miércoles, 21 de diciembre de 2011

Un señor como Dios manda

Rajoy, hijo típico de la burguesía de provincias, fue un estudiante modélico y un político precoz 
que ha sobrevivido a los embates de los que lo encumbraron 
SCIAMMARELLA

El hombre que se dispone a franquear las puertas de La Moncloa es, ante todo, un señor de Pontevedra. Una persona que se formó en la atmósfera lánguida y anodina de una pequeña capital de provincias donde todo el mundo se conoce, dominada a principios de los años setenta, en la primera juventud de Mariano Rajoy, por una burguesía de altos funcionarios que llevaba una vida apacible de tertulias, bailes de sociedad y veraneos en la costa. Cobijado en esa burbuja social pasó los años decisivos de su vida Rajoy, y en ese ambiente todos hubiesen convenido en que se trataba de un verdadero señor: familiar, educado, estudioso, fiel a las tradiciones y a la jerarquía, alegre aunque comedido... Un hombre de orden, quizás la idea de “gente normal” a la que él tanto apela.

Aunque ese origen no parece el más común para un presidente del Gobierno, tampoco es que se trate de un mero azar teniendo en cuenta sus raíces familiares. El linaje de Rajoy ha estado muy próximo al poder. Su abuelo era un republicano conservador que redactó el Estatuto de Galicia y llegó a decano del Colegio de Abogados de Santiago. Ese pasado le acarreó cierto coste tras la guerra, pero su hijo Mariano hizo carrera en la judicatura del régimen, que culminó como presidente de la Audiencia de Pontevedra. Mariano padre transmitía toda la severidad judicial de un hombre de su posición. La huella es bien visible en Rajoy, en su léxico plagado de términos administrativos, en su hermetismo emocional, en ese permanente tono gris que envuelve su vestimenta. El padre no imaginó otra carrera para Mariano y los tres hijos que vinieron después (dos hombres y una mujer) que lograr una gran plaza de por vida vinculada a la Administración del Estado. Y se afanó a fondo para disciplinarlos. Tres aprobaron las oposiciones a registradores de la propiedad y el otro a notario.

más información
El señor de Pontevedra en realidad no es de Pontevedra. Nació en 1955 en Santiago, la ciudad del abuelo, y los sucesivos destinos del padre convirtieron su infancia en un trajín entre Ávila, Galicia, Asturias y finalmente León, donde empezó a ir a clase en un colegio de monjas en el que luego estudiaría Zapatero. De adolescente se asentó en Pontevedra y allí encontró todo lo que acabaría marcando su vida: los inicios en la política, los amigos que conservaría para siempre, la mujer con la que se casó y ha tenido dos hijos... Allí hizo el bachillerato en un instituto público y luego se marchó a Santiago, a cursar Derecho, qué otra cosa si no. La capital gallega era un hervidero antifranquista. Los estudiantes sumaban la mitad de la población, y las calles bullían en un sinfín de protestas. Rajoy nunca se mezcló con ese mundo. Mientras otros combatían la dictadura, soñaban con la revolución, probaban las drogas y descubrían la libertad sexual, él echaba horas bajo el flexo sumergido en tratados jurídicos. Ya le quedaría para siempre ese hablar de carrerilla, como quien está recitando una lección. Su trayectoria académica fue tan fulgurante que con 23 años logró hacerse con la plaza de registrador de la propiedad.

Tras la mili, le dieron el registro de Padrón, a medio camino entre Santiago y Pontevedra, lo que le devolvió a la ciudad donde vivía su familia. Entonces descubrió la política. Entre sus influencias él siempre cita a Pío Cabanillas, un aperturista del régimen que jugaría un importante papel en UCD y a quien trató en los veranos de la ría de Arousa. Varias fuentes le sitúan además en la órbita de otro pontevedrés, Gonzalo Fernández de la Mora, también exministro de Franco pero en posiciones mucho más inmovilistas. Fernández de la Mora, célebre por un libro titulado El crepúsculo de las ideologías, fundó una organización, Unión Nacional Española, que acabó integrada en Alianza Popular. El nuevo partido en el que Fraga reinaba sobre un parque jurásico de tecnócratas del franquismo fue el destino natural de Rajoy. Y allí se hizo notar muy pronto.

“Era un chico muy valioso, inteligente y flexible. Eso sí, nunca se podía esperar de él que tomase la iniciativa”, recuerda un compañero de esa época. ¿Cuál era exactamente la ideología de Rajoy? Su aspecto y su discurso granítico resultaban extremadamente conservadores. En un artículo que publicó en el periódico Faro de Vigo llegó a coquetear con la idea de la desigualdad biológica entre las razas. Pero otros recuerdan un Rajoy distinto. Un rival político y compañero de estudios apunta que solía hablarle de la necesidad de modernizar la derecha. Ese discurso era el habitual en sus conversaciones privadas con los periodistas. Y había una importante cuestión de carácter: su alergia al conflicto y a las personalidades autoritarias, hasta el punto de que le costó mucho digerir la forma de ser de Fraga.

Su precocidad política batió marcas: diputado autonómico con 26 años, director general de Relaciones Institucionales de la Xunta con 27 y presidente de la Diputación de Pontevedra con 31. Apenas llevaba unos meses en ese último cargo, cuando le endosaron la primera gran papeleta de su vida política. Varios consejeros de la Xunta se habían rebelado y abandonaron el partido. La joven esperanza pontevedresa fue reclutado como vicepresidente y hombre fuerte del Gobierno debilísimo de Gerardo Fernández Albor. Rajoy vivió unos meses de pesadilla, con un partido que se caía a pedazos, hasta que los tránsfugas acabaron aliándose con el PSOE y derribaron el Gobierno. Para entonces, Rajoy ya se dejaba ver mucho más que en su época de estudiante y no era difícil encontrárselo de madrugada tomando copas en Santiago, en Pontevedra o en Sanxenxo.

De aquella experiencia salió tan escaldado que por un tiempo hasta pareció que iba a dejar la política. Se retiró lejos de Galicia, a su oficina del registro en Santa Pola, junto al Mediterráneo alicantino. En el primer congreso de la sucesión de Fraga apoyó al efímero Hernández Mancha contra Herrero de Miñón, uno de cuyos principales respaldos era José María Aznar. No le había caído muy en gracia la figura del entonces presidente de Castilla y León, a quien veía un poco arrogante, otro rasgo de carácter que le repele. Y, sin embargo, fueron Aznar y Francisco Álvarez-Cascos los que le apartaron de la comodidad de la brisa mediterránea para sumarle al nuevo equipo del refundado Partido Popular. Rajoy se convirtió en un hombre del aparato, que no se implicó mucho en los excesos verbales de sus compañeros contra el PSOE “de los GAL y la corrupción” y que recorría España apagando los fuegos prendidos en el empeño por jubilar a la vieja guardia fraguista.

Le tentaron muchas veces para que volviese a Galicia, incluso el mismo Fraga, aunque envuelto en una frase venenosa: “Lo tiene todo para presidir la Xunta, solo le falta aprender gallego y casarse”. Le hizo caso en lo segundo. Casi nadie la había conocido novias, pero, a los pocos meses de que Aznar lo nombrase ministro de Administraciones Públicas de su primer Gobierno, se casó con Elvira Fernández, hija de un constructor de Sanxenxo y también de raigambre conservadora. Rajoy tenía 41 años.

Fue un condimento perfecto de aquella primera legislatura en la que el PP limaba sus aristas y proclamaba su amor al idioma catalán. Ejerció de hombre de concordia en las sucesivas carteras por las que desfiló, de Educación a Presidencia. Ni siquiera en Interior, donde reemplazó a Jaime Mayor Oreja, se enredó en mayores conflictos. Así llegó a vicepresidente primero. Tampoco se recuerdan de él grandes proyectos. Alguien tan improbable al caso como el periodista deportivo José María García resumió así esa trayectoria: “Lo malo es que por donde pasa no limpia. Y lo bueno es que por donde pasa no ensucia”.

Contra pronóstico, el leal y disciplinado Rajoy fue el elegido por el dedo de Aznar en 2003. En los años sucesivos, se le dio por muerto varias veces, y tuvo que soportar las mayores humillaciones de la prensa afín y de los que le habían promovido al cargo. Todos le subestimaron. No sabían que en una pequeña capital de provincias se aprende principalmente una cosa: a tener paciencia.

No hay comentarios: