El cura de Varlungo
En el pueblo de Varlungo, que como sabréis, por oídas o experiencias, dista poco de Florencia, hubo un cura párroco vigoroso y de lo más hábil para servir a las damas. El buen pastor, que apenas sabía leer siquiera, tenía el talento de divertir a sus ovejas todos los domingos, al pie de un olmo, con sus cuentos y dichos alegres, y cuando se ausentaban los maridos sabía visitar a sus mujeres, a las que otorgaba su bendición y les regalaba, ya unos pastelillos, ya un poco de agua bendita y, a veces, algunos cabos de vela. Entre las feligresas a quienes festejaba de esta suerte, ninguna le agradaba tanto como Belcolore, esposa de un campesino conocido por Bentivegna del Mazzo. En verdad que era una excelente aldeana, rolliza, fresca, pelinegra, bien modelada, tal, en una palabra, como la necesitaba el señor cura. Por otra parte, Belcolore gastaba el mejor humor del mundo; veíase la primera siempre en el baile, en el canto o en tocar el tamboril. Apasionóse de tal suerte el cura, que poco le faltó para que se le trastornara el juicio. Todo el día de acá para allá, con la esperanza de verla; cuando sabía, los domingos y demás días festivos, que estaba en la iglesia, cantaba con toda la fuerza de sus pulmones para persuadirla de que era un gran músico; pero si no le animaba la presencia de su adorada Belcolore, usaba de más moderación. No obstante, por fuerte que fuera su pasión, supo componérselas tan bien, que ni Bentivegna. ni nadie, notaron el amor que le atormentaba. Para hacerse propicio a la que se lo inspiraba, continuamente la hacía regalitos, mandándola, ya una ristra de ajos tiernos, ya algunas cebollas acabadas de arrancar de su huerto; otras veces algunos guisantes, y otras, un ramo de flores. Si la encontraba en alguna parte, la miraba de reojo, lo mismo que un perro que se propone morder a un compañero; pero la aldeana, fingiendo no notarlo, y bien contenta de parecer agreste, pasaba casi siempre sin detenerse. Ese desdén tenía harto mohíno al señor cura, mas no se desanimó, a pesar de la indiferencia de la casadita. El amor había echado ya muy hondas raíces en su corazón para que pudiese librarse de él. Tal es el encanto de esta pasión, que nos agrada hasta cuando nos hace desgraciados. Cierto día que se paseaba, las manos detrás de la espalda y pensativo, quiso la casualidad que se encontrase con Bentivegna, el cual iba montado en un asno cargado de diversos productos de su huerto. El cura le pregunta dónde va.
—Parto a la ciudad, mi buen padre, para un asunto importante, y esas legumbres y frutas que ahí ves van destinadas a Bonaccorri da Ginestreto, a fin de que mire con buenos ojos mi negocio, pues habéis de saber que me ha citado por medio de un procurador, juez de edificios, para que comparezca ante el Tribunal civil.
—Haces bien, querido amigo —dícele el cura, muy contento en su interior—; Dios te guíe, y vuelve lo más pronto que puedas. Si por acaso encuentras a Lapuccio, mi compañero de ministerio, o a mi criado Naldino, ruégote les digas que me traigan engarces para las fallebas de mis puertas.
Bentivegna le prometió que así lo haría, y prosiguió su camino.
El cura cree que es ese momento propicio para hacer una visita a su adorada Belcolore y sondearla nuevamente. Así, pues, se encamina en derechura a su casa, diciendo al entrar:
—¡Qué Dios conceda a este albergue todos los bienes que prodiga a manos llenas!
La aldeana estaba arriba, y habiéndole oído:
—Bienvenido, señor cura —le dice—, ¿y cómo os aventuráis por esos mundos de Dios, con el calor que hace?
—He encontrado a tu marido, que marchaba para la ciudad —contestó el pastor—, y vengo a pasar algunos momentos a tu lado.
Belcolore bajó e hizo que el cura tomara asiento, reanudando su interrumpida tarea, que consistía en escoger semilla de coles, recogida por su marido poco hacía. Aprovechando el cura la entrevista, entabló de esta suerte la conversación:
—¿Está de Dios, querida amiga, que me has de hacer sufrir continuamente?
—¡Yo! ¿Y qué cosa os hago?
—Nada me haces, es verdad; pero ¿no basta que me prives de hacer contigo lo que yo quisiera?
—¿Acaso hacen eso los curas?
—Sin duda, y mejor que los demás hombres. ¿Por qué, pues, no lo haríamos nosotros? ¿No tenemos cuanto necesitamos para el caso? Hasta te diré que somos más hábiles en ello que los otros, pues lo practicamos con más rareza. Déjame trabajar contigo, y te aseguro que quedarás contenta de mí.
—Lo dudo, porque los clérigos sois de lo más avaro que se ha conocido.
—¿Acaso te he negado nunca nada? Pídeme lo que deseas, y estad segura de obtenerlo. ¿Quieres unos zapatos, una cinta, una pañoleta?
—Todo eso lo tengo; pero ya que tanto me amáis, prestadme un servicio y en el acto me plegaré a vuestros deseos.
—Habla —repuso el cura con viveza—; estoy pronto a hacer cuanto quieras en tu obsequio.
—El sábado venidero debo marchar a Florencia —dice Belcolore— para entregar una partida de lana, que he hilado, y hacer componer mi torno; si queréis prestarme cien sueldos, que no dudo tendréis, podría desempeñar mi zagalejo y mi delantal de los días de fiesta, que llevaba cuando me casé. Ved si os place darme esa cantidad; sólo así os concederé lo que deseáis.
—No llevo dinero encima, pero me comprometo a entregarte los cien sueldos antes del sábado.
—¡Oh!, vosotros, gente de sotana, prometéis mucho y no dais nada. No penséis envolverme como a la crédula Biliuzza, que despedisteis tontamente sin darla un chavo, y que, por culpa vuestra, se ha perdido. Por mi parte, no pienso dejarme engañar. Si carecéis del dinero que os pido, buscadlo.
—Ahórrame, por favor te lo pido, el trabajo de ir a mi casa, ya que tanto aprieta el calor. Por otra parte, piensa que ahora estamos solos, y que tal vez no suceda lo mismo cuando vuelva. Aprovechemos la ocasión, supuesto que tan favorable se nos ofrece.
—Haced lo que os digo; de lo contrario, os juro que no habrá nada.
Viendo el cura que la aldeana estaba resuelta a no otorgar nada, sino un salvum me fac, y deseando él, por su parte, hacer la cosa sine custodia.
—Ya que desconfías de mi palabra —le dice—, pensando que no he de traerte los cien sueldos, toma mi capa, que te dejo en prenda.
—Veamos vuestra capa y cuánto puede valer. —Esta capa es de buen paño de Flandes, de tres cabos y hasta de cuatro, según afirma uno de mis feligreses. Aun no hace quince días que el prendero Lotto vendiómela en diez buenas liras, y Buillet, que, como tú sabes, entiende en eso de géneros, pretende que vale quince. —Algo duro se me hace creer lo que decís; pero acepto el trato. Veremos si sois hombre de palabra.
El cura, que ardía en deseos de satisfacer su pasión, entrególa su capa, y después que Belcolore la hubo puesto bajo llave, le dice:
—Pasemos al troje, que media visita.
Siguióla el cura y se divirtió con ella a más y mejor, refocilándose hasta rendirse. Luego, regresó a su domicilio, vestido de sotana, como si viniese de celebrar alguna boda.
Apenas llegado a la Rectoría, cuando, considerando el poco provecho que le producía su curato, arrepintióse de haber dejado su capa, y pensó en el modo de recuperarla, sin verse obligado a desembolsar la cantidad convenida, ya que todas las ofrendas del año apenas hubiesen bastado para ello. Su espíritu maligno y astuto le procuró un expediente. Siendo festivo el día siguiente, mandó al hijo de uno de sus vecinos a casa de Belcolore, suplicándola le prestase su almirez de mármol, pues tenía convidados, lo cual hizo la aldeana con mil amores. A los pocos días se lo devolvió por medio de su ayudante, a la hora en que juzgó que Bentivegna y su mujer habían de estar comiendo.
—El señor cura me ha encargado os diera las gracias —dijo el enviado, dirigiéndose a la mujer— y os reclamase la capa que el muchacho dejó en prenda al pediros prestado el almirez.
Belcolore frunció el ceño al oír esto, e iba a contestar, cuando su marido le cortó la palabra, diciéndola con enfado:
—¿Cómo es que exiges prenda a nuestro párroco? En verdad que merecías te abofeteara, para que aprendieras a desconfiar de esta suerte de nuestro buen pastor. Devuélvele en seguida su capa, y cuida otra vez de no negarle lo que pida sin prenda alguna, aunque fuese nuestro asno.
La mujer se levanta murmurando, saca la capa del cofre donde la tenía guardada, y dice al mensajero, al entregársela:
—Te suplico digas de mi parte al cura que, ya que obra de esta manera, nunca más volverá a moler en mi almirez.
Habiendo el enviado repetido estas palabras al clérigo:
—Acordes —contestó éste—; mas puedes también decir a Belcolore, cuando la veas, que si no me presta su almirez, en cambio no la prestaré mi mano, y por cierto, que la una vale bien el otro.
Bentivenga no se fijó en las palabras de su mujer, creyendo que eran debidas a los reproches que acababa de hacerla. Respecto a Belcolore, durante mucho tiempo se mostró enfadada con el cura; mas vino la vendimia y todo se arregló. El clérigo la regaló un buen tonel de vino nuevo y unas cuantas castañas, recobrando por ese medio el favor perdido.
Vivieron luego en perfecta inteligencia y visitaron a menudo el troje, tomando sus medidas con tal acierto, que nadie llegó a sospechar su intriga.
Autor: Giovanni Boccaccio
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