viernes, 28 de mayo de 2010

Otoño en mayo

España quedó ayer a un voto de una situación que la habría acercado a la de Grecia.

No es cierto que Zapatero esté acabado, como le espetó ayer Duran Lleida, aunque podría haberlo estado si, renunciando de nuevo a ser portavoz de malas noticias, no hubiera planteado las medidas de austeridad que se convalidaban. Algo más grave que el fin de la carrera de Zapatero habría ocurrido si la formación de Duran, con otras minoritarias, no hubieran permitido, con su abstención, esa convalidación por un solo voto. Sin el plan de reducción del gasto público, la solvencia financiera de España se hubiera deteriorado rápidamente hasta situarse en una situación similar a la de Grecia, forzando una intervención de las autoridades europeas de consecuencias aún más drásticas y dramáticas.

Es posible que el próximo otoño se haga evidente que Zapatero se ha quedado sin aliados para sacar adelante los presupuestos para 2011, lo que le obligaría a elegir entre prorrogar los de este año, algo que en plena crisis sería prueba de impotencia, o disolver. De momento, el PNV ensayó ayer el voto en contra, y CiU lo anunció para la próxima ocasión. Este planteamiento de Duran no fue desinteresado: a CiU le puede convenir que Rajoy suceda a Zapatero en La Moncloa poco antes o poco después de las elecciones catalanas de otoño, que espera ganar, para intercambiar con el PP los apoyos que a ambas formaciones les restarían para completar mayorías en los Gobiernos catalán y español.

Pero la dureza del portavoz nacionalista ("el problema es usted, señor Zapatero") no le impidió abrir paso a la convalidación mediante la abstención, a fin de evitar el mal mayor. Esa coherencia de Duran brilló por su ausencia en el discurso de Rajoy, que fue incapaz de explicar por qué votaba en contra de unas medidas de austeridad como las que venía reclamando. Se aferró a la cuestión de la congelación de las pensiones para rechazar el paquete en su conjunto, lo cual es poco profesional en un aspirante a presidente del Gobierno, que no puede ignorar las consecuencias inmediatas que para la economía española habría tenido la no convalidación del decreto.

El riesgo de un desastre similar al de Grecia exige una reducción sustancial e inmediata del gasto público, lo que solo se puede cumplir afectando a las grandes partidas: gastos sociales (las pensiones, entre otros), inversión y sueldos de los funcionarios. Ante una situación de emergencia, la rapidez de la respuesta debe ser el criterio principal.

Otros sectores que votaron en contra argumentaron que el acento debería situarse en los ingresos antes que en la reducción del gasto, lo que remite a la opción por la subida de impuestos. Pero ese planteamiento peca del mismo error: no tiene en cuenta la urgencia de la respuesta para evitar un hundimiento de la solvencia de España. Es cierto que la estructura fiscal española es muy débil, en parte por su dependencia del ciclo inmobiliario que ha provocado el hundimiento de la recaudación con el crash del ladrillo, y en parte porque los Gobiernos vienen dedicándose desde 1996 a bajar impuestos y liquidar tributos. El debate tributario tiene su ritmo propio y hay que esperar que esta crisis haya acabado con las frívolas rebajas impositivas.

Rajoy fue incoherente, pero no ocultó sus cartas: le dijo a Zapatero que no haría nada que favoreciera su continuidad en La Moncloa. Es un argumento que, leído desde el otro lado, significa que haría cualquier cosa por evitar que siga, lo que le llevó a convertir en eje de su discurso la simpleza de que la solución de la crisis era cambiar de piloto. Argumento que necesitaba para justificar un comportamiento irresponsable en la votación y eximirse de explicar qué combinación alternativa de recortes propondría él de estar ya en La Moncloa. Algo que, si un día llega a instalarse en ese lugar, le será recordado como ahora se recuerdan a Zapatero sus frivolidades.
Editorial de EL PAÍS, 28/05/2010

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