorado es siempre valiente, entró en un gran patio donde todo lo que vio era capaz de helar de espanto. Reinaba un silencio estremecedor, la imagen de la muerte se presentaba por doquier pues no se mostraban a su vista más que cuerpos tendidos de hombres y de animales que parecían muertos. Por la nariz enrojecida y el rostro congestionado de los Suizos, reconoció que éstos no estaban más que dormidos, y sus vasos, donde aún había algunas gotas de vino, revelaban también que se habían dormido bebiendo.
El príncipe atravesó un gran patio pavimentado en mármol, subió por las escalinatas, entró en la sala de los guardias, que se hallaban alineados en fila, el arma sobre el hombro, mientras roncaban a más y mejor.
Cruzó muchas estancias plenas de gentiles hombres y de damas, durmiendo todos, los unos de pie, los otros sentados y entrando en una sala dorada, contempló sobre un lecho, cuyos cortinajes estaban descorridos, el más hermoso espectáculo que jamás viera: una princesa que parecía tener 15 o 16 años y que resplandecía con algo parecido a una divina luminosidad. Entonces se acercó temblando de admiración y se arrodilló a su lado.
Y, como el termino del encantamiento había llegado, la princesa despertó, y, mirándole con los ojos más tiernos que un primer encuentro parecía permitir, le dijo:
-¿Sois vos, príncipe mío?, bien que me habéis hecho esperar.
El príncipe, fascinado al escuchar tal bienvenida y todavía más de la manera que fue pronunciada, no sabía como testimoniarle su alegría y su reconocimiento, y le aseguró que la amaba más que a sí mismo.
Sus palabras fueron torpemente dichas, pues a poca elocuencia mucho amor. El príncipe se mostraba más tímido que ella, y esto no debe sorprendernos; la princesa tuvo tiempo de soñar lo que le iba a decir pues existe cierta sospecha (la historia de eso nada cuenta), de que la bondadosa hada, durante los cien años que permaneciera dormida, le había procurado el placer de los sueños agradables.
En fin, que transcurrieron cuatro horas hablando entre ellos y no se habían dicho todavía la mitad de las cosas que se tenían que decir.
Mientras, todo el palacio se había despertado con la princesa, cada uno reanudando el desempeño de su trabajo, y ya que ellos no estaban enamorados, se morían de hambre. La dama de honor, hambrienta como los otros, se impacientó, y dijo en voz alta a la princesa, que la comida estaba servida.
El príncipe ayudo a la joven a levantarse; esta se hallaba ataviada con gran magnificencia, pero él se guardó bien de decirle que iba vestida como su abuela, aunque no estaba menos bella por eso. Ambos entraron en un gran salón de espejos, cenando atendidos por los servidores de la princesa.
Los violines y los oboes ejecutaban antiguas piezas de manera excelente y eso que habían permanecido cien años inactivos, y, después de cenar, sin perder tiempo, el gran capellán los casó en la capilla de palacio. Los dos poco durmieron, la princesa no tenía una gran necesidad, y el príncipe la dejó de buena mañana para volver a su reino, donde su padre debía estar preocupado por él.
El príncipe le dijo que cazando perdióse en el bosque y que había dormido en la choza de un carbonero que le había hecho comer pan negro y queso. Su padre el rey, que era un buen hombre fácil de convencer, le creyó, pero no así su madre.
Viendo la reina que el príncipe se iba casi todos los días de caza, y que tenía siempre una razón para excusarse cuando había dormido fuera dos o tres noches, ella no dudó ni un momento que su hijo tenía algún amorío.
El joven y la princesa vivieron juntos un par de años y tuvieron dos hijos, al primero, que fue una niña, la llamaron Aurora, y al segundo, un varón, le dieron el nombre de Día, porque era todavía más hermoso que su hermana..
La reina quiso muchas veces arrancarle el secreto de tantos misterios a su hijo, pero él no osó jamás confiárselo, ya que temía por aquellos a quienes amaba; su madre era de raza ogresa y el rey se había casado con ella a causa de su fortuna y se decía por lo bajo en la corte, que la reina poseía las inclinaciones de los ogros, ya que viendo a los niños pequeños, lo pasaba muy mal teniendo que reprimir sus instintos, por este motivo el príncipe no quiso nunca decirle que se había casado y tenía dos hijos.
Pero cuando el rey su padre murió, lo que tuvo lugar también al cabo de dos años, el príncipe ocupó el trono, declarando entonces públicamente su matrimonio, y con gran ceremonia fue a buscar a la reina su esposa, al castillo, para después llevarla con gran pompa a la capital en donde ella entró en la ciudad con cada uno de sus hijos a ambos lados.
Algún tiempo después el joven soberano fue a hacer la guerra al emperador Cantalabuffe, su vecino, dejando la regencia del reino en manos de la reina madre, y encomendándole vivamente a su esposa e hijos.
El joven rey debía estar en la guerra todo el verano, y en cuanto partió, la reina madre envió a su nuera y a los niños a un palacio en el campo entre los bosques, para poder llevar a cabo, más a su gusto, los horribles propósitos que la dominaban.
Unos cuantos días después, ella fue a ese palacio y le dijo cierta tarde a su maestresala:
-Quiero comerme mañana para almorzar a la pequeña Aurora.
-¡Ah, Señora! –gimió el pobre hombre.
–¡Yo lo mando –dijo la reina madre (y lo dijo en el tono de una ogresa que tiene el deseo de comer carne fresca)-, y me la quiero comer con salsa!
El maestresala, comprendiendo que no podía desobedecer a la ogresa, cogió un gran cuchillo, y subió a la habitación de la pequeña Aurora.
Ella, que tenía entonces 4 años, se le acercó saltando y riendo y se le echó al cuello pidiéndole bombones. Él se puso a llorar, cayéndosele el cuchillo de las manos, y marchó al corral a sacrificar un cordero, aderezado con una salsa tan excelente que su ama aseguró satisfecha, no haber comido nunca nada semejante.
El maestresala escondió a la pequeña Aurora en su propio hogar, cercano al palacio, dejándola al cuidado de su esposa..
Ocho días después, la malvada reina le volvió a decir:
-Quiero comerme para la cena al pequeño Día.
El maestresala no replicó; resuelto a engañarla como la primera vez, fue a buscar al pequeño Día, que no tenía más que tres años, y le encontró con un florete en la mano jugando a cruzar las armas con un mono amaestrado. De nuevo se lo entregó a su esposa que lo llevó al mismo escondite de la pequeña Aurora, y el buen hombre le dio a la ogresa, en lugar del niño, a un pequeño cabritillo muy tierno, que la ogresa encontró de lo más apetitoso.
Todo había ido muy bien hasta entonces, pero un día la perversa reina le dijo al maestresala:
-Quiero comerme a la reina en la misma salsa que a sus hijos.
Y fue entonces cuando el pobre hombre desesperó de poder seguir engañándola. La joven reina tenía 20 años pasados, sin contar los cien que estuvo durmiendo, su piel era un poco dura, aunque bella y blanca; ¿cómo iba a encontrar en el corral manjar semejante?
El atribulado servidor tomó entonces la decisión, para salvar la vida, de matar a la reina, y subió a sus habitaciones con la intención de hacerlo, aunque furioso por ello. Entró con el puñal en la mano en la habitación de la joven reina., pero no queriendo sorprenderla, le transmitió con mucho respeto la orden que había recibido de la reina madre.
-Cumplid con vuestro deber –le contestó ella tendiéndole el cuello-, ejecutad la orden que os han dado, así iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos que tanto he amado- pues ella les creía muertos desde que se los habían quitado sin decirle nada.
-¡No, no, Señora –le respondió el desdichado maestresala enternecido-, vos no vais a morir, y podréis volver a ver a vuestros queridos hijos, pero esto será en mi casa donde yo les he ocultado, y engañaré de nuevo a la reina, haciéndole comer una joven cierva en vuestro lugar!
La llevó, pues, a su casa, donde le dejó abrazar a los niños y llorar con ellos, preparando una cierva que la reina devoró en su cena, con el mismo apetito que si se hubiera tratado de su nuera.
La reina madre estaba bien contenta de su crueldad, y se preparaba para decirle al rey, cuando éste regresase, que unos lobos hambrientos se habían comido a la reina su esposa y a sus dos hijos.
Una tarde que rondaba como de costumbre por los corrales del palacio para olfatear carne fresca, escuchó en una salita al pequeño Día que lloraba porque la joven reina le quería castigar ya que no se había portado bien, y oyó también a la princesita Aurora que intercedía por su hermano. La ogresa reconoció la voz de la reina y de sus hijos y furiosa al descubrir el engaño, ordenó, a la mañana siguiente, con voz espantosa que hacía temblar a todo el mundo, que pusieran en medio del patio una enorme caldera que hizo llenar de sapos, víboras, de culebras y de serpientes, para meter a su nuera y a sus nietos, al maestresala, a su esposa y a los sirvientes de éstos.
La reina madre había dado la orden de llevarles con las manos atadas a la espalda, y ya estaban allí, y los verdugos se preparaban a tirarlos dentro de la cuba, cuando el rey, a quien nadie esperaba, entró en el patio a caballo.
El monarca había venido de improviso, y preguntó a todos sorprendido que significaba ese horrible espectáculo; nadie osaba decírselo, cuando la ogresa, rabiosa al ver lo que estaba viendo, se tiró ella misma de cabeza en la marmita y fue devorada en un instante por las alimañas que había hecho meter.
El rey no pudo impedir el sentirlo, después de todo era su madre, mas se consoló pronto con su bella esposa y sus hijos.
de Charles Perrault
Traducido del original francés por Estrella Cardona Gamio
Por ese motivo fueron a tomar las aguas a muchos balnearios, hicieron votos, ofrendas, en fin, todo lo que se podía hacer se hizo y no sirvió para nada, de momento, hasta que un buen día, la reina tuvo una niña, y se dice que en el magnífico bautizo, se le dio a la princesita, por madrinas, a cuantas hadas se pudieron encontrar en el reino (que en esta ocasión fueron siete), con objeto de que cada una de ellas le concediese un don, como era la costumbre de las hadas en aquellos tiempos, y la princesa tuviese, por este medio, todas las perfecciones imaginables.
Después de la ceremonia del bautismo, el acompañamiento fue al palacio del rey donde hubo un gran festín para las hadas.
Se puso delante de cada una de ellas un lujoso cubierto, dentro de un estuche de oro macizo, donde había una cuchara, un tenedor y un cuchillo de oro fino guarnecido de diamantes y de rubíes.
Cuando ya cada comensal tenía su lugar en la mesa, se vio entrar a una vieja hada a quien no habían invitado pues hacía más de cincuenta años que no salía de un torreón y por esto la creían muerta o hechizada.
El rey hizo poner otro cubierto, pero no hubo procedimiento de conseguirle un estuche de oro macizo, como a las demás porque no se habían encargado hacer más que siete para las siete hadas.
La anciana creyó que se la despreciaba, y gruñó algunas amenazas entre dientes. Una de la jóvenes hadas que se encontraba detrás de ella, la escuchó y juzgando que podría otorgar cualquier don enojoso a la princesita, apartóse, apenas concluyó el banquete, escondiéndose detrás de los tapices a fin de hablar la última y de esta manera poder reparar en lo posible el mal que la anciana le hubiese hecho.
Mientras tanto las hadas comenzaron a otorgarle sus dones a la princesa. La primera le dio por don el ser la más bella del mundo, la segunda le auguró que tendría el espíritu angelical, la tercera que poseería una gracia admirable en todo aquello que hiciera, la cuarta que danzaría perfectamente bien, la quinta que cantaría como un ruiseñor, y la sexta que tocaría toda suerte de instrumentos musicales a la perfección.
Al llegarle el turno a la vieja hada, esta dijo, balanceando la cabeza más de despecho que por la edad, como la princesa se atravesaría la mano con un huso, y que a causa de ello moriría.
El terrible don hizo temblar a todos los presentes, y no hubo nadie que no llorase. En esos momentos, el hada que se había escondido, surgió de detrás de los tapices, y dijo en alta voz estas palabras:
-Tranquilizaos, majestades, vuestra hija no morirá; cierto es que no tengo bastante poder para destruir enteramente lo que mi anciana hermana ha hecho, mas os aseguro que la princesa al atravesarse la mano con un huso, en lugar de morir, caerá solamente en un profundo sueño que durará cien años, al final de los cuales el hijo de un rey vendrá a despertarla.
El rey, para tratar de evitar la desgracia anunciada por la vieja hada, hizo publicar prestamente un edicto, por el cual se prohibía a todos hilar con husos, o tener ruecas en su casa, bajo pena de muerte.
Al cabo de quince o dieciséis años, el rey y la reina fueron a una de sus mansiones de verano y sucedió que la joven princesa correteando un día por el palacio, y subiendo de habitación en habitación, llegó hasta arriba en donde había un desván, en el cual una viejecita estaba sola hilando con su rueca.
.Esta anciana no había oído hablar de la prohibición del rey de hilar con rueca.
-¿Qué hacéis vos, buena mujer? –quiso saber la princesa.
-Yo hilo, hermosa niña –le respondió la viejecita que no la conocía.
-¡Ah, que bonito es!- exclamó la princesa- ¿Cómo lo hacéis?, dádmelo pues quiero ver si yo también sé hacerlo.
No bien la princesa hubo cogido el huso, lo que hizo con un gesto vivo y un poco atolondrado -por otra parte la voluntad de las hadas lo ordenaba así-, se atravesó la mano cayendo desvanecida.
La buena vieja, muy asustada, gritó pidiendo socorro y llegaron servidores de todas partes, unos le echaron agua en el rostro a la princesa, otras le soltaron el corpiño, otros le dieron masaje en las manos, otros le frotaron las sienes con agua de la Reina de Hungría, pero nada le hizo recobrar el conocimiento. Entonces el rey, que había subido al escucharse el alboroto, se acordó de la predicción de las hadas, y juzgando que el momento anunciado por ellas había llegado, ordenó:
-Colocad a la princesa en la más bella estancia de palacio, sobre un lecho de colcha bordada en oro y plata.
Se hubiera dicho que parecía un ángel de lo bella que estaba, pues su desvanecimiento no había borrado los vivos colores de su tez; sus mejillas permanecían encendidas y sus labios como el coral, tenía los ojos cerrados, mas oíasela respirar dulcemente, lo cual indicaba que no estaba muerta. El rey mandó que la dejasen dormir hasta que su hora de despertar hubiese llegado.
El hada bondadosa que le había salvado la vida, condenándola a dormir cien años, estaba en el reino de Mataquin, a doce millas de allí, cuando se produjo el accidente de la princesa, pero ella fue advertida al instante por un enanito que tenía botas de siete leguas (se trata de esas botas que hacen siete leguas de un solo paso).
El hada partió enseguida y se la pudo ver al cabo de una hora llegar en un carro de fuego, arrastrado por dragones, y el rey en persona la ayudó a descender del carruaje.
El hada aprobó todo lo que el monarca había hecho, pero como era muy previsora, pensó que cuando la princesa se despertase, sentiríase apurada al estar completamente sola en el viejo castillo.
He aquí lo que el hada hizo entonces: tocó con su varita todo cuanto estaba en palacio (menos al rey y a la reina), amas de llaves, damas de honor, camareras, gentiles hombres, oficiales, mayordomos, cocineros, pinches, galopines, guardias suizos, pajes, lacayos, junto con los palafreneros, los mozos de los establos, y a Pouffe, la pequeña perrita de la princesa, que se hallaba acurrucada a su lado sobre el lecho.
En el momento en que el hada les tocó, todos se durmieron, para no despertarse más que en el momento en el cual lo hiciera su dueña, a fin de estar dispuestos a servirla en cuanto ella los necesitase, e igual sucedió con los asadores que se encontraban encima del fuego llenos de perdices y faisanes, pues se unieron en el sueño, inmovilizándose, como también las llamas.
Todo se hizo en un momento; el hada no tardó nada en realizar su quehacer. Entonces el rey y la reina, después de haber besado a su querida hija sin que ella de despertase, salieron de allí e hicieron publico que nadie podía acercarse al castillo. Aunque esta advertencia no fue necesaria, pues, en cosa de un cuarto de hora, crecieron alrededor del parque una enorme cantidad de árboles grandes y pequeños, de zarzas y de espinos entrelazados los unos con los otros, que bestia ni hombre no habrían podido atravesar.
A la salida no se veía más que la punta de las torres del castillo, y esto desde muy lejos, entonces nadie dudó que el hada había hecho bien su trabajo, a fin de que la princesa, durante el largo sueño, no tuviese nada que temer de los curiosos.
Al cabo de cien años, el hijo del monarca que reinaba entonces y que era de otra estirpe diferente a la de la princesa dormida, fue de caza por aquellos lugares y preguntó de quién era ese gran bosque entrelazado y espeso que se divisaba en lo alto de la montaña, y cada uno le respondió según lo que había oído hablar.
Los unos decían que era un viejo castillo donde vivían los espíritus; otros, que todos los brujos de alrededores lo habían convertido en su morada.
Aunque la opinión más común era que un ogro habitaba allí y que se llevaba a cuantos niños podía atrapar, para comérselos a su gusto y sin que nadie pudiera seguirle, siendo el único que podía hacerse un pasadizo a través del bosque.
El príncipe no sabía a quien creer, cuando un viejo campesino tomó la palabra diciéndole:
-Alteza, hace ya más de 50 años, escuché decir a mi padre que se encontraba en el castillo una princesa, la más bella del mundo, que debía dormir cien años y a quien despertaría de su sueño el hijo de un rey al que estaba destinada.
El joven príncipe, al oír aquellas palabras, se sintió entusiasmado creyendo sin dudarlo que él pondría fin a tan largo sueño, y llevado por el amor y por la gloria de la empresa, resolvió comprobar sobre el escenario de los hechos lo que había de verdad en la extraña leyenda.
En cuanto avanzó en dirección al bosque, todos los altos árboles, las zarzas y los espinos se apartaron para dejarle pasar y pudo ir hacia el palacio que se divisaba al extremo de una gran avenida. Entrado en ésta, lo que le sorprendió fue que nadie había podido seguirle, porque los árboles se volvían a entrelazar a su paso.
Continuando su camino, un príncipe joven y enamorado es siempre valiente, entró en un gran patio donde todo lo que vio era capaz de helar de espanto. Reinaba un silencio estremecedor, la imagen de la muerte se presentaba por doquier pues no se mostraban a su vista más que cuerpos tendidos de hombres y de animales que parecían muertos. Por la nariz enrojecida y el rostro congestionado de los Suizos, reconoció que éstos no estaban más que dormidos, y sus vasos, donde aún había algunas gotas de vino, revelaban también que se habían dormido bebiendo.
El príncipe atravesó un gran patio pavimentado en mármol, subió por las escalinatas, entró en la sala de los guardias, que se hallaban alineados en fila, el arma sobre el hombro, mientras roncaban a más y mejor.
Cruzó muchas estancias plenas de gentiles hombres y de damas, durmiendo todos, los unos de pie, los otros sentados y entrando en una sala dorada, contempló sobre un lecho, cuyos cortinajes estaban descorridos, el más hermoso espectáculo que jamás viera: una princesa que parecía tener 15 o 16 años y que resplandecía con algo parecido a una divina luminosidad. Entonces se acercó temblando de admiración y se arrodilló a su lado.
Y, como el termino del encantamiento había llegado, la princesa despertó, y, mirándole con los ojos más tiernos que un primer encuentro parecía permitir, le dijo:
-¿Sois vos, príncipe mío?, bien que me habéis hecho esperar.
El príncipe, fascinado al escuchar tal bienvenida y todavía más de la manera que fue pronunciada, no sabía como testimoniarle su alegría y su reconocimiento, y le aseguró que la amaba más que a sí mismo.
Sus palabras fueron torpemente dichas, pues a poca elocuencia mucho amor. El príncipe se mostraba más tímido que ella, y esto no debe sorprendernos; la princesa tuvo tiempo de soñar lo que le iba a decir pues existe cierta sospecha (la historia de eso nada cuenta), de que la bondadosa hada, durante los cien años que permaneciera dormida, le había procurado el placer de los sueños agradables.
En fin, que transcurrieron cuatro horas hablando entre ellos y no se habían dicho todavía la mitad de las cosas que se tenían que decir.
Mientras, todo el palacio se había despertado con la princesa, cada uno reanudando el desempeño de su trabajo, y ya que ellos no estaban enamorados, se morían de hambre. La dama de honor, hambrienta como los otros, se impacientó, y dijo en voz alta a la princesa, que la comida estaba servida.
El príncipe ayudo a la joven a levantarse; esta se hallaba ataviada con gran magnificencia, pero él se guardó bien de decirle que iba vestida como su abuela, aunque no estaba menos bella por eso. Ambos entraron en un gran salón de espejos, cenando atendidos por los servidores de la princesa.
Los violines y los oboes ejecutaban antiguas piezas de manera excelente y eso que habían permanecido cien años inactivos, y, después de cenar, sin perder tiempo, el gran capellán los casó en la capilla de palacio. Los dos poco durmieron, la princesa no tenía una gran necesidad, y el príncipe la dejó de buena mañana para volver a su reino, donde su padre debía estar preocupado por él.
El príncipe le dijo que cazando perdióse en el bosque y que había dormido en la choza de un carbonero que le había hecho comer pan negro y queso. Su padre el rey, que era un buen hombre fácil de convencer, le creyó, pero no así su madre.
Viendo la reina que el príncipe se iba casi todos los días de caza, y que tenía siempre una razón para excusarse cuando había dormido fuera dos o tres noches, ella no dudó ni un momento que su hijo tenía algún amorío.
El joven y la princesa vivieron juntos un par de años y tuvieron dos hijos, al primero, que fue una niña, la llamaron Aurora, y al segundo, un varón, le dieron el nombre de Día, porque era todavía más hermoso que su hermana..
La reina quiso muchas veces arrancarle el secreto de tantos misterios a su hijo, pero él no osó jamás confiárselo, ya que temía por aquellos a quienes amaba; su madre era de raza ogresa y el rey se había casado con ella a causa de su fortuna y se decía por lo bajo en la corte, que la reina poseía las inclinaciones de los ogros, ya que viendo a los niños pequeños, lo pasaba muy mal teniendo que reprimir sus instintos, por este motivo el príncipe no quiso nunca decirle que se había casado y tenía dos hijos.
Pero cuando el rey su padre murió, lo que tuvo lugar también al cabo de dos años, el príncipe ocupó el trono, declarando entonces públicamente su matrimonio, y con gran ceremonia fue a buscar a la reina su esposa, al castillo, para después llevarla con gran pompa a la capital en donde ella entró en la ciudad con cada uno de sus hijos a ambos lados.
Algún tiempo después el joven soberano fue a hacer la guerra al emperador Cantalabuffe, su vecino, dejando la regencia del reino en manos de la reina madre, y encomendándole vivamente a su esposa e hijos.
El joven rey debía estar en la guerra todo el verano, y en cuanto partió, la reina madre envió a su nuera y a los niños a un palacio en el campo entre los bosques, para poder llevar a cabo, más a su gusto, los horribles propósitos que la dominaban.
Unos cuantos días después, ella fue a ese palacio y le dijo cierta tarde a su maestresala:
-Quiero comerme mañana para almorzar a la pequeña Aurora.
-¡Ah, Señora! –gimió el pobre hombre.
–¡Yo lo mando –dijo la reina madre (y lo dijo en el tono de una ogresa que tiene el deseo de comer carne fresca)-, y me la quiero comer con salsa!
El maestresala, comprendiendo que no podía desobedecer a la ogresa, cogió un gran cuchillo, y subió a la habitación de la pequeña Aurora.
Ella, que tenía entonces 4 años, se le acercó saltando y riendo y se le echó al cuello pidiéndole bombones. Él se puso a llorar, cayéndosele el cuchillo de las manos, y marchó al corral a sacrificar un cordero, aderezado con una salsa tan excelente que su ama aseguró satisfecha, no haber comido nunca nada semejante.
El maestresala escondió a la pequeña Aurora en su propio hogar, cercano al palacio, dejándola al cuidado de su esposa..
Ocho días después, la malvada reina le volvió a decir:
-Quiero comerme para la cena al pequeño Día.
El maestresala no replicó; resuelto a engañarla como la primera vez, fue a buscar al pequeño Día, que no tenía más que tres años, y le encontró con un florete en la mano jugando a cruzar las armas con un mono amaestrado. De nuevo se lo entregó a su esposa que lo llevó al mismo escondite de la pequeña Aurora, y el buen hombre le dio a la ogresa, en lugar del niño, a un pequeño cabritillo muy tierno, que la ogresa encontró de lo más apetitoso.
Todo había ido muy bien hasta entonces, pero un día la perversa reina le dijo al maestresala:
-Quiero comerme a la reina en la misma salsa que a sus hijos.
Y fue entonces cuando el pobre hombre desesperó de poder seguir engañándola. La joven reina tenía 20 años pasados, sin contar los cien que estuvo durmiendo, su piel era un poco dura, aunque bella y blanca; ¿cómo iba a encontrar en el corral manjar semejante?
El atribulado servidor tomó entonces la decisión, para salvar la vida, de matar a la reina, y subió a sus habitaciones con la intención de hacerlo, aunque furioso por ello. Entró con el puñal en la mano en la habitación de la joven reina., pero no queriendo sorprenderla, le transmitió con mucho respeto la orden que había recibido de la reina madre.
-Cumplid con vuestro deber –le contestó ella tendiéndole el cuello-, ejecutad la orden que os han dado, así iré a reunirme con mis hijos, mis pobres hijos que tanto he amado- pues ella les creía muertos desde que se los habían quitado sin decirle nada.
-¡No, no, Señora –le respondió el desdichado maestresala enternecido-, vos no vais a morir, y podréis volver a ver a vuestros queridos hijos, pero esto será en mi casa donde yo les he ocultado, y engañaré de nuevo a la reina, haciéndole comer una joven cierva en vuestro lugar!
La llevó, pues, a su casa, donde le dejó abrazar a los niños y llorar con ellos, preparando una cierva que la reina devoró en su cena, con el mismo apetito que si se hubiera tratado de su nuera.
La reina madre estaba bien contenta de su crueldad, y se preparaba para decirle al rey, cuando éste regresase, que unos lobos hambrientos se habían comido a la reina su esposa y a sus dos hijos.
Una tarde que rondaba como de costumbre por los corrales del palacio para olfatear carne fresca, escuchó en una salita al pequeño Día que lloraba porque la joven reina le quería castigar ya que no se había portado bien, y oyó también a la princesita Aurora que intercedía por su hermano. La ogresa reconoció la voz de la reina y de sus hijos y furiosa al descubrir el engaño, ordenó, a la mañana siguiente, con voz espantosa que hacía temblar a todo el mundo, que pusieran en medio del patio una enorme caldera que hizo llenar de sapos, víboras, de culebras y de serpientes, para meter a su nuera y a sus nietos, al maestresala, a su esposa y a los sirvientes de éstos.
La reina madre había dado la orden de llevarles con las manos atadas a la espalda, y ya estaban allí, y los verdugos se preparaban a tirarlos dentro de la cuba, cuando el rey, a quien nadie esperaba, entró en el patio a caballo.
El monarca había venido de improviso, y preguntó a todos sorprendido que significaba ese horrible espectáculo; nadie osaba decírselo, cuando la ogresa, rabiosa al ver lo que estaba viendo, se tiró ella misma de cabeza en la marmita y fue devorada en un instante por las alimañas que había hecho meter.
El rey no pudo impedir el sentirlo, después de todo era su madre, mas se consoló pronto con su bella esposa y sus hijos.
de Charles Perrault
Traducido del original francés por Estrella Cardona Gamio
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