sábado, 22 de junio de 2013

FUEGO Y CENIZA

Y llegué a mi aposento. De la orgía, 
vibraba aún, en mi cerebro ardiente, 
la estruendosa y horrenda algarabía.
Y con el alma sorda y con la frente 
en sudor copiosísimo empapada, 
me desplomé en el lecho de repente.
Hundí, absorto, en mí mismo la mirada; 
vi, en mi interior, al crimen en acecho... 
y ansié la muerte; apetecí la nada. 
y clavando las uñas en mi lecho, 
sentí que resbalaban de mis ojos,
lágrimas de dolor sobre mi pecho.
Saciados y extinguidos mis antojos, 
no veía, en la negra lontananza, 
más que una senda pródiga en abrojos.
En donde ni un presagio de bonanza 
se entreveía, ni una lisonjera 
señal de luz, ni un iris de esperanza. 
Deshojábame en plena primavera, 
en demanda de un lampo de ventura, 
de una sola ilusión... ¡de una siquiera! 
¡Oh, que triste es gozar... y entre la obscura 
caverna del fastidio rodar luego, 
víctima del horror y la amargura!
Y ver que todo es vano: el grito, el ruego, 
la blasfemia brutal y dolorida, 
y hasta las mismas lágrimas de fuego. 
El vértigo sentir de la caída, 
y tener, en un rapto de demencia, 
que odiar a Dios... y aborrecer la vida.
Mirar las propias flores sin esencia, 
y, al pensar devolverlas sus olores, 
todo el hielo sentir de la impotencia.
y al cabo, de la orgía en los horrores,
buscar un lenitivo a los pesares, 
y ver... que allí más crecen los dolores. 
Que de la pena los revueltos mares, 
rugen más y se encrespan con más brío, 
entre risas y gritos y cantares. 
Y al fin la displicencia del hastío 
entra en el corazón y en hora aciaga 
el yerto corazón... muere de frío. 
Viene el remordimiento -oculta llaga- 
que corroe y corroe y corroyendo, 
parece que el espíritu se traga. 
Y en el trágico vórtice cayendo 
de la desolación, el alma muda, 
¡ay! sin querer morir, se va muriendo.
¿Qué fuerza poderosa hay que sacuda, 
entonces, esta angustia horripilante, 
que arraiga en nuestro ser pérfida y ruda? 
¡Ninguna! El infortunio sale avante, 
mientras la lividez y el desconsuelo, 
muéstranse en nuestro lúgubre semblante. 
Cubre nuestra pupila acuoso velo, 
y, al levantar los ojos empañados, 
nada se ve del prometido cielo. 
Así pensaba (¡oh, tiempos ya pasados!) 
A mi oído llegaban, desde lejos, 
los últimos rumores acallados... 
Entonces, olvidando los consejos
maternales, saqué una fina daga 
que en el aire trazó vivos reflejos.
Como el postrer celaje que se apaga 
en el ocaso, envuelta en una onda 
de dulce claridad trémula y vaga, 
penetró en mi aposento, blanca y blonda, 
una mujer de celestiales ojos 
y de mirada compasiva y honda. 
Acercóse; y, postrándose de hinojos, 
la más pura de todas las sonrisas, 
abrió el capullo de sus labios rojos. 
Nunca el ala vibrante de las brisas, 
tuvo el perfume que su blando aliento 
derramó entre las sombras indecisas 
que empezaban a entrar en mi aposento:
¡Ay! me parece aún que su respiro 
y que su soplo embalsamado siento.
Me parece que atónito la miro,
y que su seno, mórbido y convulso, . 
brota el hálito amante de un suspiro. 
No sé que noble y vigoroso impulso 
me empujó hacia la hermosa; un fuego extraño, 
devorador, aceleró mi pulso... 
Tendí mis brazos... ¡Ay! ¿el desengaño, 
en ese instante, como siempre iba 
a dejarme en el alma un nuevo daño? 
Contuve mi amorosa tentativa, 
y mi ardor reprimí... pero ya estaba 
ella, en mis brazos trémulos, cautiva 
-¡No, déjame dormir! -la dije- acaba 
¡oh, visión tentadora! ¡Huye, quimera!
¡Aléjate de mí! -Mientras hablaba, 
como el manto de un sol de primavera, 
sobre mi frente pálida, caían 
los bucles de su blonda cabellera. 
Se cerraban sus ojos y se abrían 
taciturnos, en tanto que sus manos 
en mi boca las frases detenían. 
-¡Oye! -exclamó- tormentos soberanos 
hoy subyugan tu ser... pero no importa, 
los sueños de tu amor... no están lejanos.
Yo te daré la calma que conforta; 
yo te daré la luz... La vida es buena 
para aquél que la sufre y la soporta.
Yo que siempre la tuya he visto llena 
de martirios, angustias y congojas, 
con la playa de infecunda arena, 
más dichas te daré, que verdes hojas 
los árboles frondosos a los nidos,
y la tarde, al ocaso, nubes rojas. 
Tuyos son mis encantos, mis sentidos,
y mi espíritu, terso como el lago 
donde se ven los cielos escondidos.
y tú, tan sólo me darás en pago 
de mi infinito amor, tu amor eterno. 
(¡Amor! ¡única fuente en que me embriago!) 
Yo rasgaré las brumas del invierno 
que hay en tu corazón... y en paraíso 
transformaré tu prematuro infierno.
Escúchame; no temas; es preciso 
que aparte las espinas de tu senda 
y te aliente en la lucha. ¡Dios lo quiso! 
Yo romperé la tenebrosa venda 
que tus párpados cubre; a donde vayas 
iré contigo a levantar mi tienda.
Visitaremos cumbres, mares, playas, 
y un refugio hallarás sobre mi seno, 
si es que en el arduo batallar desmayas.
Suelta, suelta la copa de veneno 
que te brinda en sus vértigos la orgía, 
y ven conmigo a espacio tan sereno. 
Calló un instante, y, pura como el día, 
inundó el resplandor de su mirada, 
el yermo campo de la frente mía. 
y luego continuó: -Yo sé que cada 
palabra dulce que mi labio brota, 
tú no la escuchas... ¡oh, desventurada!
y al decir esto, no gota tras gota, 
sino a raudales se escapó su llanto, 
como la sangre de la arteria rota.
Mi mano ardía entre la suya, en tanto... 
que sus miradas, de ternuras llenas, 
reflejaban su amor y su quebranto. 
-¡No, déjame dormir! -la dije apenas; 
y retiré su mano, más pulida 
y blanca que las blancas azucenas. 
Ella, ante mi reproche, confundida, 
inclinó fatalmente la cabeza 
sobre su pecho, como garza herida.
¡y en sus ojos -abismos de tristeza- 
lágrima esquiva se quedó, como una 
gota de luz de celestial pureza.
-Perdóname- exclamó -¡Cuán importuna 
he sido, infame suerte! Pero sabe
que yo te adoraré como ninguna.
Era su voz, dulcísima y suave, 
como la triste queja vibradora 
que alza en su nido destrozado, el ave. 
y aquella última gota tembladora,
resbaló por su faz, como el rocío 
por el cendal purpúreo de la aurora. 
De pronto, con más ímpetu y más brío 
se abalanzó sobre mi cuerpo, hermosa, 
como el astro que fulge en el vacío. 
y estrechando con fuerza poderosa 
mis manos indolentes en las suyas 
hechas como de pétalos de rosa, 
exclamó tiernamente: -Si son tuyas, 
mi alma y mi carne y mi belleza rara, 
no es justo... no, ¡que de mis brazos huyas! 
Si me siguieras tú, ¡cómo te amara! 
Y, al hablarme, así, loca de entusiasmo, 
era una flor de lágrimas su cara.
-Deja, deja ese sórdido marasmo;
-continuó- ya verás cómo haré trizas 
de tu suerte el fatídico sarcasmo. 
Dime, ¿por qué tus dedos no deslizas 
por mis bucles copiosos... y me besas? 
¿Por qué la hoguera de mi amor no atizas? 
¿No te bastan mis múltiples promesas, 
ni este ósculo quemante que te imprimo, 
capaz de hacer tu corazón pavesas? 
¡Ah, no me escuchas... y a tu lado gimo 
Sin esperanza y Sin pensar acaso, 
que con mis rudos besos te lastimo! 
Y este fuego espantoso en que me abraso, 
te hace mal... ¡mucho mal! -Irguióse altiva, 
y dio, hacia atrás y hacia la puerta, un paso. 
Después, como esperando una expresiva 
frase amorosa de mi labio mudo,
anhelante, quedóse pensativa. 
Yo, que sentía en la garganta un nudo, 
callé, mientras mis ojos, mal cerrados, 
devoraban la carne del desnudo 
cuello de aquella virgen de dorados rizos, 
y boca de granada abierta, 
y ojos como luceros incendiados. 
Mas, ella, entonces, cabizbaja, incierta, 
se alejó más de mí... luego afanosa, 
la mano puso en la entornada puerta. 
y doliente, a la par que desdeñosa, 
-¡Adiós!- me dijo, con acento triste, 
pálida como el mármol de una fosa. 
-¡Adiós...! ¡Todo fue inútil! ¡No quisiste 
ni mi amor ni mi vida... yo te hubiera 
sacado del fangal en que caíste...! 
Pero me has desechado... aunque quisiera 
salvarte en este instante del abismo 
en donde yaces... imposible fuera.
¡Adiós! ¡Adiós! Perdono tu egoísmo 
-dijo, y salió. La noche derramaba, 
por doquiera, su sombra y su mutismo.
De pronto, cual si hubiese un mar de lava 
desbordado en mi mente, como un loco 
me incorporé... mas ella, se alejaba... 
se alejaba a manera de áureo foco 
de luz, de clara luz... y se perdía 
en la fosca tiniebla, poco a poco. 
Corrí; llegué a su lado... Quién creería 
que, al tocarla, creció mi desventura 
y se hizo más intensa mi agonía.
Porque mi mano, lujuriosa y dura, 
tan solo consiguió con su torpeza, 
desgarrar su flotante vestidura. 
¡Porque ella huyó, con toda su belleza, 
dejándome un jirón inmaculado 
de su divina veste. Con tristeza
alcé los ojos: mudo y desolado 
estaba el firmamento; ni una estrella . 
en el vasto negror anubarrado 
Solamente la rápida centella, 
de cuando en cuando, al traspasar la bruma, 
dejaba azul y fugitiva huella.
Yo, compungido, al ver que, como espuma, 
disipándose había aquella maga, 
cuyo recuerdo sin cesar me abruma, 
saqué otra vez la deslumbrante daga... 
mas temblé de pavor... Lanzó un gemido 
mi pecho -copa en que el dolor se embriaga. 
y angustiado grité: -Tú que escondido 
un tesoro de amor para mí guardas! 
¡Tú, que me ofreces en tu seno un nido,
¡Ven! No vaciles. ¡Vuelve! ¿Por qué tardas? 
¿No me ofreciste, en tu delirio, todo? 
Mi voz subía hasta las nubes pardas. 
-Perdóname -agregué-. Di, de qué modo 
podré hacerte tornar... ¡Sálvame, ingrata, 
ya que no de la vida, de su lodo!
Dime: ¿por qué tu sombra se recata 
en la noche sin fin de mi camino? 
¡ven... y mi pena inconsolable mata! 
¡Sálvame! ¡Por piedad...! Un peregrino 
del desierto, te busca y te desea, 
como la playa el náufrago marino. 
¡Ven! Que en tus ojos insondables vea 
otra vez tu mirada soñadora 
resplandecer como la luz febea.
Pensé fueras visión; -maldita hora 
de embriaguez y de hastío...- Tu presencia 
parecióme un fantasma... pero ahora 
que siento que se aclara mi conciencia, 
que te he visto partir... y que he aspirado 
de tu cuerpo y tu espíritu la esencia, 
no es justo, no, que lejos de tu lado, 
me dejes, para siempre, en este mundo, 
sin amor, sin virtud... ¡y abandonado! 
Ni un acento en la noche: el vagabundo 
viento aquietaba su invisible rueca. 
El silencio era trágico y profundo. 
De repente, una voz, cascada y hueca, 
oigo salir de mi aposento; giro 
la vista ansiosa... y, como rama seca 
de roble añoso, estupefacto miro 
en el rincón revuelto de mi cama 
una forma espectral; ¿sueño? ¿delirio? 
Aquella sombra, con amor me llama; 
también me ruega: -¡Ven, ven, eres mío! 
¡Ven, acércate más... no temas! -clama. 
¿Es un vampiro? ¿una mujer? Un frío 
polar, mi mustio corazón allana. 
Sin embargo, me acerco; desconfío 
de mis ojos aún. Es una anciana 
de ojos sin luz, de frente comprimida, 
de boca escueta y cabellera cana. 
La piel toca sus huesos; desvalida, 
clava en mi rostro sus marchitos ojos 
donde un resto no mas queda de vida. 
Es un montón de míseros despojos:
rezago de un incendio, gajo seco 
cubierto de cenizas y de abrojos.
Habla, y su aguda voz parece un eco 
que en el cálido ambiente se congela, 
porque, al salir, por el obscuro hueco 
de su boca glacial, mi sangre hiela. 
Cierro los ojos... ábrolos... No hay duda: 
riendo está la misteriosa abuela.
-¿Ya no la implores más -ronca y ceñuda 
dice, al verme acercar- no ves que ahora, 
ante tus ruegos, permanece muda? 
Esa rara mujer, deslumbradora, 
era «La Juventud...,. ¡con qué impaciencia 
te suplicó rendida! Haces bien: ¡llora...! 
Mas, no la llames ya; de tu presencia 
huyó... y no volverá con sus ternuras 
a embalsamar tu lóbrega existencia.
¡No, ya no volverá! Las ligaduras 
de sus brazos rompiste. En vano, en vano, 
buscas ansioso sus miradas puras. 
¡Ven...! Acércate más, ¡dame tu mano! 
¡Ven...! ¡Yo soy «La Vejez!». Para ti tengo 
un resto de calor; mi beso es sano.
A consolar tus desventuras vengo 
y me alargó, con ademán sombrío, 
su débil brazo, desteñido y luengo.
y agregó impacientándose: -Me río 
de tu desdén... si mi fealdad te aterra, 
es tarde y todo estéril... Ya eres mío! 
Aunque el cansancio en mi interior se encierra, 
yo tendré para ti mimos extraños; 
sólo te quedo yo sobre la tierra.
Yo sabré suavizar tus desengaños, 
contándote la historia de la vida, 
el proceso terrible de los años. 
Incorporóse un poco, y, en seguida, 
echó a mi cuello sus desnudos brazos; 
y me besó su boca desabrida. 
Entonces comprendí que aquellos lazos 
quebrantar no podía. Era el destrozo 
dé mi ensueño... tan pronto hecho pedazos. 
Hinchó mi pecho un fúnebre sollozo, 
y caí desplomado ante la anciana 
que se ciñó a mi ser... llena de gozo.
¡y ya su esclavo soy! Solo me afana 
dormir el largo sueño de los muertos, 
entrar en la gran noche del nirvana. 
Porque hoy al ver, obscuros y desiertos, 
sin una luz los horizontes míos, 
ella me oprime entre sus brazos yertos, 
y me humedece... con sus besos fríos. 

Julio Flores

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