domingo, 18 de noviembre de 2007

Las lagunas de la enciclopedia

Maximiliano estaba feliz, rechoncho con su sonrisa que se expandía de muela a muela y le dejaba a él como dueño de semejante dentadura.

Había vendido solamente un cuadro, y eso significaba que ya podía compararse con el genio de Van Gogh. Ahí estaba la causa de su alegría. Ahora, estaba seguro, su nombre iba a ser un tipo feliz de la enciclopedia.

Abrió la nevera que le servía como armario porque el motor no funcionaba y siempre conservaba los alimentos hasta donde la providencia mandaba. Tan sólo dos días y la mencionada providencia le decía que la leche era una ciénaga blanca donde sus tobillos hubieran podido repostar hasta convertirse en una estatua, y es que iba camino de mutarse en una de ellas; no vendía cuadros, vivía en la indigencia, y eso, en los artistas, son indicios.

Indicios de genialidad maltratada por un siglo ignorantón. Basilio alzó su copa de leche a punto de enranciarse y brindó por la posteridad mientras contemplaba su primera obra vendida.

De repente, se prendió uno de sus cuadros. El fuego comenzó a zampar arte ignorado, daba lametazos primero, como de degustación, y luego el plato de pintura desaparecía.

Y mientras observaba impotente la escena, supo que lo suyo sería peor que lo de Van Gogh. Ni siquiera la posteridad sabia lo recordaría y era ya demasiado viejo para volver a empezar.

La enciclopedia, desde entonces, tiene lagunas de conocimiento sin saberlo.

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