miércoles, 14 de marzo de 2007

Aromas de mi Infancia:

Andresillo
1
«La Libertad! ¡El Pueblo!», iba gritando
por calles y por plazas,
cuando el jardín se viste de heliotropos,
de azules lirios y de rosas pálidas.
«La Libertad! ¡El Pueblo!», repetía
sobre el fango y la escarcha,
cuando tiemblan los árboles desnudos
y se encorvan las ramas.
Descalzo; el cuello al aire; mal prendido
el pantalón, que a la rodilla alcanza;
sobre el cabello inculto, vieja boina,
de dudoso color y rota malla;
trigueño, endeble, sin descanso y ágil,
por calles y por plazas
a la lluvia y al viento,
sobre el lodo y la escarcha,
iba gritando con su voz ya ronca:
«La Igualdad! ¡La República! ¡La Patria!»
Se llamaba Andresillo, y contaría
diez primaveras a lo más. Su infancia
fue una penumbra dolorosa y triste,
el despuntar de un día de borrasca,
un pasaje del Dante, una tragedia
escondida en la bolsa de una larva.
Huérfano desde el punto en que sus ojos
se abrieron a la luz, por mano extraña
recogido del suelo del suburbio,
hijo de la embriaguez y de la infamia,
creció entre golpes y denuestos, solo,
sin escuchar jamás esas palabras
que parecen el salmo de las cunas
y que las madres verdaderas cantan.
No le vieron jamás sus compañeros
en los alegres corros de la playa;
ni merodeó tampoco en los frutales
que la ciudad circunda; ni su charla
hizo sonreír al viejo transeúnte
que junto al grupo de chicuelos pasa;
ni precedió a las tropas en revista,
al vivo son de la marcial charanga’.
Creció en un antro, conociendo el hambre,
junto a un hogar sin llamas;
y apenas supo andar, sus manecitas
—sus manecitas por el frío cárdenas—
ofrecieron temblando al pasajero
esas hojas inmensa en que vagan
en orden apiñado,
las líneas negras y las líneas blancas.
Vendiese poco o mucho, eran los golpes
su recompensa diaria;
y fuerza era agotar la mercancía,
gritar: «El Porvenir! ¡La Democracia!
¡El Combate! ¡La Idea!», con voz ronca,
bien estridente y alta,
para aplacar la furia del verdugo,
de la mujer salvaje y sin entrañas,
que amparó, porque sí, por hacer algo,
al hijo del misterio y de la crápula.
Si el niño—« ¡Perdón, madre! » le decía,
entre un turbión de lágrimas,
aquella loca contestaba alzando
su diestra de gigante y descargándola:
—«Tu madre fue una horrible mujerzuela!
¡Un aborto del mal!...¡No llores! ... ¡Calla!..."
En tanto, un hombre que paseaba ebrio
por la mísera estancia
azuzaba a la bruja, murmurando:
«Haces bien. ¡Que se calle o que se vaya!»
Así, entre el vicio, el odio y la miseria,
junto a un hogar sin llamas,
pasó el pobre huérfano
la tenebrosa infancia:
la infancia de Andresillo, un condenado
del que Dante no habla!

II
Una noche de invierno, triste y fría

—noche de lluvia, sepulcral y opaca—,
Andrés, enfermo, pero casi alegre
y sin números ya, cruza la plaza,
pensando en lo sabroso de su cena
y en lo caliente del jergón de paja.
No es fácil que le peguen; ha vendido
todo lo que gritó; y, aunque se halla
quebrantado y con fiebre, sólo el frío
de la lluviosa noche le acobarda.
De pronto oye un sollozo; es una niña
huérfana como él, como él sacada
del fango de la sombra, y compañera
de oficio y correrías. «—¿Qué te pasa?
¿Qué tienes?», le pregunta. Y, suspirando,
dice la niña pálida:
—«¡Que no puedo vender todos los números!»
—«¡También a ti te pegan! ¡Pobre Paula!»
—«¡Me castigan de un modo! ... ¡Si da miedo!»
la hermosa niña exclama.
—¿Cuántos números tienes?», Andrés dijo.
—«¡Ocho!», responde la pequeña. Oh santa
compasión del insecto por el átomo!
Andresillo, infeliz, la frente baja;
compra los ocho números y sigue
el camino que lleva a su covacha,
calculando los golpes que le esperan,
llena de angustia el alma;
mientras que de rodillas, en la noche,
sobre las nubes pardas,
la madre de la niña sin amparo,
de gratitud y compasión lloraba!
Llegó Andrés a su cueva. Vio en lo oscuro
el gastado jergón de húmeda paja,
y sobre tosca fuente, junto al fuego,
el humo de las viandas.
« ¡Si te quedó algún número, a la calle! »,
la mujer le gritó. « ¡La noche es mala...
y no pasaba gente! ¡Estoy enfermo! »,
del niño balbucea la garganta,
ya llena de sollozos. «... ¡A la calle!
¡A dormir en los bancos de la plaza!
¡A cenar con los perros sin arrimo! »,
contesta la mujer. Y, con la rabia
que ahoga la voz de la piedad bendita,
dejó al niño y la sombra cara a cara.
Lo que el niño y la sombra se dijeron
es un misterio aún. ¡Tal vez el alma
enternecida de la pobre madre,
sobre el niño tendió las leves alas!
Lo cierto es que al venir el nuevo día,
los quinteros que entraban
en la ciudad, rigiendo adormecidos
con mano floja, las carretas tardas,
le vieron con asombro
sobre el umbral oscuro de la casa,
rígido, inmóvil, azulado, muerto,
a la confusa claridad del alba.

CARLOS ROXLO
(1860-1926)

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