viernes, 18 de noviembre de 2011

AUTUMNAL


Eros, Vita, Lumen 

En las pálidas tardes 
yerran nubes tranquilas 
en el azul; en las ardientes manos 
se posan las cabezas pensativas. 
¡Ah los suspiros! ¡Ah los dulces sueños! 
¡Ah las tristezas íntimas! 
¡Ah el polvo de oro que en el aire flota, 
tras cuyas ondas trémulas se miran 
los ojos tiernos y húmedos, 
las bocas inundadas de sonrisas, 
las crespas cabelleras 
y los dedos de rosa que acarician! 

En las pálidas tardes 
me cuenta un hada amiga 
las historias secretas 
llenas de poesía; 
lo que cantan los pájaros, 
lo que llevan las brisas, 
lo que vaga en las nieblas, 
lo que sueñan las niñas. 

Una vez sentí el ansia 
de una sed infinita. 
Dije al hada amorosa: 
—Quiero en el alma mía 
tener la aspiración honda, profunda, 
inmensa: luz, calor, aroma, vida. 
Ella me dijo: —¡Ven!— con el acento 
con que hablaría un arpa. En él había 
un divino aroma de esperanza. 
¡Oh sed del ideal! 
                                      Sobre la cima 
de un monte, a medianoche, 
me mostró las estrellas encendidas. 
Era un jardín de oro 
con pétalos de llama que titilan. 
Exclamé: —Más... 
                                        La aurora 
vino después. La aurora sonreía, 
con la luz en la frente, 
como la joven tímida 
que abre la reja, y la sorprenden luego 
ciertas curiosas, mágicas pupilas. 
Y dije: —Más...— Sonriendo 
la celeste hada amiga 
prorrumpió: —¡Y bien! ¡Las flores! 
                                                                  Y las flores 
estaban frescas, lindas, 
empapadas de olor: la rosa virgen, 
la blanca margarita, 
la azucena gentil y las volúbiles 
que cuelgan de la rama estremecida. 
Y dije: —Más... 
                              El viento 
arrastraba rumores, ecos, risas, 
murmullos misteriosos, aleteos, 
músicas nunca oídas. 

El hada entonces me llevó hasta el velo 
que nos cubre las ansias infinitas, 
la inspiración profunda 
y el alma de las liras. 
Y los rasgó. Allí todo era aurora. 
En el fondo se vía 
un bello rostro de mujer. 
                                                  ¡Oh; nunca, 
Piérides, diréis las sacras dichas 
que en el alma sintiera! 
Con su vaga sonrisa: 
—¿Más?... —dijo el hada. 
                                                    Y yo tenía entonces 
clavadas las pupilas 
en el azul; y en mis ardientes manos 
se posó mi cabeza pensativa...

Rubén Darío

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